sábado, 10 de noviembre de 2012

Personajes literarios con estatura de ensayo, reducidos a tamaño de párrafo

Dedico este ejercicio de concreción escrita al periodista y profesor universitario Camilo Jiménez, cuya carta de renuncia a la cátedra que ejercía en la Javeriana apareció publicada por el periódico El Tiempo del 8 de diciembre de 2011. Lo dedico asimismo a los cada vez más escasos educadores que, no satisfechos nunca con su desempeño o el de sus estudiantes, conflictúan con su misión formadora y se niegan en redondo a contemporizar con la mediocridad prohijada por una inmensa mayoría de ciudadanos de todo tipo. Por profesores, directores de departamento, decanos y rectores universitarios.


Una mujer en guerra

Como ni las conflagraciones ni las mujeres que las sufren se van a agotar nunca, simplemente porque el espíritu hostil del hombre jamás declina, la protagonista de La plaza del Diamante, Natalia o Colometa según las contingencias, nunca jamás va a caer en desuso. Cercada primero por la muerte de su madre y el abandono de su padre, y más adelante por el de su esposo que con los republicanos se alista dejándola desamparada con sus dos niños pequeños, este personaje femenino de Mercé Rodoreda va a experimentar, junto con ellos, los estragos de la Guerra Civil Española. La soledad, la escasez transformada en hambre creciente y la desesperación a que la empujan los padecimientos propios y los de sus hijos, la fuerzan a contemplar la salida por que optan muchos de los que, como ella, se encuentran sitiados por una realidad que no se conduele: el suicidio. Pero antes de que esta madre acosada por la sinrazón de una guerra ajena se vea abocada a quemar con el aguafuerte por dentro los cuerpos de sus hijos, para luego habérselas consigo misma, la vida le muestra la luz al final del túnel, que tiene forma humana y nombre de hombre bueno. Y con él llega a esas tres existencias rotas por los designios de otros la restauración primero de la paz perdida, tras lo cual es incluso posible y muy merecido volver a sentir la felicidad hace tanto olvidada.


Un niño ciego universal, único

La ceguera, poderoso destino, es la misma en todas partes: así la de Taha Husein en un mundo rural e islámico de finales del siglo XIX, como la de un niño holandés nacido a principios del XXI en una familia urbana y atea. Los días de la infancia transcurrieron y transcurren para uno y otro como hoy discurren los de los niños ciegos de cualquier latitud, de todas las latitudes: vaciados de luz solar y colmados de aprendizajes que les lancinan la fantasía y les avivan, de forma prematura, la consciencia. Pero ni las circunstancias ni los sujetos que padecen sus rigores son los mismos. Mientras Taha Husein nació y sufrió, creció y sufrió pero brilló en una sociedad para la que la ceguera es maldita y por tanto propicia para el fracaso, muy seguramente el niño holandés estará condenado, no obstante las condiciones ventajosas de su nacimiento, al anonimato que marca las vidas de una inmensísima mayoría de los mortales, cuando no al fracaso más absoluto. ¿Cuestión de determinismo genético? Todo cabe. Lo único en lo que no hay lugar para las dudas lo constituye el hecho de que Taha Husein, narrador, personaje y autor de su novela autobiográfica, encarna al ciego sufriente, que son todos, aunque con más ímpetu al ungido, que son reducidísima minoría.


Los pasos de Ismael

Ismael Pasos ha sobrevivido, tozudamente, quién sabe a cuántas incursiones armadas perpetradas por cualquiera o por todos Los ejércitos contra el cuarenta y dos veces mencionado en la novela municipio de San José, que no es pero que podría tratarse de cualquiera de las más de diez poblaciones que en Colombia derivan su nombre del santo. Profanada cada tanto por los terroristas de uno u otro u otro bando, esta localidad, que el protagonista recorre de extremo a extremo por ver si encuentra a Otilia viva tras la última masacre, rebosa vida a principios de la historia y muerte y desolación hacia el final. Que, Evelio Rosero lo sabe, no es ninguna extinción definitiva, pues más obstinados que la violencia de los hombres son los hombres que a ella se sobreponen para intentar seguir siendo. También felices.


