domingo, 7 de septiembre de 2014

Diccionario de párrafos en torno a la educación

Este ejercicio de escritura concreta y de reflexión constante (todo diccionario se construye a diario) persigue dos finalidades. Por un lado, la de orientar a mis estudiantes en la comprensión de lo que es un párrafo y de la importancia que tiene por sí solo o como parte de textos más exigentes y desde luego de mayor extensión: composiciones, artículos de prensa, reseñas, ensayos, tratados… Por otro, la de alimentar a menudo este proyecto con nuevas conclusiones (jamás definitivas) sobre la maravillosa, si bien demasiado ardua, misión de la enseñanza.


Las actitudes del que aprende, frente a sus aptitudes

Hay estudiantes en absoluto dispuestos para el aprendizaje, aunque dotados de extraordinario talento. Hay estudiantes siempre dispuestos para el aprendizaje, aunque dotados de escaso talento. Hay estudiantes poco dispuestos y poco talentosos. Pero existen -cada vez menos para ser honesto- algunos que hacen gala de ambos. Para el educador que soy, los primeros no pasan de ser molestas presencias en clase; los segundos, un motivo de esfuerzo docente constante que merece la pena; los terceros, meros convidados de piedra mientras que los últimos, por desgracia tan infrecuentes pero por ello tan estimados, representan el vigor de mi debilitada fe en la enseñanza.


La asistencia a clase del estudiante universitario: vital solo si se sabe a qué se va

No exagero si aseguro que, tras la primera semana de clases en cualquiera de las universidades en que enseño y aprendo, puedo aventurar un pronóstico -con un reducido margen de error- en relación con cada uno de mis estudiantes. Las predicciones que me formulo y que solamente comparto con alguien (¡siempre con ella!), rara vez fallan o me desmienten. Sé, por ejemplo, quién está en el aula forzado por sus padres o por las circunstancias que sean y quién está allí sentado de resultas del interés, de la convicción o de la vocación, cuando no de los tres. De modo que, al concluir cada semestre, doy en que las aulas más desiertas fueron aquellas en que los muchachos interesados, convencidos o con vocación brillaron por su ausencia.


La asistencia a clase del profesor de universidad pública: un asunto de ética

Si se hiciera un estudio estadístico sobre el absentismo laboral de quienes ejercen la docencia en universidades privadas y públicas, los resultados concluirían que es en las segundas donde los muchachos pierden más clases. Y son dos razones las que explican, a mi juicio, el fenómeno. Por un lado, el hecho incontestable de que los salarios que perciben los catedráticos del sector público son inferiores a los que devengan sus colegas en las universidades privadas de mayor prestigio, disparidad pecuniaria que se convierte a veces en la excusa para no cumplir o para cumplir a medias con las responsabilidades que se derivan de la enseñanza, impártase donde se imparta. Por otro, la escasa o nula veeduría que ejercen sobre sus profesores los estudiantes que, por no sentirse clientes, piensan y sienten que la labor de sus maestros es más un apostolado que un trabajo formal. Una realidad remunerativa y una desnaturalización conceptual que no debieran -pero que consiguen- justificar la falta de principios del que gradúa su compromiso según la paga.


La autonomía del estudiante: del blablablá de muchos a la eficacia de muy pocos

Si de los políticos dijo con acierto alguien que hacen campaña en verso y gobiernan en prosa, ¿qué se debería decir entonces de tantos profesores que repiten a todo momento términos tales como “aprendizaje autónomo”, “alta calidad”, “excelencia”, “pensamiento crítico”; “pensamiento crítico”, “excelencia”, “alta calidad” y “aprendizaje autónomo”, pero cuyas clases no son ejemplo de lo uno ni de lo otro? Que su quehacer en el aula, como esos actos preelectorales, es mera retórica y floritura, y que su uso de ese lenguaje ambicioso no tiene nada qué ver con la exigencia, la cual es el origen de la auténtica autonomía. Maestros hay en cambio que, partiendo del ejemplo que constituyen sus prácticas profesionales, educan a sus estudiantes en el inconformismo del que siempre espera y aspira a dar más de sí, así como en la conciencia de que esa esperanza y esa aspiración requieren dosis elevadísimas de esfuerzo y entrega del que aprende. Con el que no se deben tener (lo saben los segundos mas no los primeros) contemplaciones académicas si lo que de veras se pretende es que pueda llegar a prescindir algún día de la orientación pedagógica para la construcción y el perfeccionamiento de sus conocimientos.


Calificar con apego al rigor académico: sinónimo de justicia en el aula

Ese ejercicio docente que consiste en “juzgar el grado de suficiencia o la insuficiencia de los conocimientos demostrados por un alumno u opositor en un examen o ejercicio” pierde, cada día que pasa y por desgracia, más adeptos y defensores. Y los pierde por distintos motivos. Que van del temor que experimenta el profesor por una posible represalia de sus estudiantes en la evaluación docente, a perder su empleo como consecuencia de los pobres resultados en dichas evaluaciones, pasando por el deseo de ser popular en el colegio o en la facultad. Olvidan los que reparten cuatros y cincos a diestra y siniestra que la nota del mediocre y del negligente jamás debe ser la misma que la del esforzado, para no mencionar al excelente, cuya calificación -no necesariamente un cinco- debe encabezar, al final del año escolar o del semestre, una lista que ligue nombres propios con números, en un orden estrictamente descendente. Porque así como no se les paga, en las sociedades “justas” e “igualitarias” el mismo salario a los empleados con más méritos laborales que a los de menos, los educadores estamos en la obligación de compensar con las calificaciones más altas el desempeño académico de los mejores y de castigar con las más bajas -que habrán de ser reprobatorias- la abulia y el facilismo de los desentendidos, reservándonos las notas medias -solo si cabe el caso- para quienes, sin facilitárseles la asignatura, hacen un esfuerzo genuino de principio a fin.


Un no rotundo a las chapuzas en la escuela

¿Corregir para quién?

Siempre me ha parecido curioso (cuando se trata de niños o adolescentes) o molesto (tratándose de adultos) que lo primero -y en ocasiones lo único- que buscan los ojos de quien acaba de recibir una evaluación de manos de su profesor sea la nota. La cual, en caso de ser alta, produce, casi sin excepción, la misma reacción: una exclamación de júbilo, seguida por el consiguiente e inmediato olvido del papel, que va a parar en el fondo del morral del estudiante e incluso, lo digo porque lo he presenciado muy a menudo, en el fondo de la caneca más a mano, convertido en amasijo informe. Para mí, que corrijo cada uno de mis exámenes con el rigor y el detenimiento con que imparto mis clases, semejante gesto de desdén e incuria me hace sufrir y preguntarme cuál es la razón de que tantos estudiantes de todas las edades no les presten casi ninguna atención a las correcciones si la calificación les satisfizo, y que apenas les presten alguna (solo con el fin de ver cómo mejoran el resultado) si perdieron o quedaron inconformes. Unos y otros, instigados por el mismo afán inmediatista del que no tiene tiempo que perder “con tonterías así”, ignoran que son esas correcciones (cuando las hay y están bien hechas) las que contienen la clave del avance continuo de mi proceso educativo, que se estanca -por muy buenas notas que se me otorguen- si mis errores se eternizan. Pero pensándolo bien, en este asunto los menos culpables son los estudiantes, que innegablemente han heredado de sus mayores la muy perjudicial costumbre de mirar por encima del hombro al propósito ulterior de la escuela, el cual consiste en aprehender conocimientos y saberes, no para salir del paso en una prueba, sino para decidir cómo sortear la vida y sus peripecias con más tino a medida que se avanza en ella.


