domingo, 4 de febrero de 2018

¿Que todo tiempo pasado fue mejor?: apuntes sobre un hito de la narrativa de todos los tiempos


“Ya sabemos que el palo del mundo, su cansada madera, no está para hacer cucharas; pero igual nunca lo estuvo, esto fue así desde que empezó, y puede empeorar. De ahí que en todas las épocas haya habido siempre una sola añoranza que se repite con ilusión y terquedad, la del pasado feliz y perfecto que nunca existió, la de un mundo ideal que se supone que alguna vez fue. La nostalgia de algo que en verdad jamás vimos, gran consuelo.”
Juan Esteban Constaín
“El horror ha sido siempre endémico, consustancial a las circunstancias históricas, a las realidades políticas y sociales. No sabemos de ninguna época que haya estado exenta de matanzas.”
George Steiner
“… Deduje que los viejos de todos los países del mundo dicen lo mismo, que el hombre que va adquiriendo edad parece siempre inclinado a creer que, bajo todos los aspectos, el ayer era preferible al hoy. Los viejos de hace cien años añoraban los tiempos de hace dos siglos, y los viejos de hace doscientos años suspiraban por los de hace tres siglos: nada nos autoriza a creer que algún viejo haya manifestado estar contento con el estado de cosas de su época.”
Junichiro Tanizaki
“¡Oh, si fuera posible que los bienes, las jerarquías, los empleos, no se alcanzaran por medio de la corrupción! ¡Si fuera posible que los honores se adquirieran siempre por el mérito del que los obtiene! ¡Cuántos hombres andarían vestidos que ahora van desnudos! ¡Cuántos son mandados que mandarían!...”
William Shakespeare

Desde que me recuerdo, es decir desde que tengo eso que llaman uso de razón, he oído hablar a los hombres y a las mujeres de mi familia, a hombres y a mujeres en la calle, en los buses, en las fiestas, en los velorios, en la radio y en la televisión y en todos los sitios donde he estado por la razón que sea, de lo diferente que eran la vida y la gente cuando ellos estaban jóvenes o pequeños; de que “en esa época” la gente sí respetaba a los mayores y honraba la palabra empeñada; de que claro que había maldad, pero no toda la que hay “ahora” ni semejante falta de valores; de que los políticos sí tenían “entonces” ideologías claras por las que se regían y ciertos principios que los hacían diferentes a los politiqueros de “este tiempo”; de que la codicia y el materialismo de la gente de “mi época” no eran ni sombra de lo que son “ahora”, y así hasta la saciedad. Yo mismo, para qué negarlo, he incurrido mil veces en esa sensación que es a la vez una convicción, me atrevería a decir que de todos los seres humanos sin excepción: sentir, y creer, que el mundo en que nos correspondió vivir la niñez y la primera juventud sí valía la pena, por todo lo ya mencionado.

Pero si echamos de menos esos tiempos ridículamente remotos, ¿qué no decir de las vidas de nuestros padres y abuelos, cuando aún estaban lejos de serlo? Uno se los imagina, sencillamente, en un mundo menos tecnificado aunque más transparente y probo que el nuestro, y añora lo que ellos sí tuvieron, a la par que los compadece por no haber tenido lo que para uno es “hoy” imprescindible: en mi caso, la televisión por cable y el Internet, los computadores portátiles y la posibilidad bendita de acostarse con la novia o el sexo sin mayores ataduras.

Sin embargo, con frecuencia sucede que cuando se está leyendo a un escritor cuya juventud coincide en el tiempo con las de ellos, con las de nuestros padres o nuestros abuelos, sus quejas y denuncias revelan prácticamente el mismo descontento que se desparrama “en este tiempo” en periódicos virtuales y de papel: venalidades generalizadas, inoperancias, desvergüenzas, faltas contra la ética, amiguismos, traiciones, delaciones, deslealtades, villanías, felonías, insolidaridades; violaciones, descuartizamientos, torturas, desapariciones, secuestros, robos, asaltos a mano armada, magnicidios, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, crímenes de Estado; chaqueteros, manzanillos, delfines, cabilderos, testaferros, suplantadores, acaparadores, especuladores, avivatos, defraudadores, politicastros... Y se pregunta el lector reflexivo, cada vez con un libro distinto entre las manos, si de veras cabe afirmar eso que “en este preciso momento” miles de personas en todas las lenguas estarán repitiendo, desperdigadas por el planeta entero: todo tiempo pasado fue mejor.

