martes, 6 de mayo de 2014

Tres libros maravillosos que el azar me puso delante

¡El destino, el hado, el fatum, que juega con nosotros y reparte como quiere la baraja!
Fernando Vallejo
¿Acaso la única ascesis posible del escritor no consiste en buscar precisamente en la escritura, a pesar de la indecencia, la dicha diabólica y la desdicha radiante que le son consustanciales?
Jorge Semprún
Somos músicas que quedan en los otros.
Osvaldo Soriano

Cuando pienso que la infancia y parte de la adolescencia se me fueron sin conocer y por ende sin haber aprendido a amar los libros, no sé si felicitarme o recriminarme. Y es que por increíble que parezca, no tengo recuerdos de profesores de la primaria o del bachillerato que nos hubieran compartido un poema, narrado o leído un cuento, sugerido o forzado a leer una novela. ¡Ni uno siquiera! Tampoco por casa, pese a haber crecido junto a un padre con fama de buen lector y en modo alguno ignorante, se paseo nunca el genio de la ficción. Como no fuera la ficción de ‘Kalimán’ o ‘La ley contra el hampa’, que oía, con el alma en vilo, de lunes a viernes en Todelar; la de los partidos de fútbol de los miércoles por la noche y los domingos por la tarde, que me pintaban el mundo de azul y blanco cuando Millos ganaba y de gris o negro cuando empataba o perdía; o la de algunas buenas telenovelas de la época (‘Gallito Ramírez’, ‘La historia de Tita’, ‘Los ricos también lloran’, ‘Mi sangre aunque plebeya’, ‘Lola Calamidades’, ‘San Tropel’…), que veíamos exultantes y en familia, por entre los crujidos del maíz pira y el mecato de paquete.

Debía de tener trece años cuando un día, no recuerdo a instancias de quién ni por qué, mi hermano me leyó, creo que sin pausa, Relato de un náufrago y tal vez catorce cuando leí, en una grabación en casetes enviada al instituto de ciegos por la ONCE, El día del Chacal de Frederick Forsyth: mi bautizo en la fe de la ficción, de la que soy devoto practicante desde entonces. A partir de aquel momento feliz y durante los cinco años siguientes, debí incluir dentro de mis actividades semanales una visita al INCI para devolver el libro ya leído y escoger, sin mucho criterio y a penas orientado por lo sugestivo del título, otra novela impresa en escritura braille o, en su defecto, en esas cintas que grababan, casi siempre, locutores de dicción perfecta y mejor lectura. De ese tiempo recuerdo algunas crónicas de Germán Castro Caicedo, algunas historias de Gabriel García Márquez, un puñado de libros de buenos escritores latinoamericanos y poco más. Lo suficiente sin embargo como para haber resuelto, ahora sí con buen criterio, que iba a estudiar una licenciatura en español e inglés, pues mi reciente gusto por los libros corría parejas con el amor por las palabras que mi oído o mi discernimiento juzgaban bellas.

Y llegó, poco antes de cumplir los para tantos añorados veinte años, la universidad y con ella la posibilidad de oír hablar de libros a los que sabían del asunto. A la profesora Gloria Rincón, cuya dialogante cátedra de literatura universal sigue representando para mí lo más parecido a lo que debe ser la enseñanza impartida por un literato; al profesor Guillermo Alberto Arévalo, cuya pasión por la novela de Cervantes se me contagió al punto y para siempre; a la profesora Bertha Osorio de Parra, gracias a quien leí, entre otras obras, Dublineses, de James Joyce y El despertar, de Kate Chopin; y al profesor Enrique Hoyos Olier, a quien debo la gracia de haber conocido a Hester Prynne y a Jay Gatsby, así como la aventura de haberme extraviado irremediablemente en el abigarramiento y el peligro de las neoyorkinas calles del Manhattan Transfer de John Dos Passos.