Sin disciplina no se llega lejos, y punto

Bien sea en el deporte, en las artes, en la vida misma o en la escuela, incluso si se es el mejor dotado en cualquiera de estos ámbitos, no caben más que la mediocridad o el fracaso si no se emplean sacrificio, rigor y método. Ni el futbolista principiante y extraordinariamente talentoso ni el talentosísimo pintor novel, que hoy deslumbran con la sutileza de su pie o de su mano al entrenador y al profesor que les auguran fama y gloria; ni el comerciante habilidoso pero desorganizado ni el estudiante agudo pero poco aplicado, que hoy hacen pensar a todos en enriquecimiento lícito y pronto o en hallazgos intelectuales de trascendencia, están destinados a triunfar mañana en la medida en que los vaticinios lo pronosticaban, y tal vez porque imaginaron ayer que el talento iba a hacer por ellos la labor que le corresponde al esfuerzo. transcurridos los años, y conscientes de la imposibilidad de tornar al pasado para intentar enmendar la plana, a los cuatro solo les queda el consuelo de ser ejemplos de carne y hueso para sus hijos o para quien tenga a bien aprender de ellos; ejemplos de lo que no se debe hacer en la vida: malograr nuestras aptitudes por falta de disciplina y, malográndolas, labrarnos un futuro peor del que nuestras capacidades nos prometían.


La diversión en el aula: el imperativo de la escuela actual

En un mundo como el que nos tocó en suerte a los que hoy ejercemos la docencia, en el cual todo está hecho -la tecnología antes que nada- para erradicar el aburrimiento de nuestras vidas (¡como si tal empresa fuera posible o deseable!), ni siquiera la educación escapa a la dictadura de La civilización del espectáculo. Del profesor ya no se espera tanto que sepa mucho de su asignatura, o que sea claro a la hora de explicar, o que sea profundo y agudo en sus observaciones, cuanto que sea chévere y divertido, ojalá chistoso. Que sea capaz de transfundirles a sus estudiantes sus saberes y los secretos de su conocimiento, aunque, eso sí, sin exigirles dedicación y disciplina, porque esas son cosas que atentan contra el sagrado derecho al disfrute. Víctimas de nuestro propio invento, los educadores venimos alimentando, desde Mayo del 68, este leviatán de la felicidad a toda costa en la enseñanza, que sin embargo algunos todavía intentamos seguir impartiendo con la mira puesta no en el goce momentáneo de la risa fácil, sino en la satisfacción perdurable del que de veras aprehende para toda la vida.


A escribir se aprende leyendo, pero leyendo bien

Así como muchos ilusos leen libros de autoayuda o los escriben para aprender a vivir o para enseñar cómo hacerlo, muchos docentes de muy diversas disciplinas, entre los que destacan los lingüistas, plantean que la escritura es, pongamos, una suerte de culturismo mental que se debe practicar a diario. Olvidan esos sabihondos, seguramente porque lo desconocen, que detrás de todo aquel que escribe de veras bien (y es que está visto que publicar en revistas indexadas no es, de ninguna manera, garantía de que quien lo hace lo consiga) hay necesariamente un muy buen lector y no un lector a secas. Los muy buenos lectores leen con “total” provecho (rebañando el fondo y la forma) y se hacen, cada día que pasa, más conscientes y críticos de su escritura. Los lectores a secas, en cambio, soslayan, por descuido o incapacidad o por ambos, la forma y pervierten el fondo con esos clichés y lugares comunes en los que suelen ser tan sumamente pródigos, al tiempo que escriben tal y como leen. Ningún gran escritor puede ser un lector a secas, del mismo modo que ningún lector a secas puede devenir en un gran escritor. Bastaría con preguntar a un Ricardo Piglia, a un Claudio Magris, a un Philip Roth o a un Juan José Millás (cuatro nombres de escritores vivos todavía hoy -15 de octubre de 2014- que se me vienen de pronto a la cabeza) si la calidad de lo que escriben es el resultado de la escritura practicada a diario, o si serían los escritores que son sin las lecturas que atesoran, para que hasta el más zafio de los zafios comprendiera, de una vez por todas, que a una cuartilla escrita con eficacia la preceden cientos y cientos de páginas leídas como Dios manda.


La escuela con que sueño

Como soñar no cuesta nada, dejen que me regodee aquí en una utopía académica en la que pienso cada que me siento desmoralizado como profesor o defraudado por la cruda realidad de nuestro sistema educativo. Se trata a un mismo tiempo de un lugar abstracto y de un edificio concreto, habitado por personas solidarias, respetuosas, reflexivas y por ello tolerantes; capaces de disentir, incluso con vehemencia y desde luego sin temor, de las opiniones del otro, de sus convicciones y procederes. Un espacio a la par fictivo y real, donde no sean la intimidación ejercida por los violentos ni la mediocridad de la mayoría las que imperen en sus predios. Un territorio sembrado, no de la pereza y la desidia que gobiernan hoy y tal vez desde siempre tantas aulas de clase, sino de amor al conocimiento y de asombro ante sus posibilidades. Pero reconozco que todo esto no es más que el deseo irrealizable de alguien que, si lo apuran, sabe ser el menos optimista entre los realistas.


El esfuerzo genuino del que aprende: meritorio o insuficiente

Piénsese en un estudiante de décimo grado al que, no obstante no dársele bien las matemáticas, intenta de todas las formas posibles aprender lo que se le enseña. Piénsese en un futuro ingeniero civil poco hábil para el cálculo, materia que sin embargo él trata de entender a base de sacrificio y desvelos constantes. Suponga ahora que usted es profesor del primero por la mañana en un colegio de prestigio, y del segundo por la noche en una universidad también con buen nombre. Suponga que el año escolar toca a su fin, lo mismo que el semestre universitario y que usted está ante la disyuntiva de darles o no un “empujoncito” a ambos estudiantes, cuyos resultados en los exámenes no les alcanzan para aprobar la materia. Pues usted, tras mucho pensar en los pros y los contras que traería consigo esa decisión en cada caso, resuelve que va a tener en cuenta el esfuerzo de aquel pero no el de este, porque usted no quiere ver, al cabo de algunos años, la foto en un periódico de su estudiante universitario, coronada por un titular de prensa en el que se lee: “Ingeniero estructuralista Jorge Aristizábal acusado por el desplome de…” Y luego de publicar el 3.0 y el 2.9 que considera justos, se va a dormir con la conciencia liviana del que actuó según lo que le dictan su responsabilidad y su ética profesional y ciudadana.


Estudiantes o estudiosos

Haciendo cuentas, durante mis años de experiencia docente, cuyo principio se remonta al mes de agosto de 1998, concluyo que habrán pasado por mis clases más de diez mil personas de casi todas las edades y condiciones socioeconómicas. De variadísimos temperamentos y comportamientos, aptitudes e intereses. Individuos de ingratísima recordación, arrumes y arrumes de nombres que no le dicen nada a mi memoria o que le insinúan algo apenas. Bellísimos seres humanos y seres humanos a secas. Miles de estudiantes malos o mediocres -que a la postre son una misma cosa-; tal vez algunos cientos de buenos estudiantes y acaso algunas decenas de estudiantes excelentes. Pero, que yo recuerde, no más de cinco estudiosos.


Evaluar lo abarca todo

Y todo es todo: desde luego el proceso de aprendizaje, los saberes y los conocimientos, las actitudes y los comportamientos. La asistencia y la participación. La calidad de los conceptos vertidos en clase o el silencio que se los reserva. El interés y el desinterés. La preparación que se hace manifiesta en una intervención y la improvisación habitual u ocasional. Las mentiras que se inventan para sortear un mal paso o la honestidad con que a veces se afrontan la vida y sus circunstancias. La amabilidad y la descortesía, la dulzura y la grosería. La desidia y la mediocridad, el esfuerzo y el sacrificio, la entrega y la excelencia: estos tres aspectos antes que cualquier otra cosa.


