domingo, 8 de septiembre de 2013

Los cuentos de Manuel Rivas: sus más bellos personajes y sus mejores historias

Mi primer día de colegio fue uno de principios de febrero de 1980. Tenía cinco años y hasta aquella mañana, las únicas veces que me había separado de mi madre se podían contar en los dedos de una mano y sobraban.

Recuerdo que llegamos en un taxi hasta la puerta del instituto de niños ciegos en que pasé, a razón de ocho horas diarias, los siguientes siete años de mi vida. Recuerdo que sonó aquel timbre estridente y se abrió aquella puerta diminuta por la que pasamos mi madre y yo de su mano, que me asía con amor y fuerza. Recuerdo que Nos sentamos en el escalón que bordeaba uno de los patios de aquel colegio, donde jugaban niños de mi edad y muchachos más grandes. Pero Mis ganas de jugar se volvieron deseos de morirme cuando ella me dijo que se iba. Viéndome llorar inconsolable, sordo a la promesa del rencuentro de por la tarde, lloró conmigo, al tiempo que me acariciaba y me besaba. Tal vez fue entonces cuando oí por primera vez la voz de Oscar Saúl Cortés, preguntándonos a ambos por qué llorábamos. “Es que es nuevo en el instituto y piensa que lo vamos a dejar aquí y que nunca va a volver a la casa”, le respondió mi madre. De inmediato, ese ángel enviado por el dios en que de niño creí me llenó de ilusiones de felicidad, de amigos y de aprendizajes nuevos, y me prometió que estando él en ese colegio, no me faltarían la protección y los cuidados que con ella se iban. Y cumplió. Pese a ser aún tan pequeño, cumplió en la medida de sus posibilidades.

Ya podrán imaginarse lo que significan para mí ese amigo de infancia y su desprendimiento: nada menos que la primera persona ajena a mi familia dotada de belleza y la primera lección de bondad que me enseñó la vida. Que más tarde, sabiéndose incapaz de colmar mi afán de conocerlo todo y a todos, transigió en alternarse con la literatura mis provisiones de historias y personajes.

Historias las hay de todo tipo: vulgares y pasmosas, sórdidas y monásticas, inverosímiles y verosímiles, malas y elaboradas, mediocres y audaces. Personajes, también existen de cataduras muy diversas: inolvidables por crueles o afables, prescindibles por planos o repetidos, insoportables por ufanos o apocados, soberbios por bien construidos, bellos por buenos o malos. Las historias de los relatos de Manuel Rivas jamás son vulgares o mediocres, malas o inverosímiles. Lo que no supone que siempre sean verosímiles y pasmosas, elaboradas y audaces. Simplemente las hay buenas y mejores. Sus personajes, como sus historias, si los hay mediocres o vulgares, no lo son por incapacidad del escritor, sino porque son de un natural vulgar y mediocre. Todos tienen justificación literaria. Simplemente los hay bien logrados o bien logrados y además bellos por la razón que sea.


¿Qué me quieres, amor?

I
Don Gregorio no es un profesor a secas. Tampoco un pinche docente. Es un maestro. Un hombre de su tiempo y también de los otros, que malvive de la educación pero a la educación consagra su vida. Un pedagogo que comprende que para los niños que se llegan por primera vez a ella, “la escuela” es “una amenaza terrible”; “una palabra que “se blande “en el aire como una vara de mimbre”. Un educador comprometido que tiene en sus manos la responsabilidad de desvirtuar el poder ominoso que cargan esas palabras con que los adultos buscan, aterrorizándolos, sofrenar a los niños: “¡Ya verás cuando vayas a la escuela!”.

Pero lo que ve ante sí Pardal, un narrador que usa de la retrospección y quien es otro protagonista del relato con el título más bello del mundo, es a un maestro en absoluto indiferente con ese miedo que ayer lo empujó a huir del salón de clases y a mearse en la ropa y a perderse todo el día en los extramuros de la ciudad. A un hombre con “la cara de un sapo”, pero de un sapo sonriente, que lo recibe con una caricia en el cachete y de la mano lo conduce al escritorio destinado para el profesor, desde donde lo presenta a sus compañeros y pide para él un fuerte aplauso de bienvenida. Los recelos del niño ya no existen. El Mal de escuela, al menos de momento, se ha disipado.

En lo sucesivo, la relación maestro-alumno va a experimentar una cercanía a la que no son ajenos los padres de Moncho, quienes convidan a don Gregorio a meriendas que la madre prepara con esmero e incluso le obsequian un vestido confeccionado por el padre en su sastrería. Ellos no encuentran reprensible, justamente porque no lo es, que haya sábados y festivos en que el niño ávido de saber y el hombre gustoso de enseñar vayan juntos por ahí de excursión; que recorran las orillas del río en busca de insectos para la clase de los lunes; que canten “por los caminos como dos viejos compañeros”. Y con seguridad jamás habrían puesto reparos a ese vínculo propiciado por el amor al conocimiento si el maldito fanatismo político y el miedo que desata en los que son sus víctimas no hubieran irrumpido con la violencia con que irrumpieron en la España de los treinta y posteriores.

Ahí está don Gregorio entre los republicanos declarados y los sospechosos de serlo, expuesto como ellos al escarnio público de los que convencidamente son sus enemigos y a los insultos de quienes, como el padre de Pardal azuzado por su esposa, reniegan de sus ideas políticas para preservar la vida, aun cuando sea a costa de la conciencia. Se figura el lector que el maestro mira y oye desde el camión en que ya lo tienen fletado rumbo a la cárcel o la desaparición a esa familia de tres que hasta ayer no más fuera casi su protectora, gritándole a él expresamente, con voz de hombre cobarde y envilecido por la apostasía, “¡asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”, y “¡cabrón! ¡Hijo de mala madre!”. También al Moncho de escasos seis años que, aprendida la lección de cómo perpetrar felonías, corre con otros de su edad tras el vehículo en movimiento mientras arroja piedras y grita cosas que su maestro apenas si percibe como chillidos de pájaros lejanos.

El escritor adulto no se permite ni pone en boca del Pardal que fue niño siquiera una frase de contrición respecto de la deslealtad de que fueron objeto muchos vecinos suyos y en particular don Gregorio, pero sabe que con él se marchó la esperanza de ver por el microscopio que algún día llegaría por fin a su escuela, para entonces desprovista de maestro, ‘La lengua de las mariposas’, que solo él habría podido enseñarles.

II
Leyendo este cuento de Rivas me asalta el recuerdo de otro que con ‘Carmina’ rima: ‘Luvina’, de Juan Rulfo. Y es que en ambos relatos hay dos hombres -en un bar de La Coruña el primero, en una cantina del México rural el segundo- contando cada uno su historia a otros dos personajes que escuchan -atento el barman y narrador del de ‘Carmina’, tal vez distraído el oyente de ‘Luvina’-. Pero por si a usted esas coincidencias (fonéticas, de número y espaciales) le parecen pocas, digamos que también sus narraciones guardan semejanza.

Si en Luvina “todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca”, si “Luvina es un lugar muy triste”, si Luvina es “el lugar donde anida la tristeza”, Sarandón es “un brezal cortado a navaja por el viento”: “brezos, cuatro cabras, gallinas peladas y una casa de manipostería con una higuera medio desnuda”. Dos eriales inhóspitos, aunque con una diferencia. En Sarandón vive ella: “¡Carmina de Sarandón! Perdía la cabeza por aquella mujer. Estaba cachonda. Era caliente. Y de muy buen humor. Tenía mucho mérito aquel humor de Carmina”, confiesa quien habla en el cuento de Rivas mientras sorbe su jerez dulce, que el narrador le sirve cada domingo en copa fina.

Se llama O’lis de Sésamo el tomador solitario, que siempre cae por el bar cuando aún no hay clientes y se va antes de que ellos lleguen. Pero en esta ocasión no se va a despedir sin primero haberle contado a su “interlocutor”, que friega copas en tanto lo escucha con delectación, el final de su historia con Carmina.