Una vida real que nació literaria

Quizá no haya, en toda la buena literatura escrita hasta hoy, un personaje que pueda siquiera equipararse en ambigüedad al de la Historia de la monja alférez, el libro de memorias de doña Catalina de Erauso. En tiempos en los que las mujeres estaban confinadas prácticamente sin excepción en sus casas o en conventos, la protagonista escapa del suyo para correr mundo, ayudada por la indefinición congénita de su apariencia física y oculta tras al menos cinco identidades masculinas diferentes con que viaja por España y Las Indias y Europa, recurriendo a la picaresca aquí, a la bizarría de su dual naturaleza allá, pero siempre y en todas partes a su facultad mimética. Personaje de género cambiante, soldado por vocación y monja por azar, la autora se propone y consigue concretar en su autobiografía una como entidad hermafrodita que se debate entre la rudeza de un macho alfa pero invisible y la indefensión más femenina, solo manifiesta a trechos y para muy pocos, sin dejar de ser nunca una cosa o la otra. Con lo cual se puede asegurar que el lector de casi dos siglos de esta memoir se halla delante de una presencia equívoca difícil de superar en la realidad e incluso en la ficción.


Manos cesantes de músico que en cambio escribieron

Las de Wladyslaw Szpilman, autor y personaje central de El pianista del gueto de Varsovia, cuya interpretación de Chopin se vio de súbito interrumpida por la más cruenta guerra de que se tenga noticia. A fin de cuentas artista, este compositor polaco de origen judío que fue capaz de burlar la muerte en incontables oportunidades para morir de viejo en su Polonia natal, pone al servicio de la Historia su observación y su inteligencia y le cuenta al mundo sus impresiones de esa orgía macabra llamada Holocausto, que cobró las vidas de su familia. Y es que ni Henryk su hermano, ni Regina o Halina sus hermanas, ni sus padres sintieron posarse sobre su cuello la mano que, a último momento, hala desde el anonimato al artista antes de que el vagón de ganado que parte a Treblinka cierre sus puertas y emprenda la marcha sin regreso posible. Solo él, testigo que el veleidoso destino señala, sobrevive al horror para gritar a los dioses y a sus criaturas que sigue ahí, dotado de pluma y piano, dispuesto a rendir testimonio escrito del espanto de que fue víctima y a reanudar su recital de ese compatriota suyo pianista como él y como él inmortal, justo en donde se silenció: en el nocturno en do sostenido menor que ahora resuena más allá del gueto.


Testigo de todo y protagonista de mucho

Solimán, un niño libio de tan solo nueve años, que observa la forma en que su madre se procura la bebida, prohibida en países de fuerte raigambre islámica, para metamorfosearse de noche gracias a ella en una Sherezade incontenible que le cuenta a su hijo sus penurias de mujer en un mundo machista y violento. Solimán, tal vez el álter ego de Hisham Matar, que ve cómo la dictadura de Gadafi rapta a plena luz del día a allegados a su familia, transmite por televisión sus ejecuciones como si de espectáculos de muchedumbre se tratara, intercepta líneas telefónicas sin recato y tortura a sus secuestrados hasta convertirlos en amasijos informes. Solimán, un niño inteligente y sensible pero con el alma revuelta, que presencia la forma en que su madre da la espalda a la familia amiga para salvar el pellejo de los suyos y se humilla a los esbirros del régimen para que liberen a su marido; que se descubre tratando a su vez con mezquindad a su amigo de infancia cuyo padre fue secuestrado y torturado y ahorcado por la dictadura en medio de un estadio abarrotado y con transmisión en directo; que se sorprende revelándole las identidades de los amigos de su padre al matón que habla del otro lado de la línea y entregándole a otro el único libro que pudo rescatar de la biblioteca de su padre incinerada por su madre. Solimán, un niño inocente pese a su inteligencia y sensibilidad, que pilla sin proponérselo a sus padres un par de veces en faenas genitales que siente lesivas contra su madre y que juzga que estas deberían adelantarse tras puertas cerradas y a oscuras; que quiere pero no se atreve a salvarla a ella de eso que percibe como una ignominia. Solimán, Solo en el mundo luego que sus padres decidieran exiliarlo en Egipto sin consultar su parecer y a la inverosímil edad de diez años, se esfuerza por recobrar la imagen mental que de su madre registra su memoria minutos antes de que esa mujer aún muy joven aparezca, quince años después, en esa estación de buses en que ahora la espera, aunque ya sin la impaciencia del niño que se consumió aguardando su llegada y la de su padre, que con ella no viene porque está muerto.