La evaluación docente: un recurso con muchos fines

Se comprende que, así como los profesores evaluamos a nuestros alumnos con regularidad, estos deben poder evaluar, al menos una vez durante el semestre universitario o el año escolar, el ejercicio profesional de sus maestros partiendo de criterios claros y, en la medida de lo posible, objetivos. Así las cosas, para las instituciones de veras educativas, la opinión de los estudiantes en relación con quien está encargado de cada asignatura constituye una oportunidad de análisis y reflexión sobre las fortalezas y las debilidades de ese pedagogo en particular, y del conjunto de sus profesores en general. Para los que educamos con entrega y convencimiento, ese derecho que los muchachos ejercen cada tanto, con más o menos subjetividad según el caso, supone asimismo la posibilidad de examinar para mejorar, ojalá al margen de amores propios o neurosis, nuestro quehacer formador dentro y fuera del aula. Y para los muchachos a todas luces comprometidos con sus procesos de aprendizaje, se trata de la ocasión de hacerles saber a quienes les enseñan en qué aspectos están fallando y cuáles consideran sus mejores atributos metodológicos y humanos. Pero ¿hará falta aclarar, a manera de colofón, que hay instituciones que utilizan la evaluación docente para deshacerse de personas molestas (cualquier cosa que pueda significar molesto en las circunstancias que nos ocupan) y profesores y alumnos que se valen de ella como artefacto inmejorable para sus venganzas, presentes o futuras?


La excelencia en la escuela: ¿qué es?

No es, que quede claro, el conformismo del que hace escasamente lo que se le manda, o la resignación del que se convence a sí mismo de que, por no disponer de tiempo, hace a duras penas lo que puede. Tampoco es la satisfacción del que cree a pies juntillas y para no cuestionarse más de lo conveniente en las notas altas a que son tan afectos los estudiantes alérgicos a la autocrítica y los profesores deliberadamente aduladores o facilistas. Ni es, huelga decirlo, la acumulación compulsiva de diplomas y constancias de estudios, con miras a que nuestra hoja de vida cobre cada vez más sobrepeso. Sí es, en cambio, el inconformismo del que siente que todo lo hecho no será jamás suficiente y la falta de resignación del que trabaja además de estudiar pero que está dispuesto, si toca, a robarles horas a su sueño y su disfrute para entregárselas a su vocación y su aprendizaje. También es la insatisfacción del estudiante frente a ese cinco o ese cuatro con cinco que acaba de recibir de manos de un profesor que no corrigió con rigor y honestidad (concluye el muchacho tras revisarlo una y otra vez) su examen o su escrito. Y es, desde luego, la ausencia de prisa del que estudia no por el prurito de aplausos o reconocimientos de terceros, sino por el más genuino amor al maravilloso milagro de aprehender.


No perder la fe, pese a todo

Son muchos y de muy diversa índole los males que enfrenta la escuela -nuestra escuela y la de muchos otros- en los tiempos convulsos que corren. Y cada uno de esos males engendra, a su vez, uno o varios contravalores, que tienen por misión alterar aquello que antaño se juzgaba ético y deseable. Del auge avasallador del narcotráfico y el sicariato surgió, por ejemplo, la admiración bastante mal disimulada por el enriquecimiento ilícito y fácil a toda costa y la degradación del respeto por la vida humana, bazofias de las que se lucra la televisión con sus series y novelas sobre criminales y asesinos de toda laya, que terminan convertidos en los nuevos mitos colectivos de quienes cada noche esperan con impaciencia que comience el programa. ¿Y de la corrupción rampante y descarada de politicastros y ciudadanos de todos los estratos qué surgió? Pues la convicción de que quien no aprovecha la oportunidad que se le presenta para medrar económicamente o al menos para evitarse un problema mayor es un tonto. Pero que quede claro que, no obstante todo lo anterior y muchísimo más de lo que aquí no se da cuenta por razones de espacio, una educación que se imparta como es debido, si bien no puede ni podrá derrotar nunca a esos males que la aquejan, sí está llamada a convertirse en la conciencia moral y ética de sociedades desnortadas, como la nuestra.

martes, 6 de mayo de 2014

Tres libros maravillosos que el azar me puso delante

¡El destino, el hado, el fatum, que juega con nosotros y reparte como quiere la baraja!
Fernando Vallejo
¿Acaso la única ascesis posible del escritor no consiste en buscar precisamente en la escritura, a pesar de la indecencia, la dicha diabólica y la desdicha radiante que le son consustanciales?
Jorge Semprún
Somos músicas que quedan en los otros.
Osvaldo Soriano

Cuando pienso que la infancia y parte de la adolescencia se me fueron sin conocer y por ende sin haber aprendido a amar los libros, no sé si felicitarme o recriminarme. Y es que por increíble que parezca, no tengo recuerdos de profesores de la primaria o del bachillerato que nos hubieran compartido un poema, narrado o leído un cuento, sugerido o forzado a leer una novela. ¡Ni uno siquiera! Tampoco por casa, pese a haber crecido junto a un padre con fama de buen lector y en modo alguno ignorante, se paseo nunca el genio de la ficción. Como no fuera la ficción de ‘Kalimán’ o ‘La ley contra el hampa’, que oía, con el alma en vilo, de lunes a viernes en Todelar; la de los partidos de fútbol de los miércoles por la noche y los domingos por la tarde, que me pintaban el mundo de azul y blanco cuando Millos ganaba y de gris o negro cuando empataba o perdía; o la de algunas buenas telenovelas de la época (‘Gallito Ramírez’, ‘La historia de Tita’, ‘Los ricos también lloran’, ‘Mi sangre aunque plebeya’, ‘Lola Calamidades’, ‘San Tropel’…), que veíamos exultantes y en familia, por entre los crujidos del maíz pira y el mecato de paquete.

Debía de tener trece años cuando un día, no recuerdo a instancias de quién ni por qué, mi hermano me leyó, creo que sin pausa, Relato de un náufrago y tal vez catorce cuando leí, en una grabación en casetes enviada al instituto de ciegos por la ONCE, El día del Chacal de Frederick Forsyth: mi bautizo en la fe de la ficción, de la que soy devoto practicante desde entonces. A partir de aquel momento feliz y durante los cinco años siguientes, debí incluir dentro de mis actividades semanales una visita al INCI para devolver el libro ya leído y escoger, sin mucho criterio y a penas orientado por lo sugestivo del título, otra novela impresa en escritura braille o, en su defecto, en esas cintas que grababan, casi siempre, locutores de dicción perfecta y mejor lectura. De ese tiempo recuerdo algunas crónicas de Germán Castro Caicedo, algunas historias de Gabriel García Márquez, un puñado de libros de buenos escritores latinoamericanos y poco más. Lo suficiente sin embargo como para haber resuelto, ahora sí con buen criterio, que iba a estudiar una licenciatura en español e inglés, pues mi reciente gusto por los libros corría parejas con el amor por las palabras que mi oído o mi discernimiento juzgaban bellas.