Hay un instante, empero, uno no más, en la vida de ciertos lectores en el que por fin esa duda se desvanece del todo. Con cada página que lee, el escogido de turno sospecha primero y sabe después que ese mantra de todas las generaciones que en el mundo han sido no es más que una entelequia necesaria e indestructible en la que los desencantados hombres de “hoy” les atribuyen a los de “ayer” lo que estos no sabían suyo sino que creían ajeno y perteneciente a los de “anteayer”, que tampoco eran conscientes de esas cualidades que se les atribuyen y que ellos atribuían a su vez a otros que los precedieron. Y tras la lectura de la última, tras cerrar Los viajes de Gulliver de seguro no para siempre, la certeza de que todo se trata de un engaño imperecedero se aposenta en la conciencia del que todavía acaricia entre sus manos ese libro-revelación.


De lo general a lo particular

Ya estuve con Gulliver en Liliput y en Blefuscu, donde nuestro tamaño corporal -solo ese- superaba con creces al de los liliputienses y los blefuscuanos. Ahora estamos en Brobdingnag, ínfimos frente a su monarca desmesurado, quien tras oír cada vez con menos mofa y mayor interés las respuestas del huésped a sus múltiples preguntas, nos asesta a él y a mí y a usted y a todos los que, vergonzantes, indiferentes o ufanos integramos el género humano, esta verdad irrebatible -háblese de la época que se hable- que así ambienta y presenta Gulliver: “Se asombró grandemente cuando le hice la reseña histórica de nuestros asuntos durante el último siglo, e hizo protestas de que todo aquello era sólo un montón de conjuras, rebeliones, asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros, justamente los efectos peores que pueden producir la avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la locura, el odio, la envidia, la concupiscencia, la malicia y la ambición.
En otra audiencia recapituló Su Majestad con gran trabajo todo lo que yo le había referido; comparó las preguntas que me hiciera con las respuestas que yo le había dado, y luego, tomándome en sus manos y acariciándome con suavidad, dio curso a las siguientes palabras, que no olvidaré nunca, como tampoco el modo en que las pronunció: ‘Mi pequeño amigo Grildrig: habéis hecho de vuestro país el más admirable panegírico. Habéis probado claramente que la ignorancia, la pereza y el odio son los ingredientes apropiados para formar un legislador; que quienes mejor explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y habilidades residen en pervertirlas, confundirlas y eludirlas. Descubro entre vosotros algunos contornos de una institución que en su origen pudo haber sido tolerable; pero están casi borrados, y el resto, por completo manchado y tachado por corrupciones. De nada de lo que habéis dicho resulta que entre vosotros sea precisa perfección ninguna para aspirar a posición ninguna; ni mucho menos que los hombres sean ennoblecidos en atención a sus virtudes, ni que los sacerdotes asciendan por su piedad y sus estudios, ni los soldados por su comportamiento y su valor, ni los jueces por su integridad, ni los senadores por el amor a su patria, ni los consejeros por su sabiduría. En cuanto a vos -continuó el rey-, que habéis dedicado la mayor parte de vuestra vida a viajar, quiero creer que hasta el presente os hayáis librado de muchos de los vicios de vuestro país.
Pero por lo que he podido colegir de vuestro relato y de las respuestas que con gran esfuerzo os he arrancado y sacado, no puedo por menos de deducir que el conjunto de vuestros semejantes es la raza de bichillos más perniciosa que la Naturaleza haya nunca permitido que se arrastre por la superficie de la tierra.’”

Y hablando de bichos bípedos, esta otra reflexión extractada por Gulliver de una de las obras literarias -un texto de tamaño descomunal- que se producen en Brobdingnag, cuyo colofón sí merece una réplica: “El libro trata de la debilidad de la condición humana, y no goza de gran estima, salvo entre las mujeres y el vulgo. Era, sin embargo, curioso para mí ver lo que un autor de aquel país podía decir sobre tal materia. El escritor recorría todos los asuntos corrientes en los moralistas europeos mostrando cuán diminuto, despreciable e indefenso animal es el hombre por su propia naturaleza; cuán incapaz de defenderse por sí mismo de las inclemencias del aire y de los ataques de las bestias feroces; cómo un ser le aventaja en fuerza, otro en ligereza, un tercero en previsión, un cuarto en industria. Añadía que la Naturaleza había degenerado en estas decadentes edades últimas del mundo y hoy sólo producía pequeñas criaturas abortivas en comparación con las nacidas en los tiempos antiguos. Decía que era lógico pensar no sólo que las especies de hombres eran en su origen mucho mayores, sino también que en lejanas épocas debió de haber gigantes, así como la tradición y la historia lo atestiguan y ha sido confirmado por los enormes huesos desenterrados por casualidad en diversas partes del reino, y que pasan en mucho los de la mermada raza del hombre de nuestros días.
Argumentaba que las mismas leyes de la Naturaleza exigían, sin dejar lugar a duda, que en un principio hubiésemos sido creados de más alto y robusto talle, no tan sujetos a ser destruidos por cualquier pequeño accidente, como el desprendimiento de una teja desde una casa, o el lanzamiento de una piedra por la mano de un niño, o la caída en cualquier arroyuelo donde perecer ahogado. De esta índole de razones sacaba el autor varias normas morales útiles para conducirse en la vida, pero que no es necesario copiar aquí. Por mi parte, no pude dejar de reflexionar en lo universalmente extendido que está el talento de hacer discursos de moral, o más bien de descontento y condolencia por las contiendas que con la Naturaleza nos empeñamos en imaginar. Y creo que con una seria averiguación quedaría evidenciado que esas contiendas son tan infundadas por lo que toca a nosotros como por lo que toca a aquel pueblo.”