Me gradué en el diciembre de 1998 y seguí haciendo hasta lo imposible para leer los libros que algún día se mencionaron apenas o se recomendaron expresamente en clase, la mayoría de los cuales era menester comprar ya que la biblioteca del INCI no contaba con ellos. Una vez en mi poder, me correspondía sobornar afectivamente a alguien a fin de que, gustosa u obligada por el estrecho vínculo que a mí la unía, se sentara con una grabadora delante y leyera, con abismales insuficiencias casi siempre, la obra de turno, desde luego en voz alta y de principio a fin. ¡Y es que pocos se alcanzan a imaginar lo que es irle dando forma a una lectura deficiente a medida que la cinta corre! No obstante, sería injusto de mi parte si no aprovechara este momento para recordar a dos lectoras que seguramente nada tienen que envidiarle a la María Kodama de Borges, pues, además de sus voces acariciadoras y de su generosísima disposición, la aventura lectora resultaba alucinante gracias a su vocalización y entonación inmejorables. Sí señores: con Sandra Bogotá y con Alina Amézquita recuerdo que leí, amén de muchos otros volúmenes de cuentos y novelas, El vuelo de la reina, Santa Evita, Celia se pudre, Un mundo para Julius, Pantaleón y las visitadoras, más novelas de Vargas Llosa y de Javier Cercas y cuentos de Felisberto Hernández y… y…

Sabedor de que tenía todavía muchísimo que aprender como lector, me matriculé en 2000 o en 2001 -por inverosímil que parezca, no acierto a dar con la fecha exacta de ese suceso- en la maestría en literatura de la Universidad Javeriana, que cursé en el doble del tiempo que se tarda un estudiante ansioso de sumar ese título a su currículo. Me dije que se trataba, más que de coronar esa meta, de disfrutar todo lo posible cada cátedra de autor, cada taller y cada seminario en los que me inscribiera. También de ir leyendo, sin tanta premura, ojalá todas o al menos buena parte de las obras incluidas en los programas de cada asignatura, y de, descartando lo indeseable de la práctica pedagógica de este profesor y apropiándome de lo valioso de la de aquel, definir cuáles iban a ser las estrategias didácticas que habría de emplear en caso de que el fatum de que habla Vallejo en su epígrafe me tuviera destinado a impartir lecciones de literatura.

Como en la Pedagógica, en la Javeriana conocí o me reencontré con profesores que, a veces para mal aunque casi siempre para bien, me hicieron renegar de la academia o sentirme unido a ella indisolublemente. Entre los segundos -de los primeros no vale la pena ni hablar- se cuentan Alfonso Cárdenas Páez, de quien aprendí la mayoría de conceptos de veras útiles de la teoría literaria; Cristo Rafael Figueroa, quien fue una invaluable ayuda para la elaboración de mi monografía; Betty Osorio, con quien pese a todo recorrí los tortuosos caminos de la secta de los ciegos y, cómo no, Luz Mary Giraldo, de lejos la mejor profesora de literatura que me tocó en suerte.

Pero en esta lacónica reseña de mi historia como lector ciego (al imprimirse con tinta, los libros sencillamente no fueron pensados para nosotros) no puede faltar un reconocimiento a dos otrora compañeros de libaciones semanales, quienes, luchando contra mi testarudez de lector romántico que no estaba dispuesto a cambiar las voces femeninas de sus casetes por la que imaginaba demasiado robótica de un computador, insistieron y persistieron hasta que, más escéptico que ilusionado, accedí por lo menos a intentarlo. Y con el intento vino el súbito pero definitivo cambio de época: desaparecieron de mi estudio las cintas magnéticas y las grabadoras de periodismo, que me habían sido indispensables hasta ayer no más. Ahora leía todo cuanto quería gracias a mi ordenador y a su lector de pantalla, que a diferencia de mis María Kodamas no se extenuaban ni sufrían de las alteraciones del ánimo que les son tan propias a ellas. Ahora tenía una biblioteca virtual para ciegos desde la que podía bajar hasta cien libros al mes. Ahora mi problema no era la escasez, sino la sobreabundancia, que también me hacía sufrir: ¿a qué hora iba a leer a tanto buen escritor y tantos libros tanto tiempo codiciados si solo tenía una vida -Cómo que una vida: apenas lo que me quedaba de ellA- por delante? Ahora me fustigaba por no haberles hecho caso a Carlos Parra y al Polaco justo cuando, entre cerveza y cerveza, me empezaron a compartir su asombro.

El caso es que hoy, y luego de probar las muy distintas formas de selección que tiene un lector codicioso que se halla perdido y feliz en medio de una inmensa biblioteca, escojo mis libros -tres para leer de forma simultánea: por lo general un volumen de cuentos, una novela y uno de no ficción, o uno de no ficción y dos novelas o…- ayudado por el bendito azar, que decide por mí. Así fue como llegué, hace poco más de un mes, a tres de esos libros inolvidables que nos hacen prometer mientras los leemos con ganas de que nunca terminen que algún día, ojalá no muy lejano, emprenderemos la relectura a que su inteligencia nos obliga.