En vista de que el maldito ese de Tarzán (“¡Dios, qué malo era aquel perro!”) estaba siempre presente entre ambos metiéndole ruido a la jodienda con sus ladridos infernales, miedo a él en su cuerpo que folla e incluso aquel último día el hocico a los dos allá entre “las partes”, resuelve volver sigilosamente a la noche para desgarrar por dentro al animal con una vara de aguijón “de esas para llamar a los bueyes”, que aprovecha a meterle cuando el perro abre inocentemente la boca. Todo un hijo de puta el tal Sésamo, pero un hijo de puta adorable a fin de cuentas.

III
Dos hombres, jóvenes se presume, tienen una misión que cumplir: hacer estallar la carga que ha sido dispuesta debajo del puente que habrá de cruzar, dentro de contados minutos, el Bestión (llamémoslo, no por capricho, Francisco Franco). Una vez apostados en el sitio en que se ocultan los dos cables que deben juntar para que el puente sobre el río salte en pedazos, aparece en todo lo alto de la estructura -‘La chica del pantalón pirata’- la figura esbelta de una muchacha que detiene su bicicleta y se apoya en el pretil para contemplar la corriente que discurre imperturbable. Inquietos porque saben de la proximidad del tirano y porque la muchacha no hace el menor ademán de abandonar su palco, diera la impresión de que los dos hombres imploran para sus adentros que los guardias que custodian el puente le pidan que se marche. Y justo en ese momento se cambia de escena.

Ahora estamos en casa de un escritor que escribe un cuento en el que dos hombres se disponen a ejecutar un plan urdido durante años para liberar al país del sátrapa que lo gobierna, pero la presencia de una bella muchacha encima del puente que deben volar complica las cosas. Como el escritor aún no se resuelve por un final para su relato, consulta el parecer de su hija de ocho años. Cuando la niña se apresta a emitir su dictamen, “un trueno sordo explotó en su cabeza y espantó a las gaviotas”. Maldice entre dientes el cuentista la beligerancia de la ficción, que no le da alternativa ni le permite que se apoye en opiniones ajenas. Impone ella, no él, su determinación de que el puente desaparezca, y con el puente la epifanía que puso a vacilar a tres hombres con misiones distintas.

Para preservar esa imagen que jamás en la vida real debiera borrarse y menos aun por causas violentas, déjenme que la perpetúe en un cuadro con un título que lo aprese todo: ‘Muchacha absorta en la corriente’. Solo así me resigno a que Manuel Rivas haya optado por el final más imaginativo para su relato.

Ah, y una última cosa. ¿Será que, extrapolando la disyuntiva estética de este cuento a nuestra sucia realidad de guerra que no acaba nunca, un par de terroristas guerrilleros o un par de terroristas paramilitares vulnerables a la belleza femenina y al esplendor de la juventud se abstendrían de cumplir con una orden así de perentoria para, de ese modo, permitir que el hechizo entronizado allá en lo alto perdure? Francamente…

IV
Con el perdón de Elvira Lindo, tengo que confesar que a mí me gustan los cuentos que desmitifican la bobería esa de que los niños son angelitos en los que solo puede residir la inocencia. Hitler y Stalin también lo fueron. Y lo fueron Álvaro Uribe Vélez y sus muchachos -sí, también los de la motosierra- y los terroristas de la guerrilla que hoy por hoy están gozando en Cuba de lo que los cubanos de a pie -todos menos los cacos del politburó- no gozarán, por lo menos antes de que los Castro -que también fueron niños, que no se nos olvide- y los más poderosos de sus conmilitones mueran física y políticamente, para bien de la isla.

Pues bien, en ‘Conga, conga’ hay un par de granujas a los que yo… ¿Será que el payaso también?: “Cuando estaba en la ducha, oculto por la mampara, sintió que alguien abría la puerta y entraba. ¡Así que sí! Óscar y el ángel rubio venían a hacer pis. Salió de un brinco y se apresuró a echar el pestillo para que no pudiesen salir.
Lo miraron extrañados. ¿Quién era aquel invitado y qué hacía allí desnudo con aquella sonrisa siniestra?
-Sois dos niños muy malos, muy malos -dijo Pico con sorna, muy lentamente.
Lo reconocieron y rieron nerviosos. Había un tono inquietante en su forma de hablar. El payaso tenía la cara pálida, con restos de pintura blanca en las ojeras, y su pecho era peludo como el de un gorila.
-¿Sabéis lo que les pasa a los niños malos? ¿No lo sabéis?
Ahora Pico dejó de imitar a Jack Nicholson en el papel del joker de Batman. Puso la voz solemne de Dios el día del Juicio Final.
-Pues los niños malos van al infierno.
Óscar y el ángel rubio soltaron una risita de espanto. Reían como ríen los niños malos poco antes de caer por la tapa del infierno.”

Y como allá afuera hay fiesta, y si hay fiesta hay ruido y poca vigilancia, Pico tiene el camino expedito para que cobre venganza por los desprecios y las chanzas que tuvo que soportarles todo el día a las dos inocentes criaturas, que llegaron incluso a encerrarlo en “una especie de invernadero de aluminio y cristal” en donde “se dio cuenta de que uno de los troncos del Brasil también lo miraba”. Extraña manifestación del horror sobre la que al cabo concluye: “No, no parece un cocodrilo. Debe de ser un caimán”. Una aparición que le paralizaría a cualquiera los signos vitales.

Pero ahora tiene ante sí a los dos que se divirtieron impunemente a sus expensas, para que haga otro tanto: podría por ejemplo sacarles un par de muelitas con las tenazas esas que carga en el fondo del bolsillo.

V
Solo los que, por no haber tenido casa propia cuando éramos niños hubimos de mudarnos con frecuencia de una vivienda a otra, sabemos la excitación que provoca la novedad de despertar en un lugar desconocido, donde todo está por descubrir y desempacar. A la mañana siguiente nos levantábamos más temprano, a veces en plena noche, y recorríamos palmo a palmo, a oscuras o apenas clareando, el nuevo hogar recién pintado. Íbamos por ahí mirándolo y tocándolo todo, adivinando qué contenía cada caja, cada atado de corotos, buscando ese juguete: esa pelota o ese carro que ojalá no se hayan perdido en el trasteo. Todo nos olía y nos sabía, nos parecía y nos sonaba diferente la primera semana, pasada la cual la vida volvía a ser la de siempre.

El despertar en la alta noche del niño -uno que sí mueve a la ternura- protagonista de este relato, sin embargo, no se debe a la curiosidad o a la excitación que le provocan la casa nueva en esa ciudad desconocida adonde su padre desempleado llega en busca de nuevas oportunidades, sino la urgencia del aparato en que afanosamente espera poder dar con su héroe: “El niño recorrió con la mirada las familiares bolsas del equipaje, tumbadas y de bruces en el suelo de la sala como gruesos y somnolientos animales de compañía envejecidos mudanza a mudanza. Allí, junto a ellas, protegida como un perrito, estaba la Yoko, con su lomo liso de gris metalizado. Buscó un enchufe y movió el mando para sintonizar las cadenas. ¿Qué hora sería? […]. Baby Devil, pensó el niño, estará con su padre, dormido en su regazo, mientras éste intenta inútilmente mantener los pies calientes y cura la nostalgia, como la polilla, mirando el corazón de las llamas.
Estaban cara a cara. La pequeña Yoko lamía de luz el rostro del niño, chispeaba en sus ojos, pero él notaba en la nuca el aliento frío del espíritu de la nevera. Sintió pasos.” (Atento todo aquel que se sienta dotado para la escritura creativa, pues en la continuación de la cita se puede apreciar cómo es que el gran Manuel Rivas consigue mezclar lo “real” y lo “fictivo” en su narrativa): “Enmarcada en la puerta, apareció la figura del padre, gigante esta vez, grande como nunca la había visto.
-¿Sabes qué hora es? -le gritó con enfado.
-No puedo dormir -tardó en responder el niño.
El padre se acercó despacio y acabó inclinado a su lado. El chaval seguía con los ojos clavados en la Yoko.
-¿No puedes dormir?
-No. Me desperté y no puedo dormir.
El padre posó su mano en la cabeza del niño y las llamaradas de la Yoko flamearon en la piel.
-¿Quieres venir a nuestra cama? -preguntó en voz baja.
-Sí -dijo el niño.
-¿Sabes cuántos años tienes? -dijo el padre ahora a la defensiva.
El niño no respondió, parecía hechizado por algo que sucedía en la pantalla. El demonio canoso de rostro flaco acariciaba a Baby Devil con sus dedos huesudos y teñidos de nicotina. Después, apagaba la Yoko, cogía al niño en brazos y lo besaba con su hocico de púas.”