¿Infundadas dice usted, mi querido Gulliver, en serio o por disimular y para transigir con los agraviados de su país y los de su continente y los del mundo entero -mi pregunta, les aclaro, es retórica porque de antemano sé la respuesta-? ¡Nada de infundadas! A ver qué le pasaría a cualquier Trump de esos a la intemperie en medio de un huracán que no respete ni fortunas ni presidencias ni nada; a ver qué le pasaría al ex monarca don Juan Carlos frente a los osos que mataba A mansalva pero ahora sin su séquito y sin el arma que se le alcanzaba; a ver si cualquier toro y de ahí para arriba no excede incluso al más fuerte y grande de nuestra Liliput planetaria; a ver si mi gaTita, cuando está de veras alerta y en su plenitud cazadora, no deja pasmado al más rápido de los atletas olímpicos; a ver si una hormiga, tan ínfima como cualquiera de nosotros que ose compararse con el más pequeño de los habitantes de Brobdingnag, no nos excede en previsión y en sacrificio; a ver si incluso el hombre más ilustre no puede encajar la caída de esa teja o de un aparador de libros bajo cuyo peso podría quedar aplastada su brillante testuz; a ver si un muchachito cualquiera no puede dejar tendido, producto de una simple pedrada, al más vigoroso y baladrón de los soldados; a ver cuántos bípedos pedantes se están ahogando en este momento justo y no precisamente en el río Amazonas sino “en el cuncho”, como decimos por estos andurriales: ¡a ver si todo eso no es más que paja!


Contra la sobreabundancia en que incurrieron muchos de sus colegas

Confieso, en mi calidad de lector que admira la mejor literatura elíptica contemporánea, que por el tedio de tener que soportar las descripciones interminables a que eran tan afectos muchos escritores decimonónicos y anteriores, a veces les saco el cuerpo a novelas clásicas de las que muy bien se habla, precisamente para ahorrarme los bostezos que me arrancan, haciéndome por momentos detestar una muy buena historia, todas esas páginas dedicadas a la belleza de un paisaje, de un simple jardín, de los adentros de una casa, de un héroe o una heroína; a las costumbres de una sociedad o a sus vicios y virtudes; al carácter de un personaje-comparsa o al del protagonista; al aspecto de una fachada, de un monumento, de una plaza, de un parque o de una calle. ¿A qué se debía, me he preguntado siempre, semejante ansia de prolijidad? ¿Por qué no se pensaba entonces en el lector que no tolera lo “superfluo”?

Y resolví leer la novela inmortal de Swift, no del todo al margen de las reticencias aquí enunciadas. Pero para mi sorpresa, trabé conocimiento con un escritor alérgico como yo y como tantos a lo excesivo; con un creador que propugna esa máxima de Baltasar Gracián que, tanto si la conoció como si no, poco importa porque la honró hasta sus últimas consecuencias: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Una sentencia que, magnificada, nos permite comprender el horror de lo contrario: lo malo, si extenso, dos veces malo.

Digamos, pues, que el autor de esta novela imperecedera es consciente de que esos excesos, que él llama “ornamentales descripciones”, de seguro atentarían contra la precisión de su relato, y resuelve huir de ellos -como huye el quemado de las llamas- en más de una decena de ocasiones en que Gulliver pone de manifiesto, como para que no queden dudas, sus intenciones: “No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle que…”. “Pero no quiero anticipar al lector más descripciones de esta naturaleza porque las reservo para un trabajo más serio que ya está casi para entrar en prensa y que contiene una descripción general de este imperio desde su fundación…”. “Pero no quiero molestar al lector con estos detalles. Cuando hube entretenido algún tiempo a Sus Excelencias…”. “No he de molestar al lector con la relación detallada de mi recibimiento en esta corte, que fue como convenía a la generosidad de tan gran príncipe…”. “No he de molestar al lector relatando las dificultades en que me hallé para, con ayuda de ciertos canaletes, cuya hechura me llevó diez días, conducir mi bote al puerto real de…”. “Las ceremonias que se celebraron a mi partida fueron demasiadas para que moleste ahora al lector con su relato.” “No he de molestar al lector con la relación detallada de este viaje, que fue en su mayor parte muy próspero. Llegamos a las Dunas el 13 de…”. “La travesía fue muy próspera, y no molestaré al lector con un diario de ella. El capitán hizo escala en uno o dos puertos y mandó la lancha en busca de…”. “Pero, a fin de no molestar al lector con una relación detallada de mis desventuras, diré sólo que al quinto día llegué a la última isla que se me ofrecía a la vista, y que estaba…”. “Visité muchas habitaciones más; pero no he de molestar al lector con todas las rarezas que vi, en gracia a la brevedad.” “Sería fatigosa para el lector la referencia del gran número de gentes esclarecidas que fueron llamadas para satisfacer el deseo insaciable de ver ante mí el mundo en las diversas edades de la antigüedad.” “Pero no he de molestar al lector con la descripción detallada de mi obra. Bástele saber que…”.