Peroratas

No soy experto en nada ni me afana serlo, pero si algún día alguien me preguntara que cómo se puede leer a Vallejo con eficacia, le diría que hay, a mí juicio -el de otros, en este preciso momento, carece para mí de importancia-, dos caminos que necesariamente llevan a un mismo sitio: a la conclusión de que nos hallamos ante un escritor que, como pocos -poquísimos-, de verdad posee un estilo literario propio e inconfundible y, por contera, inimitable. Es decir, único e irrepetible. El primero de esos caminos va de Peroratas a su ficción y, el segundo, en sentido contrario. Justamente la forma en que yo lo he leído: de Los días azules y Los caminos a Roma y La virgen de los sicarios y La rambla paralela y Entre fantasmas y El fuego secreto y El desbarrancadero y Años de indulgencia a este libro maravilloso publicado por Alfaguara en 2013.

(Empero, no fue ninguno de esos tomos de la gran novela del escritor antioqueño lo que yo de él primero leí ni como tuve noticias de su existencia imprescindible, sino una entrevista suya en un periódico que un gran amigo de años de pregrado me leyó, asombrado como yo con tanta hondura. En ella, el entrevistador le preguntaba (como apelo a duras penas a mi frágil memoria y como no quiero confrontar ese recuerdo con un seguro hallazgo tras una busca paciente en la internet, me sabrán disculpar las imprecisiones) sobre una solución a nuestro más que tripartito e interminable conflicto armado. A lo cual, recurriendo a su ironía clarividente, contestó nuestro heresiarca poco más o menos lo siguiente. Imaginemos que en nuestro poder obra un arsenal atómico con el que podemos exterminar hasta el último guerrillero, hasta el último paramilitar, hasta el último policía y militar, hasta el último político y -no sé si invento- hasta el último cura. Y pregunta y se pregunta acto seguido: ¿resolveríamos así el problema? Un no rotundo fue lo que inmediatamente oí de labios del amigo que me leía, seguido por la explicación más lúcida que nunca antes nadie ni nunca después me haya podido dar nadie para esta certidumbre que me embarga desde siempre de que nuestros problemas de pueblo violento son insolubles: pues porque quedan los colombianos, dijo, dejándome cegado con tanta luz y resuelto a leer cada una de sus publicaciones y cada una de sus entrevistas en los medios.)

Los lectores que cultivan una especial querencia por un escritor que les ha calado hondo con sus libros y sus palabras, seguramente entienden la impaciencia y la devoción con que cogí Peroratas, lo apreté entre mis manos, le retiré el plástico con que en la editorial lo cubren para que no se aje intempestivamente, lo olí abriéndolo al azar y lo ojeé por todas partes antes de disponerme para el acto más íntimo que conozca el ser humano; tan íntimo como la oración a solas, pero muy superior a ella por su duración y su intensidad, que rebasan con creces las de cualquier plegaria e incluso las de cualquier coito -el cual, por requerir de dos, termina no siendo tan íntimo como se cree-: para el sacro acto de la lectura. Del que no esperaba, créanmelo, ni novedades ni enmiendas ni vacilaciones; solo reiteraciones y convencimientos y verdades personales que acaso busquen persuadir mas no imponerse. Jamás imponerse.

Y no andaba yo errado. En Peroratas me fui topando, texto tras texto, con las “machaconerías” que definen la unicidad del pensamiento de Fernando Vallejo y que lo diferencian del resto de los mortales de su época y de las precedentes. Con su desprecio no a las mujeres por simplemente serlo sino a las paridoras irreflexivas; con su conminación a detener a todo trance la reproducción insensata de los insensatos; con sus ataques desembozados contra esas iglesias -¿cuál no?- Que propugnan la irresponsabilidad de la procreación indiscriminada. Con su amor por los animales y su defensa sin tregua a favor de aquellos que, como los humanos, tienen un sistema nervioso complejo; con sus arremetidas en contra de los taurófilos y de quienes se divierten matando, sin aventurarse a ningún riesgo, elefantes y osos; con su devoción al recuerdo de su Bruja, amor que solo puede equipararse al que le inspira el recuerdo de su abuela Raquel Pizano. Con su desaprobación a los políticos de toda laya y a los papas de cualquier época. Con su inquina contra las narraciones omniscientes y los escritores que apelan en sus relatos a los narradores que se hallan por fuera de la diégesis. Con su infinito amor por Colombia, disfrazado de odio en sus diatribas.

