sábado, 18 de enero de 2014

Ni Dios, ni el Diablo. ¡El fatum!

La cara es un lugar lleno de misterios y es contenedora de mucha información encriptada.
Juana Anzellini
La distribución de la cara sobrepasa la evidencia: dos ojos, una nariz y la boca. Círculos y líneas básicamente.
Juana Anzellini

A ver: ¿cuántas de las personas que en el mundo son han leído con inteligencia un mismo cuento o novela corta, novela extensa o libro de poemas, biografía o autobiografía, testimonio u obra de teatro? ¿Cuántas se habrán quedado en trance estético frente a un mismo cuadro o se ven escindidas de sí mismas mientras absorben por el oído las notas de un mismo concierto para solista y orquesta o las de una misma sinfonía? Ahora bien: ¿cuántos de los ciegos que en el mundo son -muy a su pesar seguramente- habrán leído literatura sobre ciegos o cegueras? ¿Y cuántos de esos que tal vez lean se habrán topado con, por solo mencionar dos, el Informe sobre ciegos o el Ensayo sobre la ceguera? ¿Cuántos “videntes” sienten por los ciegos y por la ceguera no lástima, ni indiferencia o fastidio; no pasajera curiosidad, ni admiración o incredulidad desmedidas sino fascinación genuina a lo Fernando Vidal Olmos? ¿Cuántos? ¿Y cuántos de esos a los que la ceguera y los ciegos arroban van más allá de su arrobamiento y buscan en la literatura y la pintura -tan demasiado cicatera esta última con ella y con ellos- lo que la vida a menudo les niega, a saber: el hallazgo de ciegos reales y de los rostros tan dispares de la ceguera que es, no obstante sus mil caras sin espejo, un fenómeno que paradójicamente se nos antoja monolítico?

De que las casualidades existen, no me cabe duda. Ni la menor. Lo que ocurre es que esta casualidad de que les voy a hablar era tan improbable que, si mi escepticismo religioso no hubiera estado a la sazón fundado en reflexiones para mí tan inapelables, habría ipso facto comenzado a creer en los milagros de un dios único, por lo demás bastante improbable. La cosa sucedió de la siguiente manera.

Me había bajado de un colectivo hacía diez minutos justo en la esquina de la carrera cuarta con la calle 19 en pleno alboroto de las siete de la noche, recorrido entre vendedores ambulantes y bebedores de principios de semana las dos cuadras que me separan del Eje Ambiental y enfilado por los canales que lo orillan rumbo a mi apartamento en las torres Gonzalo Jiménez de Quesada cuando, de repente y de no se sabe dónde (o más bien, sí se sabe: de la nada), una mujer se detuvo frente a mí y me preguntó, sin el menor preámbulo, si conocía El país de los ciegos de G. H. Wells. Mi sí rotundo la hizo aún más desinhibida y, mientras me ayudaba a cruzar la carrera segunda, me comprometió, luego de cambiar unas palabras más de presentación y de despedida en la esquina por la que siempre tuerzo hacia mi casa, a conversar en una próxima ocasión sobre mi vida y su obsesión: la ceguera, que ansiaba poder apresar en su estudio de Suba.

(De haber existido mi diario aquel día que no logro precisar, de seguro habría dejado constancia en él de semejante coincidencia, con mucho la más asombrosa de cuantas mi memoria dio cuenta tras el agotador esfuerzo a que la sometí. Supe de inmediato que si a Juana Anzellini el encuentro le representaba una puerta abierta hacia los misterios de la secta de los ciegos, a mí me suponía la oportunidad tan anhelada de conocer a alguien que fuese capaz y estuviese gustoso de verbalizar los detalles de algunas piezas artísticas que me habían cautivado por una descripción somera leída en algún periódico o escuchada en la radio o en la televisión. Me dije incluso que el intercambio, ideático más que de ideas, debía permitirnos construir algo al alimón: por qué no una “novela pictórica” o una serie de “cuadros narrativos”. Gracias a que ella era una artista que leía y yo un lector ciego que forjaba imágenes mentales, el experimento no se insinuaba en modo alguno inviable.)

Nos reunimos por primera vez una mañana de un día cualquiera de entre semana y decidimos que la charla que íbamos a tener, bien merecía la pena música de rocola y unas cervezas. La cantidad daba igual, pues cuando uno traba conocimiento con otro que también tiene mucho que decir y que contar, lo menos que debe hacer es imponerse límites. Y sin límites de ninguna índole nos instalamos en una cantina de las que hay cerca de mi casa, con borrachos madrugadores que no perdían oportunidad de lisonjear a esta mujer que allega los atributos físicos que gustan a tantos hombres: estatura superior a la media, piel blanca -muy blanca-, ojos claros y me imagino que algo, o mucho, de formas voluptuosas no sé qué tan visibles para los importunos adoradores de Baco que a semejante hora ya se dejaban el dinero en aquel sitio. Pero vayamos al grano.