¿Podrán creerme ustedes que la consideración de Swift para con nosotros, los destinatarios de su novela de peripecias, no termina allí?: “Espero que el paciente lector sabrá excusar que me detenga en detalles que, por insignificantes que se antojen a espíritus vulgares de a ras de tierra, pueden ciertamente ayudar a un filósofo a dilatar sus pensamientos y su imaginación y a dedicarlos al beneficio público lo mismo que a la vida privada. Tal es mi intención al ofrecer estas y otras relaciones de mis viajes por el mundo, en las cuales me he preocupado principalmente de la verdad, dejando aparte adornos de erudición y estilo.” (Como quien dice: no solo le ahorra al lector páginas y páginas por completo prescindibles, sino que con él se excusa cuando su juicio creativo le dicta que debe incurrir en “minucias vitales” para la comprensión cabal de algún aspecto de la novela.)

Querría creer que los grandes escritores del siglo XX son conscientes (¿lo serán?) de que le deben a Jonathan Swift el arte de contar con economía, una virtud que los del interregno inexplicablemente no desarrollaron, al menos en la medida en que habrían podido hacerlo para bien de sus lectores y, si cabe, para una mayor gloria de su literatura.


La viga en el propio ojo

Llegado a Laputa, utopía en forma de isla volante que prueba a las claras lo antiguo que resulta en literatura lo real maravilloso, el lector se va a cruzar por el camino con algunas excentricidades humanas que, precisamente como el realismo mágico, existen desde tiempos inmemoriales porque esto que llamamos mundo jamás ha sido sustancialmente distinto o mejor que como lo percibimos hoy.

-¿Dice usted mijito que los laputianos -es decir los esposos de las laputianas- son unos cabrones? ¡Pero si los hombres de esos tiempos debían de ser todos unos machos! ¡Cabrones serán esos maricones de hoy, que se ponen aretes y se maquillan y se dejan el pelo largo!
-Pues cómo le parece abuelita que tal y como se lo digo es. Oiga esto si no me cree: “Las mujeres de la isla están dotadas de gran vivacidad; desprecian a sus maridos y son extremadamente aficionadas a los extranjeros. […] Entre éstos buscan las damas sus galanes; pero la molestia es justamente que proceden con demasiada holgura y seguridad, porque el marido está siempre tan enfrascado en sus especulaciones, que la señora y el amante pueden entregarse a las mayores familiaridades en su misma cara…”.
-Qué decepción, mijito, qué decepción.

Y sí, decepcioné a mi abuelita. Pero ahora era momento de decepcionar también a mis pobres estudiantes de pedagogía que, embaucados por los discursos seudorrevolucionarios de sus profesores más tradicionales entre los tradicionales, se llegaron a creer el cuento de que ellos serían los encargados del milagro de la innovación en la escuela de mañana mismo. Con tal propósito, les dije que leyeran los capítulos cuarto y quinto del tercer viaje de Gulliver, lectura que me los trajo a clase alicaídos luego de “comprender” que por su suma juventud y falta de experiencia los habían engañado, tal vez sin mala intención. Yo aproveché la desazón colectiva y ese estado medio reflexivo en que parecían estar para lanzar al aire, como quien no quiere la cosa, una serie de preguntas que no buscaban respuestas audibles sino íntimas:

¿No vienen a imponer los teóricos de la copia pedagógica -comencé por decir- aquello que los deslumbró en sus clases doctorales y en los textos que en ellas leyeron, sin comprender nada apenas? ¿No pretenden siempre -proseguí- los mismos de siempre (los insensatos y faltos del más elemental sentido común) fundar sobre sus fantasías lo que ya existía y sin siquiera discernir entre lo que servía y lo que no? ¿No están organizados los de marras, también aquí y ahora -añadí-, en academias de arbitristas que lo único que ocasionan con sus caprichos monomaníacos es retraso y más retraso? ¿No nos siguen vendiendo esos mismos profesores -arrecié- fantasías irrealizables que lejos de abolirse o siquiera replantearse se vigorizan a diario? ¿No se señala y persigue hoy y siempre -indagué- a los que nos aferramos a lo válido de lo tradicional, que intentamos mejorar a base, precisamente, de sensatez y sentido común y a los que nos declaramos contradictores de la ridiculísima innovación a cualquier precio? ¿No nos obligan muchas veces las élites insensatas de la docencia y la insensata turbamulta que a ciegas las sigue -concluí al cabo- a abandonar lo que bien funciona para optar por lo que a todas luces no, a saber: la innovación de los carentes de genio y la obcecación por que se rigen?

No alcancé a pronunciar la última pregunta cuando, del fondo del salón y sin que me lo esperara, se oyó la voz de Leidy Michel que decía:
-Profe: esas últimas dos preguntas que usted acaba de hacer me hacen pensar en algo así como un bullying entre colegas; un bullying entre profesores. ¿Sí?
Me quedé paralizado por lo acertado de su lectura.
-¿Sabes que sí? ¿Saben que sí? Y ahora que tú lo dices… Y ahora que su compañera lo dice… Tomen por favor el texto y lean esto conmigo: “Por lo que a él hacía referencia, no siendo hombre de ánimo emprendedor, se había dado por contento con seguir los antiguos usos, vivir en las casas que sus antecesores habían edificado y proceder como siempre procedió en todos los actos de su vida, sin innovación ninguna. Algunas otras personas de calidad y principales habían hecho lo mismo; pero se las miraba con ojos de desprecio y malevolencia, como enemigos del arte, ignorantes y perjudiciales a la república, que ponen su comodidad y pereza por encima del progreso general de su país.”
-Como quien dice…
-Como quien dice -completó esa misma estudiante- que tampoco el bullying, ni siquiera el bullying, es un fenómeno reciente porque según lo que aquí plantea Swift, o quienquiera que esto dice, al que se mantenía al margen de lo imperante en el momento lo matoneaban sus propios colegas.
-Mejor concluido y dicho, imposible.

Sí señores: tal como lo lee Leidy es. Y lo es porque bajo el sol, la luna y las estrellas, nada que concierna a la naturaleza humana es nuevo. Solo lo son los nombres con que rebautizamos cada tanto ciertos comportamientos y fenómenos sociales. Eso es todo.

¿Nada que rescatar entonces -proseguí al cabo- de los enseñantes de la época? Claro que sí, y ojo: no se vayan a dejar confundir por el tono satírico con que el escritor elogia aquí lo que parece -solo parece- que censura: “En la escuela de arbitristas políticos pasé mal rato. Los profesores parecían, a mi juicio, haber perdido el suyo; era una escena que me pone triste siempre que la recuerdo. Aquellas pobres gentes presentaban planes para persuadir a los monarcas de que escogieran los favoritos en razón de su sabiduría, capacidad y virtud; enseñaran a los ministros a consultar el bien común; recompensaran el mérito, las grandes aptitudes y los servicios eminentes; instruyeran a los príncipes en el conocimiento de que su verdadero interés es aquel que se asienta sobre los mismos cimientos que el de su pueblo; escogieran para los empleos a las personas capacitadas para desempeñarlos; con otras extrañas imposibles quimeras que nunca pasaron por cabeza humana, y confirmaron mi vieja observación de que no hay cosa tan irracional y extravagante que no haya sido sostenida como verdad alguna vez por un filósofo.”

Y pensar que a prácticamente trescientos años de proferida la ironía con que concluye la cita, anhelar lo mismo, pedírselo o exigírselo a los poderosos del momento sigue siendo tan “insensato” como cuando lo proponían los miembros de la escuela de arbitristas políticos, y lo seguirá siendo así siempre porque así siempre ha sido.


Que ningún tiempo pasado fue mejor, y menos en materia política

Centrémonos, a modo de comienzo y para no divagar, en el presente político de Colombia, que por estos días celebra -la que celebra- unos acuerdos de paz con los cabecillas de la narcoguerrilla más antigua y sanguinaria de cuantas guerrillas eclosionaron durante el siglo pasado en este continente y tal vez en el mundo. Y hagamos, siquiera durante una semana, el ejercicio tedioso pero necesario de prestarles atención a las noticias que, sobre corrupción -un altisísimo porcentaje-, transmiten la televisión, la radio y los periódicos (no me quería meter con internet para evitarme la perogrullada esa de las ‘fake news’ que a tantos pasmarotes tiene consternados y pensando que asisten a algo por completo inédito en el mundo).