Pero Peroratas es mucho más que reiteraciones y convencimientos y verdades personales. Es, cómo negarlo, la constatación de que en Fernando Vallejo residen, a más del “novelista” -tengo para mí que para su ficción habría de crearse otro nombre o nominar un nuevo género narrativo-, un ensayista provisto de agudeza y erudición a espuertas, al tiempo que un periodista de investigación indócil y dispuesto a publicar sus hallazgos, trátese de quien se trate el encartado.

Entre sus ensayos destacan ‘El gran diálogo del Quijote’, un texto en el que, con su impronta inconfundible, abunda en las revelaciones que tres lecturas de la novela de Cervantes han propiciado y en el que les espeta a esos que se lo toman demasiado en serio a él como escritor que “para mí todos los libros son mentira: las biografías, las autobiografías, las novelas, las memorias…”. ‘La verdad y los géneros narrativos’, donde pone a prueba su método y su incisión para validar hipótesis que juzga acertadas en lo tocante a muy diversas formas de narrar y donde el lector puede hallar esta afirmación suya bastante en consonancia con la anterior, que echa por tierra el infundio que propalan muchos en el sentido de que nos encontramos ante un sectario y un intransigente a su manera: “La verdad cambia según las épocas, los idiomas, las religiones, las personas, y no bien pasan los hechos éstos se embrollan en las memorias, y las palabras que dijimos o que dijeron otros se las lleva el viento. La verdad no existe; existen muchas verdades, cambiantes, una para cada quien y según el momento”. ‘Leyendo los evangelios’, donde con la misma desenvoltura que exhibe en el ensayo dedicado a don Quijote se aplica a desnudar las fisuras y las inconsistencias de los escritos de “don Mateo, don Marcos, don Lucas y don Juan”, que salen harto mal librados luego del examen. Y ‘Los crímenes del cristianismo’, un texto que compendia su bien conocido tratado La puta de Babilonia.

Por otra parte, el encartado de su ejercicio de periodismo investigativo es nada menos que “Juan Carlos Borbón, alias su majestad don Juan Carlos I de Borbón”, quien en el otoño de 2004, en los aledaños de los Cárpatos, “mató a escopetazos a nueve osos, una osa gestante y un lobo y dejó malheridos de bala a varios otros animales que medio centenar de ojeadores le iban poniendo a su alcance de suerte que los pudiera abatir alevosamente”. Y como Coronell cada semana, salvo que con mayor valor y temeridad por ser quien es su diana, el escritor carga contra el monarca, a quien tilda, para comenzar, de “mujeriego, buen vividor, borrachín y corrupto”. De “bellaco”, “pobretón”, amigo de delincuentes e “inmoral”. De “torpe de lengua”, compinche de dictadores, limosnero y mal pagador. De cómplice de presidiarios y prófugos de la justicia, “impúdico monarca”, “zángano real” y nieto de reyes frívolos. De descendiente de déspotas tarados y vergüenza de la humanidad. De todo eso lo acusa sin temer represalias; sin preocuparse de la amenaza que representa, al decir del propio escritor, el artículo 490 del código penal español. Que a él no le da alcance porque lo suyo no son calumnias ni injurias. Lo suyo son valor y argumentos.


La escritura o la vida

Ya sé que es una perogrullada -¡qué lo va a ser!- afirmar que, a la hora de emprender la escritura de un libro, todo buen escritor pone mientes en quién habrá de ser su lector. En cuánto talento y conocimiento habrá de tener quien se siente ante ese texto suyo para dialogar de tú a tú con él o siquiera para arrancarle un mínimo provecho. En quién definitivamente queda excluido de la aventura, ya sea por falta de destrezas lectoras o por carencias culturales. Y también sé que lo es -¡qué va a serlo!- afirmar que, incluso si el posible lector satisface plenamente las “exigencias” del autor, hay obras que no consiguen seducirnos, por muy dispuestos que estemos a dejarnos conquistar por ellas. Pues bien, mi encuentro con este volumen de las memorias de Jorge Semprún que muchos llaman novela y que comienza con una imagen que combina perplejidad y vacilación en iguales cantidades, estuvo presidido por la buenaventura de ser yo, si no su lector ideal, al menos un interlocutor capaz de debatir con él de modo sensato e incluso inteligente, y por la dicha de haberle hallado, desde el mismísimo título, el tono y el ritmo y la forma y el fondo.