Le conté que trabajaba en el departamento de lenguas de la universidad Pedagógica Nacional; me contó que había estudiado en la universidad de Los Andes y que trabajaba de profesora asistente de un tío suyo, profesor a su vez allí en el departamento de arquitectura. Me habló con entusiasmo de aquella novela de Saramago que yo repudié nada más leerla; le hablé con entusiasmo de la tercera parte de la de Sábato y de su precursora, titulada El túnel. Oí con asombro su bibliografía teórica y de ficción sobre la ceguera y los ciegos, el asunto que nos convocaba aquella mañana y nos obsesionaba siempre; tomó nota de algunas sugerencias literarias al respecto, que con el tiempo fue leyendo con la avidez que nunca vi en mis estudiantes de lenguas. Se enteró de que la ceguera, al contrario de lo que los “videntes” piensan, no son las tinieblas en que nos imaginan sumidos cada minuto de cada día de nuestras vidas; Confirmé aquella mañana que el concepto de la ceguera resumido en la ausencia absoluta del color y la luz, y más aún de la oscuridad (el cual consigue aproximarse modestamente a la nada visual de los ciegos), resulta incomprensible incluso para personas que, como Anzellini, tienen la facultad de transformar en imágenes visuales -y táctiles en su muy peculiar caso- sus reflexiones y visión del mundo. Hablamos horas y dejamos cabos sueltos que con el tiempo hemos ido atando. Pero la conversación, matizada de libaciones poco espaciadas, recayó en el fútbol practicado por los ciegos: el origen de su último proyecto artístico, no porque su trabajo tenga en absoluto que ver con esa modalidad de ese deporte, sino porque fueron algunos de mis compañeros de equipo quienes le permitieron a mi amiga hacerse con las primeras fotos para su serie de retratos de personas ciegas.

Es decir que concluido ese primer encuentro, ya habíamos acordado una hoja de ruta en la que yo obraría apenas de contacto entre la artista y ciegos de distintos ámbitos que accedieran a dejarse fotografiar. En paralelo, ella avanzaría en la resemantización de ese material hasta el momento en que se pudiera realizar una exposición. Cuya inauguración tuvo lugar el día 4 de mayo de 2013 en la galería ‘Las Edades de Bogotá, luego de una labor ardua e ininterrumpida que según mis cuentas le llevó más de tres años:

“Se trata de un grupo de trabajos que reflexionan alrededor de la ceguera. Para mí, la ceguera es parte intrínseca de la experiencia vital de cualquier persona y se manifiesta casi como una pasión: se impone bien sea sobre la percepción o el entendimiento (uno no ve lo que no quiere ver y muchas veces no entiende lo que no quiere entender). A través del proceso de elaboración de cada una de estas piezas, aparecen preguntas que me acercan a los límites de la percepción de lo tangible. El resultado técnico de estas obras surge a partir de un cuestionamiento permanente en torno a la forma de percepción de las personas invidentes, pero también pone en evidencia los límites de la mirada. Al hacer una incisión sobre una superficie pulimentada se generan dos tipos de percepción al mismo tiempo: una a nivel visual y otra a nivel táctil. Y es precisamente este lugar a caballo entre lo visual y lo táctil, el lugar que me interesa habitar. Con esto, intento desafiar los sentidos y plantear otro tipo de experiencias sensoriales frente a las superficies bidimensionales que imperan en el mundo del arte. De esta manera se abre la posibilidad de hacer cruces entre los sentidos y elaborar diferentes tipos de lectura ante la imagen”, le concretaba mi amiga a uno de los periodistas que se interesaron por su exposición, que nominó VER Y NO VER.

Que sea el momento de expresar que de esta reflexión sobre su trabajo comparto con Anzellini el que la ceguera es “parte intrínseca de la experiencia vital de cualquier persona” y encuentro audaz eso de que el sino de Homero, Tiresias, Edipo y tantos otros inmunes al olvido humano se manifieste -déjenme prescindir del adverbio- “como una pasión” que altera -o deja incólume- la percepción o el entendimiento. ¿Pero será cierto eso de que “uno no ve lo que no quiere ver y muchas veces no entiende lo que no quiere entender”? ¿No será más bien que hay personas que no ven lo que no pueden ver (¿cómo conseguir por ejemplo que alguien cualquiera descubra la angustia y la desesperación detrás de ‘El Grito’, de Munch?) y que no entienden lo que no pueden entender (¡cómo disuadir a la turba de que linche al matricida que procedió instigado por el amor y la compasión a ese ser que sufría!)? Por otra parte, yo también me sigo preguntando a diario sobre las formas en que los ciegos percibimos la realidad o lo que pretende serlo, al igual que sobre los confines de la mirada, que trasciende lo ocular. Y lo trasciende la artista con estos retratos hechos para mirar y tocar; para acariciar y dejar impresa en sus superficies la pátina futura de un trabajo arriesgado y ambicioso que yo habría expuesto bajo el título (sustituyendo la conjunción copulativa ‘y’ por la disyuntiva ‘o’) VER O NO VER, porque al menos para mí está claro -clarísimo- que, así como existen quienes nacieron para mirar hondo, existen, y en cantidades muy superiores, los ciegos físicos, que también pueden integrar otras categorías; los ciegos intelectuales, a quienes natura desheredó parcialmente o del todo; los ciegos morales y los religiosos; los ciegos políticos y los artísticos; los ciegos… Los ciegos que, al margen del tipo de ceguera que padezcan, se caracterizan por no poder -claro que los hay que no quieren, aunque son los menos- percibir lo evidente o lo sutil, y por no poder -claro que los hay que no quieren, aunque son los menos- entender lo que no comporta ningún esfuerzo o lo que requiere uno grande.

Epílogo con esperanza

Después de haber conocido a Juana Anzellini (uno de esos escasísimos seres humanos no destinados para clon gracias a que están dotados de unicidad) en condiciones tan inverosímiles que solo dejan cabida al azar, y de haberla acompañado (en la medida de lo posible) en el proceso creativo de sus ciegos, como cariñosamente los llama, me queda por agradecerle a la vida -tan jodidamente predecible casi siempre- la suerte que me deparó la noche en que, caminando en sentidos contrarios, los dos nos encontramos y empezamos a forjar sin tardanza una amistad que hasta hoy dura y que ojalá dure mucho tiempo más. Ella sabe que tenemos entre manos un proyecto artístico que parte de la literatura y que, caso de llegar a materializarse, constituiría una fuente inagotable de creaciones estéticas de las que ella sería la artífice y yo, cómo decirlo, su vehículo.