Quien estas dos cosas haga, concluirá al término de esos siete días que en este país hoy se tiene la sensación de que las raterías de políticos y contratistas, magistrados y todo tipo de servidores públicos, militares y policías andan disparadas desde que la guerra con las FARC dejó de ser la vianda predilecta de medios de comunicación adictos a la primicia pero enemigos del seguimiento noticioso y corros de falsos indignados ciudadanos que repudian, más que la corrupción ajena, la maldita mala suerte de no ser uno de los convidados a la repartija.

Vayamos ahora en busca del abuelo o de la abuela y preguntémosles quién, entre la gente de su generación y los muchachos de ahora, creen que es o era el más fuerte y por ende goza o gozaba de mejor salud. Indefectiblemente van a oír de sus labios una respuesta categórica más o menos en los siguientes términos:
-Pero mijo sí pregunta ociosidades. ¡Pues claro que nosotros! ¿No ve que ustedes ahora son todos paliduchos y enclenques? ¿No se mantienen cansados todo el día y dizque deprimidos? En esa época, para que usted se entere, uno no se enfermaba ni se deprimía porque comía sano y respiraba aire puro. Es que no hay punto de comparación.

A unos y a otros -si leyeran lo sabrían- Swift les aclara lo siguiente: “Había un ingeniosísimo doctor que parecía perfectamente versado en la naturaleza y el arte del gobierno. Este ilustre personaje había dedicado sus estudios con gran provecho a descubrir remedios eficaces para todas las enfermedades y corrupciones a que están sujetas las varias índoles de la administración pública por los vicios y flaquezas de quienes gobiernan, así como por las licencias de quienes deben obedecer. Por ejemplo: puesto que todos los escritores y pensadores han convenido en que hay una estrecha y universal semejanza entre el cuerpo natural y el político, nada puede haber más evidente que la necesidad de preservar la salud de ambos y curar sus enfermedades con las mismas recetas. Es sabido que los senados y los grandes consejos se ven con frecuencia molestados por humores redundantes, hirvientes y viciados; por numerosas enfermedades de la cabeza y más del corazón; por fuertes convulsiones y por graves contracciones de los nervios y tendones de ambas manos, pero especialmente de la derecha; por hipocondrías, flatos, vértigos y delirios; por tumores escrofulosos llenos de fétida materia purulenta; por inmundos eructos espumosos, por hambre canina, por indigestiones y por muchas otras dolencias que no hay para qué nombrar…”.

Ahora yo les pregunto, a los unos y a los otros: ¿qué ciudadano decente -pero de veras decente- resistiría los humores hirvientes y viciados que circulan, envenenándolo todo menos a los que deberían envenenar, en nuestro Congreso y concejos municipales, alcaldías y gobernaciones?; ¿no está enfermo, de la cabeza y del corazón, el que se enriquece con el latrocinio de los recursos destinados a paliar el hambre y las enfermedades de los más pobres?; ¿no padece nuestra administración pública una epilepsia más que refractaria (cada nuevo escándalo de corrupción es la convulsión del día) para la que no ha habido ni habrá tratamiento?; ¿cuántos de nuestros presidentes -vivos y muertos-, ministros, consejeros de Estado, gobernadores, alcaldes, senadores, representantes, concejales, diputados -no se crean que la lista termina ahí- no son en sí mismos otra cosa que “tumores escrofulosos llenos de fétida materia purulenta”?; ¿no es canina el hambre del que desangra el erario y roba cuanto puede y donde puede y sin nunca llegar a indigestarse?; ¿de dónde saca Swift su lista de dolencias si “en esa época, para que usted se entere, uno no se enfermaba ni se deprimía porque comía sano y respiraba aire puro”?

Es decir, mis muy estimados amigos, que las podredumbres que expelen los políticos y demás corruptos que nos tocaron no en suerte sino en desgracia no son los síntomas de una enfermedad moral reciente, pues ninguna enfermedad moral es reciente: todas llegaron, como los vicios, con el bípedo arrogante y con él van a desaparecer, si es que algún día algo así de bello ocurre.

Entretanto, miren a ver en dónde encuentran a Betancur, a Gaviria, a Samper, a Pastrana, a Uribe y a Santos y sonsáquenles de qué estrategias se servían y se sirven para “lograr la unanimidad, acortar los debates, abrir unas pocas bocas que hoy están cerradas, cerrar muchas más que hoy están abiertas, moderar la petulancia de la juventud, corregir la terquedad de los viejos, despabilar a los tontos y sosegar a los descocados”. Pregúntenles para que vean que en los prácticamente trescientos años que tiene de publicada la obra de Swift la respuesta es la misma, y sería la misma si la pregunta se le trasladara a un gobernante de un tiempo aún más remoto: sobornos, contratos, puestos, licencias, gabelas, favores… Mejor dicho, y para hablar en términos actuales y vernáculos: MER-ME-LA-DA.