El autor sabía, y lo fue corroborando a través de los años, que la inmediatez de los hechos de esa guerra de que fue testigo y víctima -más lo primero que lo segundo, según concluye en distintos momentos de la narración- le habría conferido a un texto que hubiese empezado a escribirse a poco de su paso por los horrores del campo de exterminio de Buchenwald un tono tal vez demasiado vindicativo y dolorido; en absoluto depurado por el paso del tiempo, que es sin duda el único que logra cauterizar las heridas más hondas. Y sustentado en esa certidumbre, supo esperar cuarenta y dos años para acometer la escritura del único libro que no habría querido morirse sin terminar y sin publicar, para lo cual hubo de trabajar, si bien con ciertos intervalos, siete largos años de una vida regida por la paciencia a que se ve obligado aquel que lo que persigue no son los premios literarios, ni la figuración en los medios, ni la fama o la riqueza que se derivan de ella, sino la posteridad en el parnaso. Se trataba, pues, de hallar la distancia justa con respecto a lo que presenció y padeció para que el tono, madurado por los decenios transcurridos, no fuera simplemente el de quien señala con el índice y adjudica responsabilidades, sino el del intelectual capaz, si no de explicarlo y explicárselo todo, al menos de reflexionar y sopesarlo todo. De revivirlo y recrearlo todo para que el lector, atónito a veces e indignado las más, concluya lo que su penetración le permita.

Resulta pasmoso, por otro lado, que una obra como esta de Semprún, tan erudita y profunda en sus disquisiciones, tan culta y de miras tan elevadas, se haya erigido sobre cimientos tan musicales y rítmicos. De proposiciones cortas e incisivas (“Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana, en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio”), La escritura o la vida, cuyo primer título amenazó con ser La escritura o la muerte, es dueña de un fraseo que no es el característico del ensayo literario, del que por demás participa. Tampoco el del cuento o el de la novela, con los que tiene nexos que saltan a la vista. Ni siquiera el de la poesía, de la que tan a menudo se nutre y en la que a menudo incursiona sin complejos (“Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir […], el labio fértil”). El suyo, en cambio, sí es un fraseo que flota por sobre los géneros y las posibilidades, limitadas de la mayoría. Un fraseo que trasciende épocas y maneras de contar, sin que se apegue a ninguna en particular aunque valiéndose de todas con gran inteligencia.

Pero si el tono y el ritmo de este libro maravilloso que el azar me puso delante son dignos de exaltación, cuánto más la forma, que no se resigna a simplemente deslinealizar la secuencia de los sucesos de la ficción. Porque Semprún es, que no nos quepa duda, un escritor “demasiado” ambicioso como para querer seguir porfiando en la utilización a secas de esa técnica explotada hasta la extenuación de sus recursos, desde hace ya tanto tiempo y por tantos y tantos escritores de todas las latitudes. De modo que se propone, y consigue, resemantizar la revolución que supuso la ruptura de la más estricta cronología dentro del discurso narrativo, tomando algunos de sus elementos y transformándolos a su antojo para que le permitieran contar algunas de sus peripecias vitales como seguramente le habría gustado que otros le contaran las suyas: retándolo a él y a su inteligencia para que le pusieran orden al caos.

Y es eso, justamente, a lo que el lector de La escritura o la vida se ve abocado: a estudiar los mil pedazos del edificio narrativo que yacen dispersos por todas partes y a buscarles acomodo en la estructura de la trama; a irla erigiendo poco a poco, cerciorándose de que cada analepsis case con su prolepsis y de que cada presente de la narración cobre sentido a partir de cada presente de la escritura; a irle dando forma a un mundo que tiene la particularidad de que se reconstruye con cada nueva lectura ingeniosa o permanece increado tras cada lectura fallida. Una característica no de la narrativa en sí misma y por sí misma, sino de las mejores invenciones literarias entre las que, sobra decirlo, destaca este segundo acierto editorial que aquí se reseña.