Un día en la vida de un alucinado

A diferencia de muchos seres humanos, Jonathan Noel no ambiciona para sí más que la paz de los sentidos o una existencia exenta de sobresaltos. Y así va fluyendo su vida hasta la mañana en que la presencia de una paloma cerca de la puerta de su exigua vivienda, en el corredor del edificio de apartamentos en que vive, viene a trastornarlo todo: su equilibrio emocional, la estabilidad de su psiquis y, con ello, el bienestar de su cuerpo. Por primera vez en los veinte años que lleva guardando la entrada del banco en que trabaja, es presa de desatenciones que le impiden cumplir a cabalidad con sus deberes. Sobrelleva la jornada como sobrelleva la suya un condenado a muerte que sabe que para él no hay escapatoria. Presiente que, a su regreso a casa, su pesadilla materializada en La paloma no se habrá desvanecido y entonces se promete la muerte para el día siguiente. Pero Patrick Süskind, que parece haber borrado de la escena el motivo del desquiciamiento de Noel, no nos permite comprobar los arrestos de su muy bien logrado personaje.


La carta que nunca llega

Hanna Schmitz, que cuenta treinta y seis años al comienzo de esta novela de Bernhard Schlink, carga consigo un pasado con dos vergüenzas, en su sentir una más oprobiosa que la otra. Por un lado, su participación con las SS como guardiana de campos de concentración, hecho por el que recibe una sentencia en principio a perpetuidad, y, por el otro, la mortificación en que la sume ya desde hace tanto su analfabetismo, determinador de todas sus desdichas y pecados. Pero es irónicamente en la cárcel, mientras purga su condena, donde deja atrás el lastre de no saber leer, que se saca de encima cotejando las cintas que de El lector recibe con los manuscritos que la directora del penal le suministra. Tanto ingenio y tesón no le van a alcanzar, sin embargo, para cumplir su sueño de tener en las manos la carta que de él espera y que querría leer antes de entregarse voluntariamente a un suicidio que desdeña el indulto que le fue concedido. No por su ex amante, dieciocho años menor que ella, quien con su silencio apuntala ese designio.


Pupilas quemadas por la luz

Hay escritores cuyas obras, dignas de inmortalidad, sobrepujan con mucho a sus vidas. Hay escritores cuyas obras, magnificadas por la crítica o el mercado, afaman sus vidas, que no merecen gloria. Hay escritores cuyas obras, que corren parejas con la fama de sus vidas, son la comprobación de sus novelescas existencias. Pero hay escritores cuyas vidas, que exceden con creces a sus obras en ocasiones incomprendidas por la crítica y el mercado, seducen la perpetuidad a fuerza de ser malditas. Morir loco, y ciego, y arruinado y, por consiguiente, desesperado, y no haber podido nunca sacudirse la reputación tal vez injusta de escritor menor, de escritor maldito que en sus mejores años se codeó en París con los de su condición, son peripecias vitales que le confieren a Alejandro Sawa, quien nos habla desde sus Iluminaciones en la sombra, lo que a muy pocos está permitido: figurar en la Historia de la literatura, a más de como autor de ficción, como personaje de papel que no perece. Porque Max Estrella, como la esencia que le comunicó la vida, tienen garantizada la posteridad.