Nada salvo ‘La luz de la Yoko’, absorbente y enajenadora, ocupa la impaciencia de este niño de edad imprecisa que minutos antes viera sin proponérselo a sus padres haciendo el ovillo del amor. Un suceso que no parece serle ajeno y que, por contraposición a Solimán, el niño protagonista de Solo en el mundo, quien sufre por creer o saber a su madre vejada por su padre, no logra detenerlo ante esa imagen de los dos convertidos en uno ni siquiera lo indispensable para la menor reflexión, pues se corre el riesgo de que Baby Devil y su entorno desaparezcan de la pantalla hasta quién sabe cuándo: un lujo que no se puede permitir un adicto como él a los embrujos de la tele.

VI
De edad indefinida y tal vez indefinible (¿se trata de un joven?: hay indicios en el relato que lo desmienten; ¿de un viejo?: tampoco lo siento así: más joven que viejo, en todo caso), Old M., se me antoja que un dublinés, “fue” hasta hoy -presente de la narración- un hombre insignificante para sí y para los demás. Un ser humano vergonzante que nunca antes recurrió, como sí lo hizo estas últimas horas, a las palabras que se pronuncian para impresionar (llámense versos, como el de Yeats del epígrafe que oyó a comienzos de la jornada en boca del señor Eyre -guardia de la cárcel en que el protagonista trabaja-: un conjuro que repitió a lo largo de esta singladura de reconocimiento y de dicha de existir: “Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una”; llámense aportes propios o ajenos: “La verdad […] es que los estados de opinión no siempre se sostienen sobre una base, digamos razonable”; llámense anécdotas: “Sí […] todo es relativo. El general Grant, un suponer, el que venció a los sudistas en los Estados Unidos, bebía todas las noches una botella. O más. Y fueron unos a quejarse al presidente Lincoln, a acusar a Grant de que era un borracho. Y entonces va Lincoln y les dice: ’Señores, quiero saber lo que bebe Grant para mandarles unas cuantas botellas de ésas a todos los demás generales’”) y que impresionaron, en su orden: probablemente al propio señor Eyre, a Maggie la del pub, al señor Morgan y, por último, a Bruton, quien por primera vez en su vida lo invita, sencillamente porque le agradan su compañía y su charla, a una jarra de cerveza que la dignidad recién adquirida lo lleva a declinar con cortesía.

El principio y el final de ‘La llegada de la sabiduría con la edad’, esotéricos como parecen a primer golpe de vista, resultan bastante elocuentes de lo que supuso este día para el protagonista del cuento: “La escoba de otoño barría con furia Temple Villas. Old M. cerró la cancela de su jardín de ortigas, aquel verde sombrío que lo irritaba como un pecado, pues le hacía decir: “Está bien, papá. Mañana arrancaré las malas hierbas para que retoñen tus siemprevivas. Sí, claro, ya veo cómo lucen los malditos rosales de la señora O’Leary.” Así que echó el pasador como quien suelta el badajo de una campana y emprendió, sin aliento, la cuesta arriba, desenredando los pies entre las hilas ajadas del viento…”. “El perro esperaba en la puerta y Old M. tuvo buen cuidado de no asustarlo. Ni siquiera refunfuñó. Al contrario, se dejó guiar. Bajaron por Manor Street y atajaron, a la altura del colegio de Standhope, por las casas del ayuntamiento. Las farolas proyectaban las dos sombras unidas en un mismo ser de seis patas y orejas larguísimas. Old M. rió. Era la primera vez que se reía de sí mismo y estaba feliz. Y la cómica sombra se volvió hacia él y dijo: “Ahora puedo marchitarme en la verdad.”
Ya en la casa de Temple Villas, abrió la cancela y le franqueó el paso al perro: “Tienes razón, papá, hasta por la noche lucen los rosales de la señora O’Leary”.
Tras ellos, como una bandada de gorriones sorprendidos por la escoba del otoño, entraron todas las hojas secas.”

Y es que la vida, como el fútbol, no es más que un estado de ánimo y, agrego yo, un punto de vista. Una perspectiva -la de este relato- cuyo epítome contiene la explicación del cambio de actitud del protagonista frente a su versión del mundo: el poder de la palabra como dador de sentido vital.


Las llamadas perdidas

VII
Como no hay dios tangible o etéreo al que preguntar por la razón de que existan los que ven y los ciegos, los que triunfan y los fracasados, los que gustan y los repulsivos, los que miran hondo y los superficiales, los que armonizan y los torpes, los que cautivan y los desangelados, quedémonos con la buena literatura que, sin que ofrezca respuestas y minándolo todo de ambigüedades, a fin de cuentas nos enseña a comprender el mundo. También con este cuentazo del escritor gallego, el cual, sobre la base de una ambigüedad que dura casi tanto como la historia, ahonda en una de estas dualidades humanas. Veamos.

Tomé, el narrador y uno de los dos protagonistas del relato, como Ricardo Arana (hablo, por las dudas, del trasunto de Vargas Llosa en su primera novela), es un adolescente en el presente de la narración. Y como a Arana, a Tomé la vida lo dotó de un aura de indefensión que le procura la buena voluntad de los lectores.

Tomé no sufre, como Arana, por una adolescente llamada Teresa, a la que no puede ver cuando, castigado, le toca quedarse a pasar los fines de semana en ese colegio militar en que estudia y, más que estudiar, padece. Él, que todavía no tiene novia, espolea la suspicacia del lector, pero más aún del lector machista, que lo ve apoyando la cabeza en la espalda de Ricardo Tovar y resguardando las manos del frío en los bolsillos de la chaqueta del amigo, quien conduce la motocicleta en que se dirigen a un baile en que habrá de caducar de una vez por todas la ambigüedad sobre la sexualidad del narrador, cuyo trance definitivo tuvo lugar en un prostíbulo en que no pudo habérselas con la puta que le tocó en suerte:

“Pisé a alguien sin querer. Bajé la mirada y vi los zapatos blancos con hebilla rosa. Pedí el perdón de rutina, procurando avanzar para no encontrarme con el rostro de la víctima, seguramente incomodada. Pero lo que vi de medio lado fue un resplandor. La pícara representación de la alegría. Esa talla que uno echa de menos en las iglesias. El pelo muy corto, como una capucha de azabache, realzaba la cara más bien redonda, donde reinaban unos ojos con vida propia, redomas que bien podían ser el principio y el fin de todas las cosas.
Y cuando deshojaba el sí o el no de hablarle y pedirle un baile, porque estaba extrañamente sola, sin pareja, se interpuso la arrebatadora presencia de Ricardo Tovar.” (Justo en este punto terminan los equívocos sobre las pulsiones de Tomé y se acentúa la contradicción vital de los dos protagonistas.) “-¿Bailas, princesa?
Bailó, claro. Cómo no. Los zapatos blancos con hebilla rosa y los negros de punta fina abrieron el círculo de un reloj sin horas que ya no se borraría hasta la marcha del último tranvía de la noche, en el que ella se iría para cerrar en su pequeño cuarto de criada las dos redomas llenas de estrellas. Pero todavía no he contado lo que hice yo.
Lo que yo hice fue beber y beber y observarlos desde la barra de la cantina. Sin rencor ninguno. Porque era así como tenían que ser las cosas. Porque ella era linda y reluciente, y Tovar… Pues, Tovar era Tovar. Si algo comprendía yo muy bien era la cara chispeante de la chica, sus risas, el deseo de que no se rompiese nunca aquel círculo que dibujaban los zapatos blancos de hebilla rosa y los negros de punta fina.
Pedí otra copa de coñac 103 y me di cuenta de que ya leía en la etiqueta coñac 113. Los Satélites tocaban de nuevo El Reloj. Mi pareja preferida bailaba el bolero muy arrimada. Como si estuviesen solos en el atestado salón. O pudiera ser que yo sólo los veía a ellos. Decidí salir a despejarme. A la intemperie…”.