Las secuelas de la guerra reflejadas en la expresión de una mirada, la imposibilidad de que la imaginación se figure el horror que de otros hizo presa, la poesía que con él pugna para impedirle que lo cubra todo, el estupor que causa en algunos combatientes la muerte del “enemigo”, el desasosiego que esa muerte pero ahora pútrida de los amigos causa en el ánimo de quien la acunó en sus brazos. La paulatina apostasía política a que conducen unos principios aprendidos de las no escritas leyes de los dioses, la soberbia del intelectual que ni siquiera las humillaciones de esa guerra consiguen doblegar, la persistencia de las huellas de ese horror en apariencia superado en las pesadillas del presente, el retorno a un bosque de la belleza vital en forma de alas y de trinos, la trascendencia de algunos encuentros casuales que dejan de serlo tan pronto se producen. La inefabilidad de esa mirada que le capta al cuerpo de que procede amores de ocasión, la tortura que saca a ese cuerpo del letargo en que vivió hasta entonces, las libaciones de posguerra que aúpan al que se entrega a ellas al éxtasis o lo hunden en la desesperanza, la incomunicación que se produce entre los implicados en la guerra y los ajenos a ella, la saludable evitación de cualquier discurso victimista. La moral intransigencia con los crímenes por razones políticas procedan de donde procedan, la erudición de quien consagró toda su vida a las lecturas más exigentes, la subversión de la buena literatura frente a los mitos de las ideologías de todo tipo, el exilio como oportunidad de arraigar en una segunda patria donde se termina por no ser extranjero, el providencial acto de valor de un desconocido que nos preserva la vida. Veinte temas de una “novela” sin fondo, no porque no tenga ninguno sino porque no se puede dar con él, por más que se alcancen sus entrañas y entre ellas se bucee.


Memorias del Míster Peregrino Fernández

Los que compartimos las manías -benditas sean- por la literatura y el fútbol, coincidimos siempre o casi en torno a los mismos nombres: Eduardo Sacheri, Mempo Giardinelli, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Albert Camus, Milan Kundera y, desde luego, Osvaldo Soriano: el único que jamás está ausente de ninguna lista. Porque decir que se la ama a ella tanto como a él o viceversa y no conocer la obra del artífice de lo que algunos han denominado “realismo mágico patagónico”, equivale a afirmar que se es un devoto de la música culta que no obstante no sabe quién fue Christoph Gluck. Y no exagero un ápice.

Creador o recreador (su ficción nos hace sentir a cada paso el peso de lo autobiográfico) de personajes rocambolescos o, si se prefiere, peculiares, Soriano construye uno que llega a superarlo a él en fama. Procedente de la bruma del mito que define su vida mejor que nada, el Míster recala en la Patagonia que habita el autor para poner del revés con sus excentricidades de entrenador el fútbol que allí se practica y para sellar, con este gesto y sin saberlo o posiblemente presintiéndolo, un destino común que al cabo de décadas habrá de concretarse: “Peregrino Fernández desapareció de un día para otro, pero antes de irse dejó un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y mal hilvanada: ’Cuando Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados va a ser un crack’.” Con todo, su concreción poco -muy poco- tiene que ver con el acierto de ese vaticinio y mucho -muchísimo- con la imaginación literaria y la pasión por el cuero.

Hubieron de pasar bastantes años -décadas en todo caso- para que el otrora director técnico y el futbolista que jamás pasó de ser una promesa se reencontraran, ahora en circunstancias más dialógicas que deportivas, y echaran a andar aquella labor conjunta que la vida les tenía reservada: escribir, a cuatro manos, la biografía de este hombre viejo y ya casi ciego, reducido a una silla de ruedas, desde la que empieza a dictarle a su amanuense sus memorias:

“Imagínenme así: un metro setenta y cinco, más bien flaco, bigote ancho como el que llevaba mi abuelo a principios de siglo. Ha vuelto a ponerse de moda. Pelo abundante y descuidado, patillas cortas. Llevo sombrero tumbado a media frente. Tengo carácter huraño y alma de calefón. Me lo dijo una chica que crucé en Marsella el día que escapamos de la gran guerra, allá por el año treinta y ocho. Ahora ya lo saben: me derriten las palabras amables y las mujeres que fingen timidez. Me llamo Gustavo Peregrino Fernández, pero la profesión me privó del primer nombre y me regaló otro, doctoral y vulgar: Míster. Míster Peregrino Fernández, entonces. Llevo muchachos a correr por los potreros de algún olvidado rincón de la patria. Trato de que se porten bien y dejen en la cancha lo mejor que tienen. Que no corran como poseídos detrás de la pelota. Voy de acá para allá por la parte fea del mundo. Soy un ganador incomprendido, corro por la sombra, tomo trenes y colectivos bajo la tormenta. Estoy en un rincón de la Patagonia en el año cincuenta y ocho…”: una caracterización que lo entronca con los de la estirpe del Maqroll de Mutis.