El secreto mejor custodiado de Eros

Treinta años no han sido tiempo bastante para que la incertidumbre amorosa que padece Benjamín Miguel Chaparro, el muy tímido protagonista de esta novela de Eduardo Sacheri, se disipe. Enamorado de Irene Hornos desde que ella llegó al juzgado siendo apenas una niña y su subordinada, a él le ha alcanzado la vida para verla convertirse en su jefe y la de todos los que allí trabajan, para pensionarse tras décadas de servicio a la justicia y hasta para hacerse novelista, pero no para responderse lo fundamental; lo único que mantiene en vilo su perplejidad de sesentón adolescente: La pregunta de sus ojos. Y cuando por fin el lector contempla a ese Chaparro lleno de determinación subir saltando, de dos en dos, los escalones de la entrada de Lavalle, y lo ve caminar a grandes trancos por el pasillo de baldosas blancas y negras dispuestas en rombo en dirección al despacho en que desde hace ya tanto una mujer aguarda una respuesta, el autor resuelve ponerle el punto final a una historia de amor que es muchísimo más que eso.


Un misterio de fútbol contado en tiempo

Ocho años tenía Ezequiel Aráoz cuando su equipo, el Deportivo Wilde, descendió a segunda división luego de un partido en el que una jugada precipitó la catástrofe. Poco más de cuarenta años tiene Ezequiel Aráoz cuando comparece en ese confín geográfico de La Argentina llamado O’Connor, de donde está dispuesto a no marchar hasta conocer el móvil que le impidió a su ídolo Perlassi hachar las pantorrillas del Tanque Villar antes de que el delantero de Lanús marcara ese gol que envió a su equipo, y con él a sus hinchas, al infierno. Cinco noches y seis días le bastan a Ezequiel Aráoz para aprender que algunas veces las lealtades obligan a ciertos seres humanos a escoger entre la salvación y la gloria propias, o el deshonor y la desgracia de alguien a quien se le debe gratitud por un gesto que en su momento preservó el honor de quien ahora lo sacrifica para saldar la deuda. Treinta y cinco años de una vida infeliz y obsesa por culpa de una jugada infortunada son los que condensa Eduardo Sacheri en esos mismos seis días y cinco noches, que su descomunal talento literario emplea para referirle al lector la historia de Aráoz y la verdad.


Epílogo de un personaje de trilogía

Pocos como David Kepesh consiguen apresar lo fundamental de la vida en una frase. Escasos los que, como él, se niegan con determinación a dejarse vencer por las miserias del tiempo que pasa. Afortunados los que, al igual que Kepesh o Mario Rota, recalan en ese quehacer que les evita la salida de circulación del mercado venéreo a los que saben suplir con palabras las vejeces de sus cuerpos. Malditos todos los que, por efectos de la edad o el enamoramiento o la edad y el enamoramiento, se ven obligados a representar El animal moribundo que compendia cada personaje de esta novela de Philip Roth.


Abril rojo, de sangre y fuego

El fiscal adjunto Félix Chacaltana Saldívar, como don Alonso Quijano o el capitán Pantaleón Pantoja, para solo establecer un par de parangones, habita un mundo que él no entiende o que no lo entiende a él. Apocado de cuna, Chacaltana contiene en su ADN literario las cualidades proteicas de las mejores criaturas de ficción: bonachón pero viola, blando pero mata, escrupuloso pero condesciende. Y no se atenta contra la verdad si se afirma que mata y viola y condesciende porque, víctima desde niño de la violencia y de su espiral holístico, tiene por destino único, según lo entiende y lo confronta Santiago Roncagliolo, la sangría de la guerra. Que, en el caso de nuestra América Latina, no cesa sino que hiberna.


Pesadilla en plena vigilia

La vida de Bird, el desgarbado protagonista de Una cuestión personal, pasa de la frustración de sus veintisiete años vividos con mediocridad aunque todavía con un sueño por cumplir a la desesperación por momentos asesina de saberse engendrador de un monstruo. Padre de un recién nacido que atormenta los ojos que lo miran con su hernia cerebral, este personaje de Kenzaburo Oé va a tener ante sí una disyuntiva a un tiempo ética y estética: rebuscar entre tanto sufrimiento la esperanza a que lo convidan las palabras de Delchef, o rendirse a la abyección de los últimos días y hacer que desaparezca, al menos de forma material, esa otra prueba de su fracaso. Pero el dilema que enfrenta este hombre que tal vez no perpetre su aspiración libertaria de viajar al África, allana un tercer camino que se aparta de la lucubración del crimen como desenlace y en cambio opta por la resignación al poder de lo deontológico. Poder del que el propio premio Nobel japonés es activista y ejemplo sin comparación.