Ya no hay lugar a confusiones. Tomé, como Ricardo Arana, está prendado de una muchachita que no se llama Teresa pero a la que también asedia uno que él bien conoce. Uno que, más afortunado que él, vino a este mundo para imantarlos a todos y más aún a todas con su mera presencia que opaca, que desplaza, que relega. Que lo relega a él, que lo desplaza a él, que lo opaca a él y lo obliga a salir del baile en que no tiene cabida esta noche perra, en la que solo queda liarse a golpes y tal vez matar, para ver si así remite la frustración de ser quien es y de no ser ese otro. La rabia de no estar allí dentro, marcando las horas que se le pide en el bolero al reloj que no marque, al unísono con la del pelo muy corto y la cara más bien redonda y los ojos con vida propia y los zapatos blancos con hebilla rosa.

VIII
Si entre los niños con que yo a veces -por desgracia muy pocas- jugaba microfútbol en La Fragua (el barrio donde crecí) hubiese ahora un cuentista de la talla del gran Manuel Rivas, a buen seguro que ya se le habría ocurrido un relato en el que un niño ciego, de indudable viveza, hacía las veces de arquero en un equipo que exigía, para preservar la integridad física del atípico jugador, que se le pateara siempre a ras del suelo. En él referiría cómo en alguna ocasión, por uno de esos prodigios inexplicables que a ratos nos regala la vida, ese niño, que casi nada veía salvo los colores y la luz del sol, impidió que ingresara un balón que no rodaba, sino que marchaba, volante aunque manso, hacia la portería.

Pues bien, en este bellísimo cuento del escritor gallego, el protagonista no es un niño ciego, sino uno con síndrome de Down. Félix de nombre, Feliz su apodo, Down su “alias” del día de la gloria, Félix Feliz Down es entrañable, como su gesta de aquel 6 de enero:

“Y fue entonces cuando lo vimos, sonriente en la banda, con su balón de reyes magos, de estreno, debajo del brazo, en brillante blanco y negro, como un ajedrez esférico, rotulado rombo a rombo por él mismo. […].
-¿O es que el mongol no juega?
-¡Se llama Down! -gritó Zezé con coraje. Los propios compañeros lo miramos muy extrañados-. Tiene nombre, ¿sabes? ¡Se llama Down!
-¿Quién es? ¿Un fichaje inglés? -ironizó alguien en el otro lado.
-Sí. Es nuevo en el equipo.
Zezé llamó a Félix. Él acudió corriendo, excitado.
-Hoy no vas a recoger pelotas. Vas a jugar de titular.
-Titular.
-Sí, titular. Aquí. Con tu equipo.
Le temblaban las piernas. La mirada desdoblada entre el enemigo y nosotros.
-Te llamas Down -le dijo Zezé con firmeza-. Desde hoy eres Down, nuestro lateral derecho.
-Down. Lateral derecho. […].
Pero peleamos sin bajar la cerviz. Y entre todos, con la larga lengua fuera, quien más luchó fue Félix, nuestro lateral Down, ceñido al delantero como una sombra. La cara arañada, el labio partido, una costra ocre, de fango y sangre, en las rodillas. No fue esa banda nuestro flanco débil. No. Al revés. Cuando esperábamos el fin del suplicio, Down cortó un pase del contrario y arrancó tras el balón a trompicones, con esa manera atropellada de correr que tenía, desconcertando a los que le salían al paso, avanzando en sorprendentes errores que el balón, como si tuviese vida propia, transformaba en regates.
Y pasó la raya prohibida…”. […] “-¡Tira, Down!
-¡Tira, Félix!
-¡Tira de una puta vez!
Me salió el grito de los adentros, un gallo distorsionado y ronco que nunca antes había oído. Pero siguió sin moverse, hasta que por fin surgió la voz de Zezé.
-¡Pasa la raya, Félix! ¡Pasa la raya!
Entró, entró. Félix apañó el balón del fondo de la red, lo limpió con las mangas, y volvió cabizbajo, cojeando, con la cara arañada, con su labio partido. Hacia fuera, la larga lengua rosa, como el pico de un cisne. Corrimos hacia él. Lo abrazamos. Esos ojos rasgados y separados. Ese respirar entrecortado. El vapor de su boca en la anochecida. Su barriga de aguacate. Revolcados con él en el suelo. Ese beso de saliva y carmín de sangre.”

Una gesta heroica no para los simples de que está lleno el mundo, sino para esa inmensísima minoría que es capaz de leer en ‘El partido de Reyes’ la valía de una de esas historias que a diario protagonizan tantos Félix y tantos ciegos, tantos sordos y tantos autistas, las cuales nada en absoluto representan para los que cifran el progreso en abultados saldos de cuentas bancarias o en genialidades que revolucionan la vida humana, que justamente por serlo debería estremecerse con pequeñeces tan grandes como la de Down el goleador.

IX
Luego de acumular bibliografía de ficción (mejor dicho, luego de leer novelas y volúmenes de cuentos) durante más de veinte años -que ojalá fueran cien-, me siento autorizado para opinar sobre las voces narrativas de que habla Oscar Tacca en su libro, Las voces de la novela. Empero, desbordado por la novedad de la voz cantante en el relato, reto a los expertos en teoría literaria (por lo común, faltos de la ficción suficiente para su conocimiento formal) a que me respondan, de forma convincente eso sí, estas preguntas acerca de ese particular en el cuento ‘El amor de las sombras’ de Manuel Rivas. ¿De quién es la declaración con que comienza el relato: “No hay problema. A Dandy también le gusta el bacalao”?, ¿cuántas voces, audibles o no, hay en este jirón de la narración: “Pero Dandy es un tipo duro. La miró con indiferencia. Estaba sentado y, finalmente, movió el aspa de la cola con perezosa cortesía, un ángulo de 90 grados en el suelo. Ahora va a decir, pensé, pensó: ‘¡Animales! Son como personas’.
-¡Son como personas!
Con incredulidad, la miró…”?, ¿a quién le corresponde imaginar, y enunciar, lo que Dandy reflexiona?, ¿narrador y personaje, o simplemente personaje: “Hora de marchar, Dandy. Peligro. La conversación puede derivar. Viejo solitario con perro en Nochebuena. Objetivo apetecible para estampa sentimental. Y cuando ya me despedía, la vi a través del vidrio de la puerta…”? Por último y para no prolongar el examen: ¿de cuántos narradores se puede hablar en el cuento?

Agotado por fin lo estructural, que también importa si bien no tanto, digamos que hay en esta historia de Rivas, humana como muchas de sus mejores historias, una imagen y dos misterios que contienen el abracadabra del relato.