No puedo dar por concluido este apartado sin dedicar unos cuantos renglones y otra cita elocuentísima a tantos eximios gobernantes de la época, quienes, como sus predecesores e inspiradores, honraron las enseñanzas de Maquiavelo y el ejemplo de Goebbels para echar a andar, consolidar y perpetuar -los que lo lograron- sus en unos casos regímenes y en otros satrapías de izquierda o de derecha: poco importa pues los métodos han sido en esencia los mismos. Pienso entonces -excúsenme que no vaya más allá- en los Castro por un lado y en los Videla, los Stroessner, los Bordaberry y los Pinochet por otro; en los Fujimori, los Chávez y los Uribe Vélez así revuelticos; en los Maduro, los Trump y los Kim, a cuál más risible y peligroso; en los Putin y los Erdogan, los chinos y los árabes radicales con desazón y angustia. Estados de ánimo que sin embargo no impiden que una como risa sardónica se dibuje en mis labios, que acto seguido contraigo con desprecio.

Swift, que en materia política todo lo tiene claro, no se pone con distingos de ningún tipo ni con miramientos y a todos los mide con el mismo y único rasero posible: el de la mezquindad de sus prácticas abusivas: “… en el reino de Tribnia, llamado por los naturales Langden, donde pasé algún tiempo durante mis viajes, la inmensa mayoría del pueblo está constituida en cierto modo por husmeadores, testigos, espías, delatores, acusadores, cómplices que denuncian los delitos y juradores, con sus varios instrumentos subordinados; y todos ellos, atenidos a la bandera, la conducta y la paga de ministros y diputados suyos. En aquel reino son las conjuras, por regla general, obra de aquellas personas que se proponen dar realce a sus facultades de profundos políticos, prestar nuevo vigor a una administración decrépita, extinguir o distraer el general descontento, llenarse los bolsillos con secuestros y confiscaciones y elevar o hundir el concepto del crédito público, según cumpla mejor a sus intereses particulares. Se conviene y determina primero entre ellos qué persona sospechosa deberá ser acusada de conjura y en seguida se tiene cuidado especial en apoderarse de sus cartas y papeles y encadenar a los criminales. Estos papeles se entregan a una cuadrilla de artistas muy diestros en descubrir significados misteriosos en los vocablos, las sílabas y las cartas. Por ejemplo: pueden descubrir que una bandada de gansos significa un senado; un perro cojo, un invasor; la plaga, un cuerpo de ejército; un milano, un primer ministro; la gota, una alta dignidad eclesiástica; una horca, un secretario de Estado; una criba, una dama de corte; una escoba, una revolución; una ratonera, un empleo; un pozo sin fondo, un tesoro; una sentina, una corte; un gorro y unos cascabeles, un favorito; una caña rota, un tribunal de justicia; un tonel vacío, un general; una llaga supurando, la administración.”

Y por favor: no me vayan a salir ahora con que lo de la sentina = corte, la caña rota = tribunal de justicia y la llaga supurando = administración no les parece audaz. Audacia que podría mejorarse si se reacomodaran algunas de las parejas. ¿Qué tal perro cojo = primer ministro, criba = revolución, pozo sin fondo = tesoro público y ratonera = senado? ¿Cierto que sí?


Humanistas con…

Aprendí de Juan Esteban Constaín, quien a su vez parece que la aprendió de Rafael Chaparro Madiedo, la frase feísima aunque perlocutiva “gente con pecueca en el alma”. Y de la experiencia -de mi experiencia de persona ciega de nacimiento y de lector más o menos disciplinado- he aprendido que hay casos en los que ni aun la fe que se profesa y se pregona, o los libros que se leen y se escriben, libran a ciertos sujetos de apestar con esa enfermedad -la peor de todas- mezquina que aqueja a los hombres y que también podríamos llamar vileza o bellaquería. Pero vayamos por partes.

En mi calidad primero de estudiante de pregrado en una facultad de Humanidades y luego como solicitante de empleo o propiamente como profesor en distintas partes con la misma o muy parecida razón social, he podido compartir proximidad con individuos nefastos aunque dueños de un discurso en el que la justicia social y los derechos humanos se invocan a grito pelado. Intelectuales o intelectualoides capaces de cuajar o de plagiar artículos incendiados de soflamas igualitarias, pero incapaces de hacer nada por el desfavorecido de al lado, que para ellos no cuenta puesto que lo suyo es el bulto, la duplicación de géneros y lo políticamente correcto: el pueblo, los trabajadores y las trabajadoras, los desplazados y las desplazadas, las personas en situación de calle, las personas en situación de discapacidad… Humanistas todos de relumbrón cuyas palabras, altisonantes y en absoluto eufónicas, marchan por un sendero muy distinto de aquel por el que discurren sus acciones, en tantos casos más execrables que las del más lumpen de los hombres.