Aprendices de iconoclastas

A sus trece años, Noboru acecha a su madre mientras desnuda su bello cuerpo de treinta y tres, a la par que se esfuerza para definir el almizcle que la proximidad también desnuda del de El marino que perdió la gracia del mar lo hace expeler. A sus trece años Noboru y los de su grupo herético de amigos sostienen que padres y educadores son culpables de un ominoso pecado que se expía con la muerte. A sus trece años, Noboru recuerda como un feliz incidente precisamente la muerte de su padre, acaecida cuando él contaba cinco menos. A sus trece años Noboru y los cuatro restantes miembros de la secta herética se conminan a prescindir de cualquier pasión humana y se recriminan si son objeto de alguna. A sus trece años, Noboru cumple casi cabalmente con el rito iniciático que en su caso consistió en estrellar contra un árbol y a sangre fría, una y otra vez sin que asome la piedad, a un cachorro de gato vagabundo que por ahí pasa. A sus trece años Noboru y la pandilla herética se obstinan en leer el mundo suprimiendo los grises y calificándolo todo como vulgar o estético y condenando lo primero a la aniquilación. A la que se sentencia a un hombre por el hecho de estar ponderando la renuncia a su vocación de navegante y por tanto al mar, que para la extemporánea y violenta facción de Yukio Mishima constituye el súmmum de lo segundo.


Propicia para transgredir

Es La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata. Un no lugar sacado de una imaginación prolífica que comprende el entronque de lo bello y lo trágico. Que narcotiza muchachas y las posa desnudas sobre una cama que habrán de compartir con un anciano en plena vigilia o, si él lo prefiere, sedado como ellas. Que dispone el pecado en su forma más prístina pero le crea una regla que aconseja al huésped abstenerse de transigir con los requerimientos de su ello. Que asegura la clandestinidad y el secreto de unos encuentros que serían desencuentros de no mediar los fuertes somníferos que adormilan las voluntades de las bellas durmientes en esa casa mágica que otros han querido emular en vano. Porque ni Delgadina, ni Mustio Collado, ni Rosa Cabarcas consiguen siquiera rozar lo real maravilloso que abunda en los personajes y en la historia del narrador japonés.


Humor para oídos privilegiados

Eugenio Sanz Vecilla, ese que escribe y protagoniza las Cartas de un sexagenario voluptuoso, que de voluptuoso tiene lo mismo que el hidalgo disoluto de Abad Faciolince tiene de disoluto, es un periodista de sesenta y cinco años recién pensionado que pesa ochenta y cinco kilos y mide un metro sesenta. Un personaje de vida vulgar pero de prosa refinada e hilarante, que lo mismo le sirve para discurrir con agudeza sobre honduras filosóficas aunque aplicables al día a día que para abundar en la manera más a propósito de guisar con éxito un cocido castellano o para detallar los sufrimientos que le ocasiona su estreñimiento crónico. Dueño de una causticidad de la que no alardea ni parece ser consciente, el remitente de las misivas carece de un destinatario capaz del goce estético que produce su dominio a ultranza de un lenguaje que participa a la vez del rigor de los textos académicos y del desparpajo de las intimidades más infidentes. Acaso un fauno aunque de lascivia embozada, mamador de gallo profesional pero taimado, Sanz Vecilla, como Miguel Delibes, su demiurgo, están condenados, el primero con sus cartas y el segundo con su novela epistolar, a matar de risa solo a muy pocos.