Y llegó, poco antes de cumplir los para tantos añorados veinte años, la universidad y con ella la posibilidad de oír hablar de libros a los que sabían del asunto. A la profesora Gloria Rincón, cuya dialogante cátedra de literatura universal sigue representando para mí lo más parecido a lo que debe ser la enseñanza impartida por un literato; al profesor Guillermo Alberto Arévalo, cuya pasión por la novela de Cervantes se me contagió al punto y para siempre; a la profesora Bertha Osorio de Parra, gracias a quien leí, entre otras obras, Dublineses, de James Joyce y El despertar, de Kate Chopin; y al profesor Enrique Hoyos Olier, a quien debo la gracia de haber conocido a Hester Prynne y a Jay Gatsby, así como la aventura de haberme extraviado irremediablemente en el abigarramiento y el peligro de las neoyorkinas calles del Manhattan Transfer de John Dos Passos.

Me gradué en el diciembre de 1998 y seguí haciendo hasta lo imposible para leer los libros que algún día se mencionaron apenas o se recomendaron expresamente en clase, la mayoría de los cuales era menester comprar ya que la biblioteca del INCI no contaba con ellos. Una vez en mi poder, me correspondía sobornar afectivamente a alguien a fin de que, gustosa u obligada por el estrecho vínculo que a mí la unía, se sentara con una grabadora delante y leyera, con abismales insuficiencias casi siempre, la obra de turno, desde luego en voz alta y de principio a fin. ¡Y es que pocos se alcanzan a imaginar lo que es irle dando forma a una lectura deficiente a medida que la cinta corre! No obstante, sería injusto de mi parte si no aprovechara este momento para recordar a dos lectoras que seguramente nada tienen que envidiarle a la María Kodama de Borges, pues, además de sus voces acariciadoras y de su generosísima disposición, la aventura lectora resultaba alucinante gracias a su vocalización y entonación inmejorables. Sí señores: con Sandra Bogotá y con Alina Amézquita recuerdo que leí, amén de muchos otros volúmenes de cuentos y novelas, El vuelo de la reina, Santa Evita, Celia se pudre, Un mundo para Julius, Pantaleón y las visitadoras, más novelas de Vargas Llosa y de Javier Cercas y cuentos de Felisberto Hernández y… y…

Sabedor de que tenía todavía muchísimo que aprender como lector, me matriculé en 2000 o en 2001 -por inverosímil que parezca, no acierto a dar con la fecha exacta de ese suceso- en la maestría en literatura de la Universidad Javeriana, que cursé en el doble del tiempo que se tarda un estudiante ansioso de sumar ese título a su currículo. Me dije que se trataba, más que de coronar esa meta, de disfrutar todo lo posible cada cátedra de autor, cada taller y cada seminario en los que me inscribiera. También de ir leyendo, sin tanta premura, ojalá todas o al menos buena parte de las obras incluidas en los programas de cada asignatura, y de, descartando lo indeseable de la práctica pedagógica de este profesor y apropiándome de lo valioso de la de aquel, definir cuáles iban a ser las estrategias didácticas que habría de emplear en caso de que el fatum de que habla Vallejo en su epígrafe me tuviera destinado a impartir lecciones de literatura.

Como en la Pedagógica, en la Javeriana conocí o me reencontré con profesores que, a veces para mal aunque casi siempre para bien, me hicieron renegar de la academia o sentirme unido a ella indisolublemente. Entre los segundos -de los primeros no vale la pena ni hablar- se cuentan Alfonso Cárdenas Páez, de quien aprendí la mayoría de conceptos de veras útiles de la teoría literaria; Cristo Rafael Figueroa, quien fue una invaluable ayuda para la elaboración de mi monografía; Betty Osorio, con quien pese a todo recorrí los tortuosos caminos de la secta de los ciegos y, cómo no, Luz Mary Giraldo, de lejos la mejor profesora de literatura que me tocó en suerte.

Pero en esta lacónica reseña de mi historia como lector ciego (al imprimirse con tinta, los libros sencillamente no fueron pensados para nosotros) no puede faltar un reconocimiento a dos otrora compañeros de libaciones semanales, quienes, luchando contra mi testarudez de lector romántico que no estaba dispuesto a cambiar las voces femeninas de sus casetes por la que imaginaba demasiado robótica de un computador, insistieron y persistieron hasta que, más escéptico que ilusionado, accedí por lo menos a intentarlo. Y con el intento vino el súbito pero definitivo cambio de época: desaparecieron de mi estudio las cintas magnéticas y las grabadoras de periodismo, que me habían sido indispensables hasta ayer no más. Ahora leía todo cuanto quería gracias a mi ordenador y a su lector de pantalla, que a diferencia de mis María Kodamas no se extenuaban ni sufrían de las alteraciones del ánimo que les son tan propias a ellas. Ahora tenía una biblioteca virtual para ciegos desde la que podía bajar hasta cien libros al mes. Ahora mi problema no era la escasez, sino la sobreabundancia, que también me hacía sufrir: ¿a qué hora iba a leer a tanto buen escritor y tantos libros tanto tiempo codiciados si solo tenía una vida -Cómo que una vida: apenas lo que me quedaba de ellA- por delante? Ahora me fustigaba por no haberles hecho caso a Carlos Parra y al Polaco justo cuando, entre cerveza y cerveza, me empezaron a compartir su asombro.

El caso es que hoy, y luego de probar las muy distintas formas de selección que tiene un lector codicioso que se halla perdido y feliz en medio de una inmensa biblioteca, escojo mis libros -tres para leer de forma simultánea: por lo general un volumen de cuentos, una novela y uno de no ficción, o uno de no ficción y dos novelas o…- ayudado por el bendito azar, que decide por mí. Así fue como llegué, hace poco más de un mes, a tres de esos libros inolvidables que nos hacen prometer mientras los leemos con ganas de que nunca terminen que algún día, ojalá no muy lejano, emprenderemos la relectura a que su inteligencia nos obliga.


Peroratas

No soy experto en nada ni me afana serlo, pero si algún día alguien me preguntara que cómo se puede leer a Vallejo con eficacia, le diría que hay, a mí juicio -el de otros, en este preciso momento, carece para mí de importancia-, dos caminos que necesariamente llevan a un mismo sitio: a la conclusión de que nos hallamos ante un escritor que, como pocos -poquísimos-, de verdad posee un estilo literario propio e inconfundible y, por contera, inimitable. Es decir, único e irrepetible. El primero de esos caminos va de Peroratas a su ficción y, el segundo, en sentido contrario. Justamente la forma en que yo lo he leído: de Los días azules y Los caminos a Roma y La virgen de los sicarios y La rambla paralela y Entre fantasmas y El fuego secreto y El desbarrancadero y Años de indulgencia a este libro maravilloso publicado por Alfaguara en 2013.

(Empero, no fue ninguno de esos tomos de la gran novela del escritor antioqueño lo que yo de él primero leí ni como tuve noticias de su existencia imprescindible, sino una entrevista suya en un periódico que un gran amigo de años de pregrado me leyó, asombrado como yo con tanta hondura. En ella, el entrevistador le preguntaba (como apelo a duras penas a mi frágil memoria y como no quiero confrontar ese recuerdo con un seguro hallazgo tras una busca paciente en la internet, me sabrán disculpar las imprecisiones) sobre una solución a nuestro más que tripartito e interminable conflicto armado. A lo cual, recurriendo a su ironía clarividente, contestó nuestro heresiarca poco más o menos lo siguiente. Imaginemos que en nuestro poder obra un arsenal atómico con el que podemos exterminar hasta el último guerrillero, hasta el último paramilitar, hasta el último policía y militar, hasta el último político y -no sé si invento- hasta el último cura. Y pregunta y se pregunta acto seguido: ¿resolveríamos así el problema? Un no rotundo fue lo que inmediatamente oí de labios del amigo que me leía, seguido por la explicación más lúcida que nunca antes nadie ni nunca después me haya podido dar nadie para esta certidumbre que me embarga desde siempre de que nuestros problemas de pueblo violento son insolubles: pues porque quedan los colombianos, dijo, dejándome cegado con tanta luz y resuelto a leer cada una de sus publicaciones y cada una de sus entrevistas en los medios.)