Por una parte, la presencia si se quiere desvalida de un anciano, cuya única compañía es un perro, también entrado en años, que lo sigue a todas partes, como si de su sombra se tratara: a la tienda de bacalao, a casa, adonde Lorena y nuevamente a casa, supone al cabo el lector. Que los ve, en tanto oye ahora sí al narrador teorizar con acierto sobre esos animales, al uno convertido en ovillo a los pies del otro, que mira sin verla la televisión. Con los ojos posados en la pantalla, el protagonista se infunde ánimos para abandonar de una vez por todas esa silla, dirigirse a la cocina -desde luego seguido muy de cerca por Dandy-, preparar la cena de Navidad y disponerla en una marmita, colgarse la guitarra en bandolera y salir con su perro a la calle resuelto a reconquistar ese amor que hace cuarenta años desatendió por cobardía.

¿Dónde vivía exactamente el narrador cuando a la sazón recibía las cartas de la Lorena enamorada de aquel entonces? ¿Por qué no las respondía? ¿Qué se lo impedía? ¿Todavía las conserva, o las traspapeló junto con la devoción de esa ex novia como él ahora añosa?

El segundo misterio, que conjuga pasado, presente y futuro, de llegar a elucidarse, no se elucida para el lector, a quien le es dado no más imaginar, desear y conjeturar:

“Cuando iban a dar las doce, la mujer se levantó de repente. Recordó algo que debía ser muy importante. El grafito de los ojos pintó en el aire una picardía.
-¡Van a dar las doce, Antón! ¡Se va a ir la luz!
-¿La luz?
Miró al viejo como una bruja divertida:
-Mi marido está de guardia. En la central de abastecimiento. Es electricista. Nos prometió un apagón para las doce en punto. Va a ser sólo un minuto. Su manera de estar con nosotros. ¡Venga, venga al balcón! ¡Verá qué espectáculo, qué oscuro queda todo!
Y a las doce en punto se fue la luz en la ciudad. Una música de fin de mundo, de lluvia cabalgando en el viento, de río que retorna, abarcó con su fuelle la Tierra toda. Fue entonces, sólo entonces, cuando se abrió la puerta del balcón de Lorena. Pensó con certeza que las sombras se reconocían de un lado al otro del océano de la calle. Cuánto, y con qué dolor, se amaban aquellas dos sombras. Y era verdad que todo resultaba magnífico y oscuro.”

Imaginar que, pasado el minuto de negrura, él, desde el balcón de aquella buena samaritana, y Lorena, desde el suyo, se miran y se reconocen a través del tiempo vivido por separado; desear que, uno y otra, tras el reconocimiento mutuo, pasen la página del silencio y la distancia y la colmen de palabras y promesas; conjeturar que, si se trajo la guitarra, es para que la serenata y la fiesta empiecen.

X
Tres momentos tiene este relato, o más de cuatro si se toma en consideración que en el tercero se bifurca el pensamiento de Marisa, que piensa en la inminencia del peligro que la acecha al tiempo que algunos recuerdos que ese miedo presente hace bullir en su cabeza le sugieren cómo proceder para salir del trance.

El primer momento es la reproducción de parte de ‘La confesión’ a que se sometió con el cura del lugar, quien está recién llegado y es a ojos vistas un pervertido que acosa a las muchachas con preguntas que buscan porno gratis, que al menos en la protagonista no encuentra. (No exagero si digo que el lector suspicaz se lo figura, amparado por el anonimato y la impunidad que le garantiza su confesionario, masturbándose o siquiera acariciándose en tanto abruma con sus fantasías a la prosternada de turno.)

El segundo es un encuentro de Marisa con sus amigas costureras, en el que ella les refiere por entre las carcajadas de las tres los pormenores de la indagatoria de que viene. (Maneras de narrador dramático adopta la voz narrativa del cuento en este segundo momento.)

En el tercero, Marisa camina hacia su casa en medio de una oscuridad casi absoluta y con el presentimiento certísimo de que alguien la vigila desde muy cerca, lo que la lleva a pensar en las palabras de su padre sobre las esporádicas apariciones del lobo y en las de su hermanita menor, siempre con una gracia en la boca. ¿Cuál de los dos conjuros -el serio o el de chacota o, como diría un Alejandro Ordóñez de Torquemada: ‘el dirigido a Dios o al diablo’- obró el prodigio?:

“Del retrato de familia, Marisa escuchó dos voces.
‘Mira el miedo de frente’, le decía el padre. Pero el miedo no devolvía la mirada. Lo que ella veía era una masa compacta de sombra. Todo el bosque semejaba un perturbado ser de fábula. La otra voz era la de la hermana pequeña. Reía hacia ella y le decía: ‘¡Persígnate!’. Si conseguía llevar el pulgar al centro de la frente, sería fácil, porque las cruces, en el cuerpo, se hacen cuesta abajo. Se santiguó atropelladamente, diciendo la fórmula en un murmullo encadenado.
Por la señal de la Santa Cruz
De nuestros enemigos
Líbranos Señor
Dios nuestro
En nombre del Padre
Del Hijo
Del Espíritu Santo
Amén
‘No, no es así’, le dijo riendo la hermana pequeña. ‘Repite conmigo, despacio y con coraje:
Por la señal de pico real
Comí tocino y me hizo mal
Si más me dieran más comía
Por el mal que me hacía
Fui tras dél con un cordel
Y me dijo mierda para ti y para él’.
De entre los altos setos de laurel salió la luna con un resplandor de orgullosa alquimia. En el desconcierto de la repentina claridad, el rufián dio un paso en falso y tronzó con un pie una rama seca que acabó por hacer añicos la densidad del miedo. Marisa se sintió liberada y subió a mirar con valentía por encima del ribazo. En la cuesta del monte se recortaba, huidiza, la silueta del páter.”

No son ellos, los conjuros, los que obran el prodigio. Es ella, la doncella irreverente, la que con su poder de nínfula salva a su hermana. Y salvaría a cualquiera. Cuánto más a mí, que de sombras sé bastante.

XI
‘El estigma’ es uno de esos relatos que merecen convertirse algún día en novela. Para que, a más de prolongar el disfrute de una historia humana como pocas, se nos eluciden algunos misterios que pesan sobre nuestro ánimo cuando lo leemos y lo releemos. ¿De dónde llegó Moisés al orfanato y qué fue de su suerte? ¿De dónde llegó Paz al orfanato y qué fue de su suerte entre el momento en que salió de allí y el presente de la escritura de este cuento: “Ahora que lo pienso, pegado en la noche a esta ventana que me hace viajar por los años como si todo sucediera hoy, fue una época bastante feliz aquella del hogar, cuando andábamos buscando el estigma como quien busca un pequeño aguijón bajo la piel”? ¿Qué enfermedad mató a los padres de uno y otro, y a los de los demás huérfanos del hogar, quienes no se materializan en la historia? ¿Cultivan aún los dos personajes la amistad que tanto los unía en el hogar?

Un par de cosas más. O más bien tres.

1. En una prueba de esas que llaman dizque de comprensión de lectura, la cual tuviera este cuento como acervo, yo formularía una única pregunta, a saber: “¿Qué discapacidad aqueja a Moisés?”.

2. Ojo criticastros, y demás amantes de la sobreinterpretación, que aquí no hay prácticas homoeróticas ni nada de pulsiones o esas vainas que los psicoanalistas o sus incondicionales ven por todas partes: “Lo pasábamos muy bien en la ducha. Nos enjabonábamos el uno al otro hasta formar nubes de espuma. Moisés sentía cosquillas en todas partes. Me hacía gracia verlo reír como una criatura, grandullón como era.” A duras penas, la amistad y el cariño que comparten dos que se necesitan y se quieren bien.