Ni infante, ni difunto: sátiro

Para algunos novela, para otros memorias, para mi este libro de Guillermo Cabrera Infante es una novela memorable y memoriosa. Protagonizada y narrada por ese que fuera él entre la pubertad y los veinte años más o menos, La Habana para un infante difunto evoca cualquier cosa salvo la niñez o la muerte. O, más bien, si las invoca, pero en forma de polvo que mata de goce para, acto seguido, permitir que el rijoso adolescente que sobre esa otra humanidad se abate, se deje caer de lado y así vuelva a nacer. Joven en tiempos en que el himen se guardaba con más celo que las niñas de los ojos, el protagonista deviene en un Casanova que tira de cualquier recurso con tal de agenciarle dicha al cuerpo, que exulta y hace conmocionar el del que, absorto, lee, imagina y se relame.


¡Un mundo para Julius!

Quiere gritar el lector de esta novela de Alfredo Bryce Echenique, pese a estar cansado de reír con tanta vaciedad kitsch pero de tan buen gusto. Es cierto que Juan Lucas y Susan hacen la mejor pareja bien que conozca la literatura; es un hecho que a su lado hasta el desdén que los dos sienten por la cultura parece cosa de poca monta si se lo compara con la vida muelle que llevan y con el humor negro que en ellos dos se da silvestre; es inevitable querer ser su amigo y pasar una velada en su compañía. Pero es que Julius, el muy ingenuo aunque inteligente Julius, carece de un mundo propio. Carece de un mundo en el que alguien pueda de veras colmar ese vacío grande, hondo y oscuro con que se va a la cama, a ver si con un llanto largo y silencioso consigue conciliar un sueño exento de las muchas preguntas sin respuesta que lo abruman de día.


El triángulo que no se cierra

Seguramente sin saberlo, Muriel Barbery logra contrarrestar, gracias a los tres protagonistas de La elegancia del erizo, la sentencia de André Gide según la cual no se hace literatura con los buenos sentimientos. Y es que si algo caracteriza a Renée Michel, a Paloma Josse y a Kakuro Ozu, es justamente eso: los buenos sentimientos de que hacen gala. La portera, contra quien la vida se ha ensañado, es un ser capaz de dejarse seducir por la inteligencia ajena, siempre que esta sea el colofón de unos valores que propendan al respeto por la alteridad. La nínfula involuntaria, que constituye la antítesis de la estridencia y el apresuramiento del adolescente medio, solo le halla verdadero sentido a su vida cuando conoce personalmente la amistad por partida doble que Fortuna le depara. Y el japonés, que no defrauda en ningún momento las expectativas que sobre él se forjaron las otras dos rectas del triángulo, no participa de los prejuicios de los de su condición social y muy por el contrario está dispuesto a hacerlos saltar por el aire con ese matrimonio que la muerte frustra.


Una medianía que apostata

Pereira es un periodista portugués que vive maniatado por el miedo al salazarismo, en una Lisboa crispada de angustia y en una Europa que se apresta para la guerra. En tiempos en que la libertad de prensa es poco menos que una entelequia, el protagonista de esta novela de Antonio Tabucchi domeña sus escrúpulos éticos a fuerza de altas dosis de instinto de supervivencia. Su conciencia, empero, cargada con tanta cobardía, se va a revelar finalmente y, mediante un acto sagaz y esforzado, va a lograr que el hasta ayer no más pusilánime comunicador empuñe la pluma como corresponde. Ahora sí, luego de rubricar esa denuncia que pone al descubierto las tropelías de la dictadura, Sostiene Pereira que es hora de exiliarse en Francia.


Fucking Miracle!

Cuando se lee Marianela, la novela de don Benito Pérez Galdós, se antoja imposible seguir viviendo como si tal cosa. Por estúpido que sea el lector, la tragedia de la protagonista, uno de esos seres que los dioses producen en cantidades industriales, si bien provisto de un ángel que lo hace único, no puede sino conmover de indignación, o mover a risa a los estetas de la fisonomía. Espejo de la vida real tal como es, o sea el mundo especular de lo ilusorio, la historia en que el escritor español engasta su personaje cumple como pocas uno de los propósitos de la literatura: hacer que el incauto, asqueado, abra los ojos y reafianzar en el asqueado de vieja data su desprecio por el género de que forma parte. Raza maldita que en la novela no perece irremediablemente gracias a la muerte, por dignidad y por vergüenza, de la Nela.