Los lectores que cultivan una especial querencia por un escritor que les ha calado hondo con sus libros y sus palabras, seguramente entienden la impaciencia y la devoción con que cogí Peroratas, lo apreté entre mis manos, le retiré el plástico con que en la editorial lo cubren para que no se aje intempestivamente, lo olí abriéndolo al azar y lo ojeé por todas partes antes de disponerme para el acto más íntimo que conozca el ser humano; tan íntimo como la oración a solas, pero muy superior a ella por su duración y su intensidad, que rebasan con creces las de cualquier plegaria e incluso las de cualquier coito -el cual, por requerir de dos, termina no siendo tan íntimo como se cree-: para el sacro acto de la lectura. Del que no esperaba, créanmelo, ni novedades ni enmiendas ni vacilaciones; solo reiteraciones y convencimientos y verdades personales que acaso busquen persuadir mas no imponerse. Jamás imponerse.

Y no andaba yo errado. En Peroratas me fui topando, texto tras texto, con las “machaconerías” que definen la unicidad del pensamiento de Fernando Vallejo y que lo diferencian del resto de los mortales de su época y de las precedentes. Con su desprecio no a las mujeres por simplemente serlo sino a las paridoras irreflexivas; con su conminación a detener a todo trance la reproducción insensata de los insensatos; con sus ataques desembozados contra esas iglesias -¿cuál no?- Que propugnan la irresponsabilidad de la procreación indiscriminada. Con su amor por los animales y su defensa sin tregua a favor de aquellos que, como los humanos, tienen un sistema nervioso complejo; con sus arremetidas en contra de los taurófilos y de quienes se divierten matando, sin aventurarse a ningún riesgo, elefantes y osos; con su devoción al recuerdo de su Bruja, amor que solo puede equipararse al que le inspira el recuerdo de su abuela Raquel Pizano. Con su desaprobación a los políticos de toda laya y a los papas de cualquier época. Con su inquina contra las narraciones omniscientes y los escritores que apelan en sus relatos a los narradores que se hallan por fuera de la diégesis. Con su infinito amor por Colombia, disfrazado de odio en sus diatribas.

Pero Peroratas es mucho más que reiteraciones y convencimientos y verdades personales. Es, cómo negarlo, la constatación de que en Fernando Vallejo residen, a más del “novelista” -tengo para mí que para su ficción habría de crearse otro nombre o nominar un nuevo género narrativo-, un ensayista provisto de agudeza y erudición a espuertas, al tiempo que un periodista de investigación indócil y dispuesto a publicar sus hallazgos, trátese de quien se trate el encartado.

Entre sus ensayos destacan ‘El gran diálogo del Quijote’, un texto en el que, con su impronta inconfundible, abunda en las revelaciones que tres lecturas de la novela de Cervantes han propiciado y en el que les espeta a esos que se lo toman demasiado en serio a él como escritor que “para mí todos los libros son mentira: las biografías, las autobiografías, las novelas, las memorias…”. ‘La verdad y los géneros narrativos’, donde pone a prueba su método y su incisión para validar hipótesis que juzga acertadas en lo tocante a muy diversas formas de narrar y donde el lector puede hallar esta afirmación suya bastante en consonancia con la anterior, que echa por tierra el infundio que propalan muchos en el sentido de que nos encontramos ante un sectario y un intransigente a su manera: “La verdad cambia según las épocas, los idiomas, las religiones, las personas, y no bien pasan los hechos éstos se embrollan en las memorias, y las palabras que dijimos o que dijeron otros se las lleva el viento. La verdad no existe; existen muchas verdades, cambiantes, una para cada quien y según el momento”. ‘Leyendo los evangelios’, donde con la misma desenvoltura que exhibe en el ensayo dedicado a don Quijote se aplica a desnudar las fisuras y las inconsistencias de los escritos de “don Mateo, don Marcos, don Lucas y don Juan”, que salen harto mal librados luego del examen. Y ‘Los crímenes del cristianismo’, un texto que compendia su bien conocido tratado La puta de Babilonia.

Por otra parte, el encartado de su ejercicio de periodismo investigativo es nada menos que “Juan Carlos Borbón, alias su majestad don Juan Carlos I de Borbón”, quien en el otoño de 2004, en los aledaños de los Cárpatos, “mató a escopetazos a nueve osos, una osa gestante y un lobo y dejó malheridos de bala a varios otros animales que medio centenar de ojeadores le iban poniendo a su alcance de suerte que los pudiera abatir alevosamente”. Y como Coronell cada semana, salvo que con mayor valor y temeridad por ser quien es su diana, el escritor carga contra el monarca, a quien tilda, para comenzar, de “mujeriego, buen vividor, borrachín y corrupto”. De “bellaco”, “pobretón”, amigo de delincuentes e “inmoral”. De “torpe de lengua”, compinche de dictadores, limosnero y mal pagador. De cómplice de presidiarios y prófugos de la justicia, “impúdico monarca”, “zángano real” y nieto de reyes frívolos. De descendiente de déspotas tarados y vergüenza de la humanidad. De todo eso lo acusa sin temer represalias; sin preocuparse de la amenaza que representa, al decir del propio escritor, el artículo 490 del código penal español. Que a él no le da alcance porque lo suyo no son calumnias ni injurias. Lo suyo son valor y argumentos.


La escritura o la vida

Ya sé que es una perogrullada -¡qué lo va a ser!- afirmar que, a la hora de emprender la escritura de un libro, todo buen escritor pone mientes en quién habrá de ser su lector. En cuánto talento y conocimiento habrá de tener quien se siente ante ese texto suyo para dialogar de tú a tú con él o siquiera para arrancarle un mínimo provecho. En quién definitivamente queda excluido de la aventura, ya sea por falta de destrezas lectoras o por carencias culturales. Y también sé que lo es -¡qué va a serlo!- afirmar que, incluso si el posible lector satisface plenamente las “exigencias” del autor, hay obras que no consiguen seducirnos, por muy dispuestos que estemos a dejarnos conquistar por ellas. Pues bien, mi encuentro con este volumen de las memorias de Jorge Semprún que muchos llaman novela y que comienza con una imagen que combina perplejidad y vacilación en iguales cantidades, estuvo presidido por la buenaventura de ser yo, si no su lector ideal, al menos un interlocutor capaz de debatir con él de modo sensato e incluso inteligente, y por la dicha de haberle hallado, desde el mismísimo título, el tono y el ritmo y la forma y el fondo.

El autor sabía, y lo fue corroborando a través de los años, que la inmediatez de los hechos de esa guerra de que fue testigo y víctima -más lo primero que lo segundo, según concluye en distintos momentos de la narración- le habría conferido a un texto que hubiese empezado a escribirse a poco de su paso por los horrores del campo de exterminio de Buchenwald un tono tal vez demasiado vindicativo y dolorido; en absoluto depurado por el paso del tiempo, que es sin duda el único que logra cauterizar las heridas más hondas. Y sustentado en esa certidumbre, supo esperar cuarenta y dos años para acometer la escritura del único libro que no habría querido morirse sin terminar y sin publicar, para lo cual hubo de trabajar, si bien con ciertos intervalos, siete largos años de una vida regida por la paciencia a que se ve obligado aquel que lo que persigue no son los premios literarios, ni la figuración en los medios, ni la fama o la riqueza que se derivan de ella, sino la posteridad en el parnaso. Se trataba, pues, de hallar la distancia justa con respecto a lo que presenció y padeció para que el tono, madurado por los decenios transcurridos, no fuera simplemente el de quien señala con el índice y adjudica responsabilidades, sino el del intelectual capaz, si no de explicarlo y explicárselo todo, al menos de reflexionar y sopesarlo todo. De revivirlo y recrearlo todo para que el lector, atónito a veces e indignado las más, concluya lo que su penetración le permita.