3. Paz -narrador, personaje y escritor del cuento- me sugiere la mejor de las imágenes de lo que puede, o debe, ser un buen artista: alguien que, desde que nace, no se despega de su ventana, desde la que nada le pasa desapercibido y en la que toma notas que más tarde devienen libros o esculturas o cuadros o películas o sinfonías o puestas en escena o…


Ella, maldita alma

XII
Ideando maneras de reseñar lo irreseñable -cuando la grandeza es tanta, cualquier intento por hacerlo resulta escaso-, decidí que para dar cuenta de ‘La vieja reina alza el vuelo’, otro relato con el título más bello del mundo, lo más aconsejable era organizarlo cronológicamente y a partir de jirones de la historia, que va de la enemistad de dos familias vecinas que se resuelve esperanzadora y poéticamente.

1. “…Con la camisa blanca y el chaleco negro, a la vuelta de misa, sacudió el nogal. Notó las gotas de sudor en la frente y, por la huerta vecina, pasó a su altura el viejo Gandón. Y dijo en voz alta: Así tenías que hacer con tu mujer, Chemín, sacudirla bien sacudida. ¡A ver si da nueces! Gandón tenía cinco hijos. El viejo Chemín no respondió.
Apoyó la vara en el tronco del nogal, entró en casa y bebió un cazo de agua del cubo de roble herrado. Después le dijo a María da Gracia: No me preguntes por qué, no te lo puedo decir, pero por favor, nunca más les dirijas la palabra a los Gandón. María da Gracia entendió. El suyo era un hombre noble. Le atraía ese su señorío natural.
Un año después, nacía el pequeño Chemín.”

2. “Él y Gandón habían sido muy amigos en la infancia. Recordaba, por ejemplo, que juntos pescaban con caña los lagartos arnales que amenazaban las colmenas. […].
Las familias de Chemín y Gandón no se hablaban, pero a ellos, mientras fueron niños, era algo que no los implicaba. Sólo había una cierta cautela al entrar en la casa del otro.”

3. “Un día él y Gandón dejaron de hablarse. Nadie se lo ordenó explícitamente, pero fue como si ambos escuchasen a un tiempo un mandato ineludible surgido de las vísceras más recónditas de sus respectivas casas. Fue tras la Confirmación, cuando el auxiliar del obispo vino a la parroquia y les impuso una cruz de ceniza en la frente. Al regresar de la iglesia ya no se hablaron y por el camino fueron distanciándose a propósito.”

4. “Cuando se cruzaban, se apartaban el uno del otro como si también quisiesen evitar el contacto entre sus sombras.”

5. “Una mañana llegó un nuevo grupo de obreros y Chemín se dio cuenta, por la forma de hablar, que la mayoría eran gallegos. Entre ellos, como una feliz aparición, descubrió a Gandón. Fue hacia él y lo saludó con alegría. El vecino pareció dudar, pero luego torció la mirada como quien muestra desprecio a un delator y siguió los pasos de su grupo. Durante meses se cruzaban y se repelían instintivamente. Hasta que un día Chemín se dio cuenta de la ausencia de Gandón, como si dejase de sentir el olor otoñal de un borrajo. Hacía un frío de mucho bajo cero. En la boca del túnel, el lienzo de la nieve flameaba como un sudario. Preguntó por él y un conocido de Camariñas le informó de que lo habían bajado a un hospital…”.

6. “El fin de semana anterior había notado mucha inquietud en una de las colmenas. Era un enjambre muy bueno. Daba una miel oscura, con sabor a romero, porque él era capaz de distinguir los matices misteriosos de la dulzura, las dosis de bosque y flor que había en una cucharadita. Las colmenas siempre habían sido una parte destacada de la hacienda familiar. Eran como una vacuna secreta a la que se le atribuía la longevidad del clan. […].
El domingo casi no pudo dormir. En sus sueños, la bola del enjambre salía volando a media altura como un globo y él, como en una inquietante película cómica de Charlot, braceaba y braceaba intentando hacerse con él. Se levantó temprano con esa inquietud y después de mojarse la cara con agua fría se dirigió hacia la colmena. En efecto, las abejas apiñadas formaban una gran madeja a punto de desprenderse. Fue corriendo a coger un cesto y justo cuando lo tenía al alcance de la mano vio cómo el enjambre despegaba en un vuelo compacto y deshilachado a un tiempo. Fue a parar a la primera rama que encontró en su camino, la más baja del nogal. Chemín se acercó muy lentamente, pero su corazón latía como la muela de un molino. No era miedo. Él sabía que las abejas, cuando vuelan en enjambre, van cargadas con tanta miel que no pueden picar. Fue levantando el cesto y a medio camino pudo ver cómo la bola despegaba de la rama y retomaba el vuelo. Esos segundos que quedó pasmado, sin reaccionar, fueron definitivos. El enjambre salvó el seto y se fue a posar en uno de los árboles de la huerta sombría de los Gandón. Y entonces apareció él, como un cazador al acecho. El hombre silencioso se quitó el chaquetón de cuero de becerro, envolvió el enjambre como si atrapase un sueño alado en el aire y se fue hacia las viejas colmenas vacías.”

7. “Este mediodía había ido andando al pueblo. Quería espantar aquel pensamiento que le perforaba la cabeza con un zumbido terco e hiriente. Siempre había sido un hombre sensato. Razonó por el camino. Gandón había actuado de acuerdo con una ley no escrita. Podría haber sido cualquier otro. Un enjambre que abandona la colmena pertenece a quien lo atrapa. No era un robo. Pero el zumbido insistía e insistía, traspasándole la cabeza de sien a sien. No podía evitar considerarlo un acto de hostilidad. Un desafío de guerra. ¿Qué sabía Gandón de abejas? Su familia no había sido capaz de mantener aquellas colmenas. La peste, el mal de aire, qué demonios, lo tenían ellos dentro del alma. Al pensar en la miel del enjambre cautivo, Chemín notó en los labios un sabor hasta entonces desconocido. Una miel amarga.
Iba a la búsqueda de viejos amigos con los que charlar y distraer el zumbido que le atormentaba. Pero al llegar a la taberna Lausanne buscó una mesa en el rincón y apartó la mirada del bullicio. […] Miró el reloj. Se había hecho tarde. Ya estarían llegando los invitados. Si pudiese, se perdería en el monte hasta la noche. Pensaba en su propia fiesta como en la de un extraño. Al levantarse, se dio cuenta de que había bebido más de la cuenta. El zumbido chispeó como una lámpara floja. Se le había extendido por todo el cuerpo a la manera de un dolor antiguo. Cuando se acercó a la barra para pagar, el tabernero, emigrante también en su época, le dijo que no debía nada. Lo tuyo está okey, Chemín. Entonces ¿invita la casa? Gandón. Lo tuyo lo ha pagado Gandón, le advertí que eran cuatro vasos. Pero él respondió que daba igual, que cobrase todo. Que un día era un día. […].
En medio del camino, más tirado que recostado, un bulto jadeante se encontró a Gandón. Se cruzaron las miradas. La del hombre acostado, con la cabeza apoyada en el ribazo, era una mirada de angustia, con el blanco de los ojos enrojecido y lloroso. Tenía una mano en el pecho, a la altura del corazón, y se frotaba como un alfarero la masa de arcilla.
Es el vino, murmuró Gandón, le echan mucha química.
El gesto de su cara era una mezcla de ironía y dolor.
Sin decir palabra, Chemín le ayudó a levantarse, pero cuando el otro intentó sacudirse el polvo de la chaqueta, volvió a derrumbarse. Chemín lo agarró con un gran esfuerzo por la cintura, pasó el brazo de Gandón por encima de su hombro y echaron a andar casi a rastras. Pegados uno al otro, sudorosos, parecían respirar por el mismo fuelle con un silbido quejoso.
Cuando llegaron a la verja de la huerta de Gandón, éste hizo gesto de valerse por sí mismo. Permanecieron allí apoyados, cogiendo aire. Por fin, en silencio, Chemín siguió su camino.
Tienes que enseñarme a criar las abejas, murmuró Gandón.
Chemín no dijo nada.”