El lector no sabrá jamás si el escritor tuvo alguna vez la intención de modelar según su criterio literario los recuerdos de su narrador y protagonista, o si este comienzo tan auspicioso lo disuadió de hacerlo. Lo cierto es que Soriano, que acude cada tanto al hospital geriátrico en que Fernández se encuentra recluido, oficia “apenas” de transcriptor del pasado de su personaje, que en vano lo conmina a que borre aquello de allí o a que morigere esto otro. Su trabajo consiste, se infiere a la postre, “escasamente” en pasar de la grabadora con que uno se lo figura delante de sí al papel las palabras del discurso febrático pero coherente del anciano, que ha vivido mucho y leído más. Y es que el Míster Peregrino Fernández es, ante todo, un lector de tiempo completo que va desgranando sus historias inverosímiles desde la gavia que ocupa en tierra. Un contador de empresas y tribulaciones y peripecias siempre festivas que nunca dejan al lector indiferente. Tal vez vacilante, pero no impertérrito, porque lo maravilloso -y estas memorias lo son- se caracteriza justamente por precipitarnos en la sima sin retorno del asombro.

Así pues, en este tercer libro que el azar me puso delante fluyen, ingrávidos, los diálogos. Lo mismo que lo hacen la prosa de los recuerdos propios y la escritura ajena. En él nada hay descolocado. Nada hay forzado u obligado a figurar sin quererlo. En él todo cuadra, todo encaja. Todo: el lunfardo anacrónico de Arlt que el memorioso “escritor oral” recuerda al pie de la letra; sus amistades probables o improbables con los notables de otros tiempos que ahora son historia; sus infundios manifiestos y sus verdades fantasiosas; sus amaños de argentino que no concibe la derrota. Pero antes que nada su mirífica distorsión a lo culebrero paisa de la realidad, con lo que concluye este recreo crítico:

“En el estadio me tuvieron cuatro días encerrado comiendo papas y porotos hervidos, entrenando con los mutilados de guerra. Yo casi era uno de ellos. Tenía una rajadura en la frente que cada vez que cabeceaba me dejaba loco. Una costilla fisurada por una patada que me habían dado en el campo de concentración por lavar mal las cacerolas, así que ni pensar en parar la pelota con el pecho. Las piernas me funcionaban más o menos bien y esa era una gran ventaja respecto de mis compañeros. Tenía que pensar cómo darle los pases a cada uno según sus carencias: al wing derecho le faltaba el ojo izquierdo, de manera que no vería nada que le tirara para ese lado. El centrojás llevaba un corsé en el cuello y no podía cabecear ni mirar a los costados. El insider izquierdo, ya te conté, era rengo y apenas se desplazaba a los saltos. En cambio, el wing era un gurrumín medio sordo a causa de una granada que cayó en su trinchera y tenía que manejarlo por señas. Tarmanowsky era manco, pero se defendía bastante bien. Me tranquilicé un poco cuando me dijeron que los del Estrella Roja estaban todavía más estropeados que nosotros porque venían del frente sur, donde los alemanes les tiraban con metralla, granadas y bombas incendiarias. Me anticiparon que el arquero calzaba botas ortopédicas y que el back central sufría amnesia continua, es decir que ni siquiera sabía qué partido estaba jugando…”.


Epílogo con gratitud

Muchísimos hay que, aquejados de bibliofobia, desconocen los deleites de la lectura. Muchos hay que, conociéndolos, no se entregan a ella con la devoción que se requiere. Algunos hay que, entregándose, escaso provecho sin embargo obtienen. Pocos hay que, obteniéndolo incluso, conquistan la autonomía. Poquísimos hay que, autónomos de veras, juegan con las posibilidades y proceden con criterio. Con el tiempo, llegué por fin al último de estos estadios: el único en que un lector puede ser auténticamente feliz. Claro está que no sin haber sufrido antes el primero, el tercero y el cuarto.