Resulta pasmoso, por otro lado, que una obra como esta de Semprún, tan erudita y profunda en sus disquisiciones, tan culta y de miras tan elevadas, se haya erigido sobre cimientos tan musicales y rítmicos. De proposiciones cortas e incisivas (“Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana, en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio”), La escritura o la vida, cuyo primer título amenazó con ser La escritura o la muerte, es dueña de un fraseo que no es el característico del ensayo literario, del que por demás participa. Tampoco el del cuento o el de la novela, con los que tiene nexos que saltan a la vista. Ni siquiera el de la poesía, de la que tan a menudo se nutre y en la que a menudo incursiona sin complejos (“Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir […], el labio fértil”). El suyo, en cambio, sí es un fraseo que flota por sobre los géneros y las posibilidades, limitadas de la mayoría. Un fraseo que trasciende épocas y maneras de contar, sin que se apegue a ninguna en particular aunque valiéndose de todas con gran inteligencia.

Pero si el tono y el ritmo de este libro maravilloso que el azar me puso delante son dignos de exaltación, cuánto más la forma, que no se resigna a simplemente deslinealizar la secuencia de los sucesos de la ficción. Porque Semprún es, que no nos quepa duda, un escritor “demasiado” ambicioso como para querer seguir porfiando en la utilización a secas de esa técnica explotada hasta la extenuación de sus recursos, desde hace ya tanto tiempo y por tantos y tantos escritores de todas las latitudes. De modo que se propone, y consigue, resemantizar la revolución que supuso la ruptura de la más estricta cronología dentro del discurso narrativo, tomando algunos de sus elementos y transformándolos a su antojo para que le permitieran contar algunas de sus peripecias vitales como seguramente le habría gustado que otros le contaran las suyas: retándolo a él y a su inteligencia para que le pusieran orden al caos.

Y es eso, justamente, a lo que el lector de La escritura o la vida se ve abocado: a estudiar los mil pedazos del edificio narrativo que yacen dispersos por todas partes y a buscarles acomodo en la estructura de la trama; a irla erigiendo poco a poco, cerciorándose de que cada analepsis case con su prolepsis y de que cada presente de la narración cobre sentido a partir de cada presente de la escritura; a irle dando forma a un mundo que tiene la particularidad de que se reconstruye con cada nueva lectura ingeniosa o permanece increado tras cada lectura fallida. Una característica no de la narrativa en sí misma y por sí misma, sino de las mejores invenciones literarias entre las que, sobra decirlo, destaca este segundo acierto editorial que aquí se reseña.

Las secuelas de la guerra reflejadas en la expresión de una mirada, la imposibilidad de que la imaginación se figure el horror que de otros hizo presa, la poesía que con él pugna para impedirle que lo cubra todo, el estupor que causa en algunos combatientes la muerte del “enemigo”, el desasosiego que esa muerte pero ahora pútrida de los amigos causa en el ánimo de quien la acunó en sus brazos. La paulatina apostasía política a que conducen unos principios aprendidos de las no escritas leyes de los dioses, la soberbia del intelectual que ni siquiera las humillaciones de esa guerra consiguen doblegar, la persistencia de las huellas de ese horror en apariencia superado en las pesadillas del presente, el retorno a un bosque de la belleza vital en forma de alas y de trinos, la trascendencia de algunos encuentros casuales que dejan de serlo tan pronto se producen. La inefabilidad de esa mirada que le capta al cuerpo de que procede amores de ocasión, la tortura que saca a ese cuerpo del letargo en que vivió hasta entonces, las libaciones de posguerra que aúpan al que se entrega a ellas al éxtasis o lo hunden en la desesperanza, la incomunicación que se produce entre los implicados en la guerra y los ajenos a ella, la saludable evitación de cualquier discurso victimista. La moral intransigencia con los crímenes por razones políticas procedan de donde procedan, la erudición de quien consagró toda su vida a las lecturas más exigentes, la subversión de la buena literatura frente a los mitos de las ideologías de todo tipo, el exilio como oportunidad de arraigar en una segunda patria donde se termina por no ser extranjero, el providencial acto de valor de un desconocido que nos preserva la vida. Veinte temas de una “novela” sin fondo, no porque no tenga ninguno sino porque no se puede dar con él, por más que se alcancen sus entrañas y entre ellas se bucee.


Memorias del Míster Peregrino Fernández

Los que compartimos las manías -benditas sean- por la literatura y el fútbol, coincidimos siempre o casi en torno a los mismos nombres: Eduardo Sacheri, Mempo Giardinelli, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Albert Camus, Milan Kundera y, desde luego, Osvaldo Soriano: el único que jamás está ausente de ninguna lista. Porque decir que se la ama a ella tanto como a él o viceversa y no conocer la obra del artífice de lo que algunos han denominado “realismo mágico patagónico”, equivale a afirmar que se es un devoto de la música culta que no obstante no sabe quién fue Christoph Gluck. Y no exagero un ápice.

Creador o recreador (su ficción nos hace sentir a cada paso el peso de lo autobiográfico) de personajes rocambolescos o, si se prefiere, peculiares, Soriano construye uno que llega a superarlo a él en fama. Procedente de la bruma del mito que define su vida mejor que nada, el Míster recala en la Patagonia que habita el autor para poner del revés con sus excentricidades de entrenador el fútbol que allí se practica y para sellar, con este gesto y sin saberlo o posiblemente presintiéndolo, un destino común que al cabo de décadas habrá de concretarse: “Peregrino Fernández desapareció de un día para otro, pero antes de irse dejó un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y mal hilvanada: ’Cuando Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados va a ser un crack’.” Con todo, su concreción poco -muy poco- tiene que ver con el acierto de ese vaticinio y mucho -muchísimo- con la imaginación literaria y la pasión por el cuero.

Hubieron de pasar bastantes años -décadas en todo caso- para que el otrora director técnico y el futbolista que jamás pasó de ser una promesa se reencontraran, ahora en circunstancias más dialógicas que deportivas, y echaran a andar aquella labor conjunta que la vida les tenía reservada: escribir, a cuatro manos, la biografía de este hombre viejo y ya casi ciego, reducido a una silla de ruedas, desde la que empieza a dictarle a su amanuense sus memorias:

“Imagínenme así: un metro setenta y cinco, más bien flaco, bigote ancho como el que llevaba mi abuelo a principios de siglo. Ha vuelto a ponerse de moda. Pelo abundante y descuidado, patillas cortas. Llevo sombrero tumbado a media frente. Tengo carácter huraño y alma de calefón. Me lo dijo una chica que crucé en Marsella el día que escapamos de la gran guerra, allá por el año treinta y ocho. Ahora ya lo saben: me derriten las palabras amables y las mujeres que fingen timidez. Me llamo Gustavo Peregrino Fernández, pero la profesión me privó del primer nombre y me regaló otro, doctoral y vulgar: Míster. Míster Peregrino Fernández, entonces. Llevo muchachos a correr por los potreros de algún olvidado rincón de la patria. Trato de que se porten bien y dejen en la cancha lo mejor que tienen. Que no corran como poseídos detrás de la pelota. Voy de acá para allá por la parte fea del mundo. Soy un ganador incomprendido, corro por la sombra, tomo trenes y colectivos bajo la tormenta. Estoy en un rincón de la Patagonia en el año cincuenta y ocho…”: una caracterización que lo entronca con los de la estirpe del Maqroll de Mutis.