8. “En cama, Chemín escuchó por fin la campana. Muy despacio, con el acento de un cantor ciego, la campana de la parroquia decía “Gandón, Gandón”.
Su hijo, su querido “Yeyé”, abrió la puerta de la habitación y le dijo en la penumbra: ¿Sabes, papá? Dicen que Gandón ha muerto.
Él abrió mucho los ojos para abrazar a su hijo con la mirada. Escuchaba su voz cada vez más lejos, por más que él se le acercaba y lo llamaba a gritos.
¡Papá! ¡Papá! ¿Qué tienes, papá? ¡Por Dios, papá!
Volaba, volaba envuelto en el terciopelo del enjambre. ¿Por qué dejaban la colmena? ¿Por qué las abejas no se quedaban en la rama del nogal? Quiso preguntar algo más, pero la vieja reina estaba sorda.”

Cuatro generaciones de estas dos familias han conocido y padecido una inquina por fortuna no rayana en odio visceral, la cual eclosionó a raíz de una ofensa impelida por la frustración del que se siente inferior a otro en lo único que no querría serlo: la vocación. Y es que a los seres humanos nos cuesta entender primero y aceptar después, para por último resignarnos, que aquello a lo que deseamos apostarle nuestro prestigio no se nos da bien; que otros, a veces sin proponérselo siquiera, descuellan en nuestra obsesión y nos afrentan con su éxito.

Pero decía que en la resolución de esta desavenencia de tantos y tantos años, la esperanza y la poesía desempeñaron papeles determinantes. La esperanza porque, al no permitir ninguno de los dos Chemines que las provocaciones disparadas a quemarropa en su momento por los dos Gandones les envenenaran el alma al punto de llegar a matar, que en el caso del Chemín que acaba de morir es lo que le estuvo rondando la cabeza esta última semana, y al no persistir ninguno de los dos Gandones en sus bravatas, que es lo que otros más pugnaces hubieran hecho, los ulteriores gestos de paz de los dos protagonistas vivos hasta hoy y patriarcas de cada casa seguramente determinen la conducta de las dos familias en lo sucesivo. Y la poesía porque, al permitirles a dos que fueron amigos cuando niños al margen de la enemistad que separaba a sus familias reencontrar el camino del afecto mutuo para perpetuarlo en una muerte casi simultánea, en la que juntos volaban, volaban envueltos en el terciopelo del enjambre que fuera de la discordia hacia sus respectivas nadas, consigue que los Chemín y los Gandón incorporen a sus historias familiares la estética de una realidad que, pasado el tiempo, habrá de transformarse en mito.

XIII
Nota al margen: mi madre podría ser ‘Charo A’rubia’ y mi padre, cualquiera de estos sufrientes dipsómanos en busca de redención.

Parece increíble que en unas pocas líneas -porque este es un cuento más breve que extenso- quepan el fragmento de una historia (la del narrador, personaje sin nombre y desde luego alcohólico, quien dejó la bebida no por el miedo a ella sino a las cucarachas de que se le poblaban las imágenes y los sueños de la borrachera), el argumento de una película de 1937 titulada ‘Capitanes intrépidos’ (que narra las peripecias de un niño rico que naufraga y es rescatado por un barco pesquero en el que trabaja Manuel, un portugués que hace las veces de padre y maestro de ese muchachito caprichoso e insoportable que cambió para bien) y el resumen de la historia de Antonio Ventura -el otro protagonista y narrador secundario pero también intradiegético-, a quien el narrador titular y anónimo tanto admira: “Si yo fuese un tipo sano, si yo fuese como Dios manda, si yo volviese a nacer, me gustaría ser Antonio Ventura”.

Y por qué, se pregunta de golpe el lector medio, desear ser ese otro adicto que al igual que él carga con el lastre de su alcoholismo; que al igual que él seguramente destruyó una familia; que al igual que él muy posiblemente dilapidó un patrimonio; que al igual que él habrá llamado en vano a la muerte como única salvación para una vida irremediablemente anclada a la mesa de una cantina o a la barra de un café. Pues porque, cae luego de reflexionarlo, la palabra de Ventura fluye venturosa, sin mayores contratiempos, como expelida desde dentro por una fuerza que en el narrador titular y en tantos otros nació debilitada cuando no del todo exánime. Incluso cuando los recuerdos de su abriguito de cheviot, de las escenas del filme que arrasaron de lágrimas los ojos de Charo A’rubia, de las cicatrizadas manos de su padre que se abrían pletóricas de caramelos para llenar las suyas cuando aún estaba vivo lo hicieron bajar la cabeza, su voz pueda que se quiebre (“dijo Antonio Ventura […] como si arrancase de la garganta un maldito tapón de botella”), pero su palabra surge límpida y confiada cuando le corresponde el turno de exorcizar en público sus demonios.

De veras que me duele (será porque en cada hombre que lucha contra la tiranía de Baco yo me obstino en ver a mi padre, felizmente ya muerto) que este narrador que tanto sufre y que tan poco cuenta no haya corrido con la suerte del protagonista de ‘La llegada de la sabiduría con la edad’, y que muy por el contrario siga sintiendo la infinita “sed de la que nacen los ríos”.

XIV
Desconozco si el propio Manuel Rivas se figuró, mientras construía uno de sus mejores y más desgarradores cuentos, que ‘La barra de pan’, que tanto tiempo constituyó y para tantos españoles un bocado inasequible y el símbolo de la feroz escasez de los años de guerra y de posguerra, volvería antes de lo previsto en todo caso a convertirse en ese bien suntuario por el que Jean Valjean entregó su “libertad” y por el que, muchos hombres en continentes pobres de veras, estarían dispuestos a devenir en trasuntos de ese miserable de miserables. Desconozco, pero me lo figuro, qué sentiría un español degradado de la noche a la mañana a pobre del Tercer Mundo si, torturado por los rigores de esa nueva versión de los estómagos vacíos por imposición que se creían para siempre satisfechos, leyera para desahogarse y darle salida a la rabia y quizá al arrepentimiento del que tiró comida en la abundancia, la historia de este niño de “los tiempos del hambre”, quien debe caminar en total diez kilómetros para recoger tan solo una barra de pan que le dan para él, sus muchos hermanos menores y sus padres y para deshacer el camino a casa y no llegar con nada entre las manos. Y no porque no haya recibido la limosna que se les destina, sino porque, incapaz de seguir soportando los apremios de las tripas, va pellizcando y desapareciendo la ración familiar, al tiempo que el entorno gris y lúgubre del camino de ida se va transformando de a poco en el que debería ser el mundo maravilloso de los que no sentimos hambre; un mundo en el que el día clarea y la niebla se disipa, y los colores incluso del invierno se hacen manifiestos; un mundo en el que los pájaros se ponen a trinar y las campanas de Sigrás a repicar festivamente, y los mugidos de las vacas y los cantos de los gallos semejan “himnos de abundancia y de vida”; un mundo en el que incluso el olor del estiércol del ganado llena la mañana de un “aroma cálido” que huele “a las cosechas futuras, a cachelos cocidos y a borona, e incluso a las sardinas del mar”. Un mundo que dura lo que dura un hambriento en devorar un triste bocado para descubrir que la ilusión no es tal y que ahí, frente a sus ojos horrorizados, se erige de nuevo la realidad:

“Miré hacia abajo. De la barra sólo quedaba un polvo de harina en el gabán. Ante mi casa, lo sacudí como quien sacude un pecado. Abrí la puerta y una docena de ojos, en aquella cueva ahumada, miró con brillo de ansia para mí.
¿Qué te han dado?, preguntó mi madre.
Un pan, dije, una barra de pan.
Para no retrasar más la penitencia, añadí a continuación: Me la he comido entera por el camino. Y dejé caer los brazos, acercándome a ella con desazón, deseando que me golpease muy fuerte.
Mi madre me miró de frente, como quien se pregunta en qué momento se estropea la obra de Dios. Pero luego me acercó a su vientre y me secó la cara con aquel delantal que tenía, estampado en flores de manzanilla.
Y mi madre dijo: ¡Has hecho bien, hijo, has hecho bien!”.