Por si lo anterior fuera de poca monta, hace algunos años me enteré, gracias a un artículo de Eduardo Lago en El País de España y a averiguaciones que adelanté en el mismo sentido, de que debido a desavenencias políticas con el Nobel mexicano, Helena Paz Garro, hija única del superpoderoso poeta y ensayista Octavio Paz, conoció el hambre y las penurias económicas cuando vivió con su madre en España y Francia; de que Pablo Neruda, sí: el autor -qué paradoja- de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, repudió y abandonó a Malva Marina, la única hija que tuvo (el muy cafre la describía como un ser “perfectamente ridículo”), a causa de la hidrocefalia que padeció la niña hasta su muerte a la edad de ocho años; de que cuando su hijo con síndrome de Down contaba apenas cuatro años, el dramaturgo estadounidense Arthur Miller lo abandonó para siempre en un centro para discapacitados mentales; de que al decir de Margaret, hija del portento que escribió El guardián entre el centeno, el egoísmo y la crueldad del gran Salinger alcanzaban niveles demenciales. Y en otro artículo que ahora no ubico, me enteré de que el inmortal Marcel Proust mantuvo en condiciones prácticamente de esclavitud a su empleada doméstica, que no obstante lo exoneró de cualquier responsabilidad dada la admiración que por el escritor profesaba.

Pero ¿y qué tiene todo esto que ver con la novela de Swift? Pues a juzgar por la cita que me apresto a transcribir… Conclúyanlo ustedes mismos: “Quedé disgustado muy particularmente de la historia moderna; pues habiendo examinado con detenimiento a las personas de mayor nombre en las cortes de los príncipes durante los últimos cien años, descubrí cómo escritores prostituidos han extraviado al mundo hasta hacerle atribuir las mayores hazañas de la guerra a los cobardes, los más sabios consejos a los necios, sinceridad a los aduladores, virtud romana a los traidores a su país, piedad a los ateos, veracidad a los espías; cuántas personas inocentes y meritísimas han sido condenadas a muerte o destierro por secretas influencias de grandes ministros sobre corrompidos jueces y por la maldad de los bandos; cuántos villanos se han visto exaltados a los más altos puestos de confianza, poder, dignidad y provecho; cuán grande es la parte que en los actos y acontecimientos de cortes, consejos y senados puede imputarse a parásitos y bufones. ¡Qué bajo concepto me formé de la sabiduría y la integridad humana cuando estuve realmente enterado de cuáles son los resortes y motivos de las grandes empresas y revoluciones del mundo, y cuáles los despreciables accidentes a que deben su victoria! Allí descubrí la malicia y la ignorancia de quienes se hacen pasar por escritores de anécdotas o historia secreta y envían a docenas de reyes a la tumba con una copa de veneno, repiten conversaciones celebradas por un príncipe y un ministro principal sin presencia de testigo ninguno, abren los escritorios y los pensamientos de embajadores y secretarios de Estado y tienen la desgracia continua de equivocarse. Allí descubrí las verdaderas causas de muchos grandes sucesos que han sorprendido al mundo.”

Me figuro que algunos se estarán diciendo, y con acierto, que se trata de pecados de un género diferente, más parecidos a los desaguisados militantes y fanáticos de un Céline o un Heidegger, o a las miradas complacientes de un William Ospina y de un Alfredo Molano en relación con los desmanes de las izquierdas extremas que gobiernan o guerrean por acá y por allá. Pero en todo caso coincidirán conmigo en que ora lo uno (el abandono de hijos enfermos o…), ora lo otro (el alquiler de la conciencia a causas desquiciadas), despide vaharadas inocultables de “pecueca en el alma”.


Epílogo


Doscientos ocho años hubieron de transcurrir (¡más de dos siglos para que la lucidez suprema rebrotara!) entre la publicación de Los viajes de Gulliver y la composición de un tango que, grosso modo, contiene la esencia de esta novela cuyo pesimismo Jonathan Swift supo camuflar entre altas y finas dosis de imaginación y realismo mágico. Cambalache lo tituló don Enrique Santos Discépolo, y tengo para mí que estamos hablando de la mejor composición de la música popular de todos los tiempos: ninguna como ella ha sido capaz de apresar la historia humana en tan solo unos cientos de palabras sabias e inmejorables que declaran la verdad irrebatible de que “el mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el 506, y en el 2000 también”. ¿Algo que objetar?

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