El lector no sabrá jamás si el escritor tuvo alguna vez la intención de modelar según su criterio literario los recuerdos de su narrador y protagonista, o si este comienzo tan auspicioso lo disuadió de hacerlo. Lo cierto es que Soriano, que acude cada tanto al hospital geriátrico en que Fernández se encuentra recluido, oficia “apenas” de transcriptor del pasado de su personaje, que en vano lo conmina a que borre aquello de allí o a que morigere esto otro. Su trabajo consiste, se infiere a la postre, “escasamente” en pasar de la grabadora con que uno se lo figura delante de sí al papel las palabras del discurso febrático pero coherente del anciano, que ha vivido mucho y leído más. Y es que el Míster Peregrino Fernández es, ante todo, un lector de tiempo completo que va desgranando sus historias inverosímiles desde la gavia que ocupa en tierra. Un contador de empresas y tribulaciones y peripecias siempre festivas que nunca dejan al lector indiferente. Tal vez vacilante, pero no impertérrito, porque lo maravilloso -y estas memorias lo son- se caracteriza justamente por precipitarnos en la sima sin retorno del asombro.

Así pues, en este tercer libro que el azar me puso delante fluyen, ingrávidos, los diálogos. Lo mismo que lo hacen la prosa de los recuerdos propios y la escritura ajena. En él nada hay descolocado. Nada hay forzado u obligado a figurar sin quererlo. En él todo cuadra, todo encaja. Todo: el lunfardo anacrónico de Arlt que el memorioso “escritor oral” recuerda al pie de la letra; sus amistades probables o improbables con los notables de otros tiempos que ahora son historia; sus infundios manifiestos y sus verdades fantasiosas; sus amaños de argentino que no concibe la derrota. Pero antes que nada su mirífica distorsión a lo culebrero paisa de la realidad, con lo que concluye este recreo crítico:

“En el estadio me tuvieron cuatro días encerrado comiendo papas y porotos hervidos, entrenando con los mutilados de guerra. Yo casi era uno de ellos. Tenía una rajadura en la frente que cada vez que cabeceaba me dejaba loco. Una costilla fisurada por una patada que me habían dado en el campo de concentración por lavar mal las cacerolas, así que ni pensar en parar la pelota con el pecho. Las piernas me funcionaban más o menos bien y esa era una gran ventaja respecto de mis compañeros. Tenía que pensar cómo darle los pases a cada uno según sus carencias: al wing derecho le faltaba el ojo izquierdo, de manera que no vería nada que le tirara para ese lado. El centrojás llevaba un corsé en el cuello y no podía cabecear ni mirar a los costados. El insider izquierdo, ya te conté, era rengo y apenas se desplazaba a los saltos. En cambio, el wing era un gurrumín medio sordo a causa de una granada que cayó en su trinchera y tenía que manejarlo por señas. Tarmanowsky era manco, pero se defendía bastante bien. Me tranquilicé un poco cuando me dijeron que los del Estrella Roja estaban todavía más estropeados que nosotros porque venían del frente sur, donde los alemanes les tiraban con metralla, granadas y bombas incendiarias. Me anticiparon que el arquero calzaba botas ortopédicas y que el back central sufría amnesia continua, es decir que ni siquiera sabía qué partido estaba jugando…”.


Epílogo con gratitud

Muchísimos hay que, aquejados de bibliofobia, desconocen los deleites de la lectura. Muchos hay que, conociéndolos, no se entregan a ella con la devoción que se requiere. Algunos hay que, entregándose, escaso provecho sin embargo obtienen. Pocos hay que, obteniéndolo incluso, conquistan la autonomía. Poquísimos hay que, autónomos de veras, juegan con las posibilidades y proceden con criterio. Con el tiempo, llegué por fin al último de estos estadios: el único en que un lector puede ser auténticamente feliz. Claro está que no sin haber sufrido antes el primero, el tercero y el cuarto.

sábado, 18 de enero de 2014

Ni Dios, ni el Diablo. ¡El fatum!

La cara es un lugar lleno de misterios y es contenedora de mucha información encriptada.
Juana Anzellini
La distribución de la cara sobrepasa la evidencia: dos ojos, una nariz y la boca. Círculos y líneas básicamente.
Juana Anzellini

A ver: ¿cuántas de las personas que en el mundo son han leído con inteligencia un mismo cuento o novela corta, novela extensa o libro de poemas, biografía o autobiografía, testimonio u obra de teatro? ¿Cuántas se habrán quedado en trance estético frente a un mismo cuadro o se ven escindidas de sí mismas mientras absorben por el oído las notas de un mismo concierto para solista y orquesta o las de una misma sinfonía? Ahora bien: ¿cuántos de los ciegos que en el mundo son -muy a su pesar seguramente- habrán leído literatura sobre ciegos o cegueras? ¿Y cuántos de esos que tal vez lean se habrán topado con, por solo mencionar dos, el Informe sobre ciegos o el Ensayo sobre la ceguera? ¿Cuántos “videntes” sienten por los ciegos y por la ceguera no lástima, ni indiferencia o fastidio; no pasajera curiosidad, ni admiración o incredulidad desmedidas sino fascinación genuina a lo Fernando Vidal Olmos? ¿Cuántos? ¿Y cuántos de esos a los que la ceguera y los ciegos arroban van más allá de su arrobamiento y buscan en la literatura y la pintura -tan demasiado cicatera esta última con ella y con ellos- lo que la vida a menudo les niega, a saber: el hallazgo de ciegos reales y de los rostros tan dispares de la ceguera que es, no obstante sus mil caras sin espejo, un fenómeno que paradójicamente se nos antoja monolítico?

De que las casualidades existen, no me cabe duda. Ni la menor. Lo que ocurre es que esta casualidad de que les voy a hablar era tan improbable que, si mi escepticismo religioso no hubiera estado a la sazón fundado en reflexiones para mí tan inapelables, habría ipso facto comenzado a creer en los milagros de un dios único, por lo demás bastante improbable. La cosa sucedió de la siguiente manera.

Me había bajado de un colectivo hacía diez minutos justo en la esquina de la carrera cuarta con la calle 19 en pleno alboroto de las siete de la noche, recorrido entre vendedores ambulantes y bebedores de principios de semana las dos cuadras que me separan del Eje Ambiental y enfilado por los canales que lo orillan rumbo a mi apartamento en las torres Gonzalo Jiménez de Quesada cuando, de repente y de no se sabe dónde (o más bien, sí se sabe: de la nada), una mujer se detuvo frente a mí y me preguntó, sin el menor preámbulo, si conocía El país de los ciegos de G. H. Wells. Mi sí rotundo la hizo aún más desinhibida y, mientras me ayudaba a cruzar la carrera segunda, me comprometió, luego de cambiar unas palabras más de presentación y de despedida en la esquina por la que siempre tuerzo hacia mi casa, a conversar en una próxima ocasión sobre mi vida y su obsesión: la ceguera, que ansiaba poder apresar en su estudio de Suba.

(De haber existido mi diario aquel día que no logro precisar, de seguro habría dejado constancia en él de semejante coincidencia, con mucho la más asombrosa de cuantas mi memoria dio cuenta tras el agotador esfuerzo a que la sometí. Supe de inmediato que si a Juana Anzellini el encuentro le representaba una puerta abierta hacia los misterios de la secta de los ciegos, a mí me suponía la oportunidad tan anhelada de conocer a alguien que fuese capaz y estuviese gustoso de verbalizar los detalles de algunas piezas artísticas que me habían cautivado por una descripción somera leída en algún periódico o escuchada en la radio o en la televisión. Me dije incluso que el intercambio, ideático más que de ideas, debía permitirnos construir algo al alimón: por qué no una “novela pictórica” o una serie de “cuadros narrativos”. Gracias a que ella era una artista que leía y yo un lector ciego que forjaba imágenes mentales, el experimento no se insinuaba en modo alguno inviable.)