¡Cuánta honestidad en ambos, cuántas bondad y sensatez en ambos!, ¡cuánto arte en Rivas, cuánta maestría en Rivas!: ¿será que también la generosidad de muchos de sus personajes?

Lo paradójico del relato es que quien cuenta esta historia no es ya niño ni es tampoco su narrador primigenio, y que cuando la cuenta España nada en la abundancia y nada parece indicar que las estrecheces de antaño vayan a volver a tomar forma. Tan así es que O’chanel, el contertulio que nos encoge el corazón con su recuerdo, aclara antes de adentrarse propiamente en su narración: “Cuentas esto ahora y se ríen de uno, pero vosotros sabéis que era cierto.” Que es cierto, habría que decir hoy, cuando a los españoles pocas ganas les quedan de reír y muchas de llorar y maldecir: a los responsables de la crisis y del ensueño de riquezas hecho añicos.

XV
Si los nombres con que nuestros padres nos nominan -de una forma tan arbitraria como cuando nos conciben- determinaran nuestra bondad o nuestra protervia, seguramente no cabría hablar aquí de un Francisco (Quico) Gómez más bueno que el pan y de un Francisco (Kiko) Gómez más perverso que el más bandido de los políticos de cualquier parte del mundo. Sobre el segundo y sus múltiples crímenes pueden leer en los periódicos de mayor circulación del país y principalmente en la revista Semana, que con valor lo ha expuesto al escrutinio de los organismos gubernamentales y de los ciudadanos. Del primero, por desgracia ya muerto corporalmente pero más vivo que nunca en el recuerdo de quienes mucho lo quisimos y lo respetamos, les hablo yo.

Mi amigo, ciego también y de quien puedo asegurar sin temor a equivocarme que ha sido el único verdadero amigo ciego que de adulto he tenido, era pianista versátil y versado de vocación y profesión, lo mismo que encantador de buenos oyentes gracias a su voz muy bien timbrada y al innatismo de su destreza verbal que le servían, ya para envolver en su descripción visual del estrecho del Magdalena o de cualquier maravilla geográfica que nunca vio a quienes lo escuchaban alelados, ya para enajenar con su cháchara deliciosa a los que, afortunados, podían compartir su compañía en torno a un café caliente o a una cerveza fría. Con él, cagarse de la risa o conmoverse sin medida era posible, mas no aburrirse. Jamás aburrirse. Y con él aprendí, aparte muchas otras cosas, que el mundo de los que no vemos se divide en ciegos y cieguitos: stricto sensu, las criaturas de Sábato frente a las de Saramago. Sensu stricto, las criaturas de Wells frente a las de Saramago. En sentido estricto, la criatura de Rosa Montero frente a las de Saramago. En estricto sentido, la criatura de Rivas frente a las de Saramago: un híbrido único, este per-so-na-je del escritor gallego.

Se llama Bastián y es buhonero por necesidad y labiero por definición (“¡vendo vieiras, también vendo historias!”). Encarna una de esas apariciones que empavorecen a Fernando Vidal, puesto que puede mirar -y en efecto mira- más allá de la celosía para siempre sin descorrer de su ceguera. Concentra en su esencia el milenarismo del Homero prístino (“sus pasos siguen la grafía de un cuento”) pero moderno, al que el tiempo no roza. Y por no rozarlo, tiene la particularidad de ser durante un minuto un poeta de la oralidad que se metamorfosea, acto seguido, en un dicharachero de ocurrencias capaces de no dejar indiferentes a las mujeres, a las que aborda con desparpajo y ayudado del biológico detector del mundo exterior de los de su estirpe: “Mireia lo observa fascinada. Se desentiende de Kiss y apunta con la cámara.
¡Alto!, dice muy serio Bastián, como si descubriese a Mireia con un radar de los sentidos. ¡Nada de fotos! ¡No dais nada a cambio, ladrones! ¡Sois unos ladrones!”. Convierte su déficit sensorial en motivo de chacota: “Bastián cojea.
Ciego y cojo, dice. ¡Milagros del apóstol! ¿No me negaréis que parezco un tipo interesante? ¡Lástima que ya no beba! ¡Ciego, cojo y borracho!”. Se trata de otro Quico capaz de abrir los ojos a quienes nacieron con ellos abiertos y de hacerles ver lo que su imaginación le dicta:

“Están en el Pórtico de La Gloria. Bastián explora con sus ojos ciegos, de grises y blancos nebulosos.
Ahí, señala, ahí está la sonrisa de la piedra. El gran enigma. Es Daniel, el profeta, la única estatua del románico con una sonrisa pícara. Arriba, la orquesta de los ancianos del Apocalipsis. Por allí, a la derecha, hay un hombre que se está comiendo un cocodrilo. Y también el tentáculo de un pulpo. Abajo, la animalia del Infierno. En el centro, claro, el Creador. Y ahí, ahí está la sonrisa. ¿Sabes, Mireia, por qué sonríe? Síguele la mirada. Fíjate enfrente. Hay una Salomé. Una hermosa mujer de pechos generosos que aún lo serían más, de no haberlos rebajado a cincel la censura. ¡Y ese es el gran enigma!
Es la primera vez en mucho tiempo que Mireia devuelve una sonrisa.”

Imposible no devolverla ante tanto ingenio. Porque Bastián, el ciego mejor forjado de cuantos hasta hoy habitan la literatura, a todos los supera en magia e inventiva. Y es que si los ciegos de Sábato son, como la Once salvo que de forma más oscura, una transnacional del poder de los hombres “sobre la Tierra”, el protagonista de ‘La rosa de piedra’ constituye por sí solo una entidad intemporal e indestructible que, como esa secta que rige desde el subsuelo la vida de aquí arriba, participa de los mitos, que son eternos.

Al producir el autor la sensación de que su personaje existe pero se diluye, aunque no como se diluyen los hombres sino como se desvanecen los fantasmas, y al sacar de la chistera ese mago que es Manuel Rivas el recurso manierista del filme que acaba de rodarse al final del cuento, el lector ya solo sabe que vio a Bastián así la incertidumbre de su materia lo desdiga y le grite que está loco. Algo análogo a lo que les sucede a los de veras creyentes, que aseguran que han contemplado a Dios en las inmediaciones de su fe aunque no puedan aportar pruebas fehacientes de sus asertos temerarios. Pero decir análogo no es decir idéntico, ya que los devotos de esta encarnación de Dídimo y de Milton y de Sawa Martínez y de Rodrigo y de Taha Husein y de Borges y de Quico y del ciego más humilde del mundo tenemos para derrotar el escepticismo de los dudosos esta última imagen de su paso por estas páginas: un final de gran pantalla, a la medida de su mítica estatura:

“De reojo, entre foto y foto, Mireia observa a Bastián. Parece hechizado por el mar. El viento lo peina. Aparta la nariz.
Mireia se concentra en las fotos. Cuando de nuevo vuelve la mirada hacia Bastián, este bordea el acantilado y se pierde de vista.
La fotógrafa grita su nombre, y brinca por las rocas seguida de Kiss e Inma. Llegan a una gruta en la que el mar se agita y brama con furia. Pero no encuentran ni rastro del ciego.
Van al pueblo más próximo en busca de ayuda. En el muelle, Mireia cuenta con angustia lo ocurrido. Los pescadores primero la escuchan con atención pero luego se miran entre ellos e intercambian gestos de cómplice incredulidad.
¿Y dice usted que era ciego?
Sí, sí, ciego. Vende vieiras en Santiago.
Un viejo pescador murmura con ironía: ¡Todos los años el mismo cuento!
Y aquí se acaba la película”.