Nos reunimos por primera vez una mañana de un día cualquiera de entre semana y decidimos que la charla que íbamos a tener, bien merecía la pena música de rocola y unas cervezas. La cantidad daba igual, pues cuando uno traba conocimiento con otro que también tiene mucho que decir y que contar, lo menos que debe hacer es imponerse límites. Y sin límites de ninguna índole nos instalamos en una cantina de las que hay cerca de mi casa, con borrachos madrugadores que no perdían oportunidad de lisonjear a esta mujer que allega los atributos físicos que gustan a tantos hombres: estatura superior a la media, piel blanca -muy blanca-, ojos claros y me imagino que algo, o mucho, de formas voluptuosas no sé qué tan visibles para los importunos adoradores de Baco que a semejante hora ya se dejaban el dinero en aquel sitio. Pero vayamos al grano.

Le conté que trabajaba en el departamento de lenguas de la universidad Pedagógica Nacional; me contó que había estudiado en la universidad de Los Andes y que trabajaba de profesora asistente de un tío suyo, profesor a su vez allí en el departamento de arquitectura. Me habló con entusiasmo de aquella novela de Saramago que yo repudié nada más leerla; le hablé con entusiasmo de la tercera parte de la de Sábato y de su precursora, titulada El túnel. Oí con asombro su bibliografía teórica y de ficción sobre la ceguera y los ciegos, el asunto que nos convocaba aquella mañana y nos obsesionaba siempre; tomó nota de algunas sugerencias literarias al respecto, que con el tiempo fue leyendo con la avidez que nunca vi en mis estudiantes de lenguas. Se enteró de que la ceguera, al contrario de lo que los “videntes” piensan, no son las tinieblas en que nos imaginan sumidos cada minuto de cada día de nuestras vidas; Confirmé aquella mañana que el concepto de la ceguera resumido en la ausencia absoluta del color y la luz, y más aún de la oscuridad (el cual consigue aproximarse modestamente a la nada visual de los ciegos), resulta incomprensible incluso para personas que, como Anzellini, tienen la facultad de transformar en imágenes visuales -y táctiles en su muy peculiar caso- sus reflexiones y visión del mundo. Hablamos horas y dejamos cabos sueltos que con el tiempo hemos ido atando. Pero la conversación, matizada de libaciones poco espaciadas, recayó en el fútbol practicado por los ciegos: el origen de su último proyecto artístico, no porque su trabajo tenga en absoluto que ver con esa modalidad de ese deporte, sino porque fueron algunos de mis compañeros de equipo quienes le permitieron a mi amiga hacerse con las primeras fotos para su serie de retratos de personas ciegas.

Es decir que concluido ese primer encuentro, ya habíamos acordado una hoja de ruta en la que yo obraría apenas de contacto entre la artista y ciegos de distintos ámbitos que accedieran a dejarse fotografiar. En paralelo, ella avanzaría en la resemantización de ese material hasta el momento en que se pudiera realizar una exposición. Cuya inauguración tuvo lugar el día 4 de mayo de 2013 en la galería ‘Las Edades de Bogotá, luego de una labor ardua e ininterrumpida que según mis cuentas le llevó más de tres años:

“Se trata de un grupo de trabajos que reflexionan alrededor de la ceguera. Para mí, la ceguera es parte intrínseca de la experiencia vital de cualquier persona y se manifiesta casi como una pasión: se impone bien sea sobre la percepción o el entendimiento (uno no ve lo que no quiere ver y muchas veces no entiende lo que no quiere entender). A través del proceso de elaboración de cada una de estas piezas, aparecen preguntas que me acercan a los límites de la percepción de lo tangible. El resultado técnico de estas obras surge a partir de un cuestionamiento permanente en torno a la forma de percepción de las personas invidentes, pero también pone en evidencia los límites de la mirada. Al hacer una incisión sobre una superficie pulimentada se generan dos tipos de percepción al mismo tiempo: una a nivel visual y otra a nivel táctil. Y es precisamente este lugar a caballo entre lo visual y lo táctil, el lugar que me interesa habitar. Con esto, intento desafiar los sentidos y plantear otro tipo de experiencias sensoriales frente a las superficies bidimensionales que imperan en el mundo del arte. De esta manera se abre la posibilidad de hacer cruces entre los sentidos y elaborar diferentes tipos de lectura ante la imagen”, le concretaba mi amiga a uno de los periodistas que se interesaron por su exposición, que nominó VER Y NO VER.

Que sea el momento de expresar que de esta reflexión sobre su trabajo comparto con Anzellini el que la ceguera es “parte intrínseca de la experiencia vital de cualquier persona” y encuentro audaz eso de que el sino de Homero, Tiresias, Edipo y tantos otros inmunes al olvido humano se manifieste -déjenme prescindir del adverbio- “como una pasión” que altera -o deja incólume- la percepción o el entendimiento. ¿Pero será cierto eso de que “uno no ve lo que no quiere ver y muchas veces no entiende lo que no quiere entender”? ¿No será más bien que hay personas que no ven lo que no pueden ver (¿cómo conseguir por ejemplo que alguien cualquiera descubra la angustia y la desesperación detrás de ‘El Grito’, de Munch?) y que no entienden lo que no pueden entender (¡cómo disuadir a la turba de que linche al matricida que procedió instigado por el amor y la compasión a ese ser que sufría!)? Por otra parte, yo también me sigo preguntando a diario sobre las formas en que los ciegos percibimos la realidad o lo que pretende serlo, al igual que sobre los confines de la mirada, que trasciende lo ocular. Y lo trasciende la artista con estos retratos hechos para mirar y tocar; para acariciar y dejar impresa en sus superficies la pátina futura de un trabajo arriesgado y ambicioso que yo habría expuesto bajo el título (sustituyendo la conjunción copulativa ‘y’ por la disyuntiva ‘o’) VER O NO VER, porque al menos para mí está claro -clarísimo- que, así como existen quienes nacieron para mirar hondo, existen, y en cantidades muy superiores, los ciegos físicos, que también pueden integrar otras categorías; los ciegos intelectuales, a quienes natura desheredó parcialmente o del todo; los ciegos morales y los religiosos; los ciegos políticos y los artísticos; los ciegos… Los ciegos que, al margen del tipo de ceguera que padezcan, se caracterizan por no poder -claro que los hay que no quieren, aunque son los menos- percibir lo evidente o lo sutil, y por no poder -claro que los hay que no quieren, aunque son los menos- entender lo que no comporta ningún esfuerzo o lo que requiere uno grande.

Epílogo con esperanza

Después de haber conocido a Juana Anzellini (uno de esos escasísimos seres humanos no destinados para clon gracias a que están dotados de unicidad) en condiciones tan inverosímiles que solo dejan cabida al azar, y de haberla acompañado (en la medida de lo posible) en el proceso creativo de sus ciegos, como cariñosamente los llama, me queda por agradecerle a la vida -tan jodidamente predecible casi siempre- la suerte que me deparó la noche en que, caminando en sentidos contrarios, los dos nos encontramos y empezamos a forjar sin tardanza una amistad que hasta hoy dura y que ojalá dure mucho tiempo más. Ella sabe que tenemos entre manos un proyecto artístico que parte de la literatura y que, caso de llegar a materializarse, constituiría una fuente inagotable de creaciones estéticas de las que ella sería la artífice y yo, cómo decirlo, su vehículo.