martes, 7 de agosto de 2012

Apuntes sobre treinta y un cuentos de Roberto Bolaño

Treinta y cuatro son los relatos que, sumados, reúnen Llamadas telefónicas, Putas asesinas y El gaucho insufrible, los tres volúmenes de cuentos que forman parte de este ejercicio crítico a salvo de ínfulas academicistas. Su propósito, como el de todas las reflexiones que contiene este blog, parte del disfrute que su escritura le procura al autor, que quiere hacerlo extensivo a todo aquel que decida hincarles el diente, y culmina con el deseo de fomentar el estudio de las obras objeto de análisis entre quienes las desconocen.


Tras los pasos de un álter ego con nombre propio

Los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio,
sobre todo a lo largo de su dilatada juventud.
R. B.

Aunque su presencia planea y se intuye en muchos de los treinta y un relatos que nos interesan del escritor chileno, únicamente en cuatro su existencia se manifiesta con nombre y apellido: la de Arturo Belano, el vicario prominente de Bolaño en su ficción. Tres de los cuatro figuran en Llamadas telefónicas, uno en Putas asesinas y ninguno en El gaucho insufrible.

’Enrique Martín’, escritor como Belano salvo que condenado al fracaso de los que no cuentan entre los señalados por Fortuna, es un vate catalán que escribe en esa lengua y también en español con similares resultados: anémicos. Un poeta vergonzante que, acaso por serlo, contradice con su suicidio el exordio del cuento en boca del narrador (“…son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo…”), cuya identidad se patentiza precisamente en la llamada telefónica que le efectúa a la viuda de Martín, ajeno ya a los efluvios de la envidia y la mezquindad que inficionan los círculos literarios, de los que fuera en vida rey de burlas: “Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono de su ex compañera, ex dependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy yo, dije, Arturo Belano…”, quien es a un tiempo narrador intradiegético y protagonista de la historia.

Pero no solo de la que refiere ese cuento, sino de la historia de ’El gusano’, un relato que tiene lugar en México D.F., no en la época del Belano de ’Enrique Martín’, en la que es ya un escritor en ciernes que acaba de publicar su primera novela y que malvive en las afueras de Girona, sino cuando apenas cuenta felices -que no obstante percibe como “desdichados”- dieciséis años en los que descubre el sexo, capa clase para meterse de narices en la biblioteca e ir al cine. Una época en que conoce justamente al Gusano, el inefable protagonista del cuento que toma su apodo por título y quien procede de Caborca, no de la revista publicada por Cesárea Tinajero, sino del pueblo en el norte de México en honor del cual la poeta bautiza su publicación-mito. Una época en que, sin saberlo, mediante el conocimiento que traba con aquella figura de presencia dudosa, comienza a forjar el camino que lo habrá de llevar, junto con otros detectives salvajes, a la peligrosa geografía de Hermosillo y Villaviciosa en Sonora, o a la más peligrosa aún ciudad de Santa Teresa, como narrador en 2666. Una época determinante en la que sus vagabundeos de muchacho le procuran el azar de la contemplación de la fama convertida en diva, e incluso el de dedicatorias escritas por manos presurosas: “…En la primera página de La caída, Jacqueline escribió: ’Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jacqueline Andere’”.

’Detectives’ se titula el tercer cuento de Llamadas telefónicas en que el álter ego de Roberto Bolaño aparece registrado, si bien desposeído de la función de narrador en primera persona y protagonista que tuviera en ’Enrique Martín’ y ’El gusano’. Convertido ahora en recuerdo y en constante alusión del diálogo que sostienen Contreras y Arancibia, dos viajeros que conversan sin la mediación de una voz narrativa, el nombre de Arturo Belano se deja oír en repetidas ocasiones, luego de las cuales el lector comprende la anécdota que los personajes recrean con ánimo autoexculpatorio: Belano salvado de las garras de la incipiente dictadura chilena gracias a que la suerte lo puso en manos del segundo de ellos, de quien fuera, como del otro, compañero de liceo aunque no amigo. ¿Y si Fortuna no le hubiera deparado ese encuentro con Arancibia?, cabe preguntarse. Pues seguramente no habría sobrevivido para protagonizar -mas no para narrar- ’Fotos’, el undécimo relato de los trece de que consta Putas asesinas.

Una puntuación febril -hay un único punto en ese cuento monopolizado por las comas- y una narración omnisciente igual de febrática, crean la atmósfera propicia para el reencuentro que celebran el lector y un Belano de edad indeterminada, quien sobrevive apenas en medio del África, cuyo clima infernal predomina en el “cerebro recalentado” del protagonista. Que participa del caos que denotan tanto las palabras que estructuran el discurso ficcional, como el entrevero de la voz narrativa y la del único personaje que repasa un álbum de fotos; voces que se tornan, por momentos, indisolubles: “…como si sostener y acariciar fuera lo mismo, ¡y es lo mismo!, piensa Belano, o Jean-Philippe Salabreuil (a quien ha leído), tan joven, tan guapo, parece un actor de cine, y me mira desde la muerte con una media sonrisa, diciéndome a mí o al lector africano a quien le perteneció este libro que no hay problema, que los vaivenes del espíritu no tienen objeto y que no hay problema, y luego cierra los ojos pero no mira al suelo, y luego los abre y pasa la página y aquí tenemos a…”. A cualquiera de esos escritores que aprecia en las fotos con ojos alucinados, antes de cerrar el álbum y echar a andar, desnortado.


Tras los pasos de un álter ego carente de nombre propio

Aprendí un día, gracias a un buen profesor de literatura -y que quede claro que los buenos profesores de literatura escasean tanto o más que la comida en el Cuerno de África-, que no se debe caer en la tentación que tiene todo lector bisoño de achacarle al autor real cualquier imprecación o juicio de valor o parafilia o exabrupto o malquerencia u opinión que expresen, ya los personajes, ya la voz narrativa con preferencia de un cuento o de una novela. Aprendí asimismo que, de llegar a ser mucha la tentación de identificar lo leído con la existencia de que dimana, debe hablarse, para curarse en salud, del “autor implícito” o del “autor implicado”. Sin embargo, le debo a mi destino de lector autónomo e independiente (ese que no va repitiendo por ahí lo que oye decir a otros que acaso sí tienen criterio analítico o interpretativo) la capacidad de saber cuándo la teoría atina y cuándo se queda corta.

¿Que debo abstenerme de decir que en los relatos que se mencionan en este apartado las voces narrativas pertenecen a Arturo Belano o a Roberto Bolaño, simplemente porque no se les atribuye un nombre propio a esos narradores, casi siempre protagonistas también de las historias que cuentan? ¡Qué va! ¡Pero si hay fundamentos suficientes como para hacerlo!

En ’Sensini’, por ejemplo, se oye la voz de un narrador autodiegético que declara: “La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy…”; o esta, la del narrador también intradiegético de ’La nieve’, que recuerda: “Lo conocí en un bar de la calle Tallers, en Barcelona, hará unos cinco años. Cuando supo que yo era chileno se acercó a saludarme, él también había nacido por aquellas lejanías…”; ¿o qué tal esta, la aún más elocuente de ese magnífico relato titulado ’El Ojo Silva’?: “Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado El Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende…”; y esta otra, la cual preside la narración intradiegética, como las demás, de ’Gómez Palacio’: “Fui a Gómez Palacio en una de las peores épocas de mi vida. Tenía veintitrés años y sabía que mis días en México estaban contados.

Mi amigo Montero, que trabajaba en Bellas Artes, me consiguió un trabajo en el taller de literatura de Gómez Palacio, una ciudad con un nombre horrible…”; o la de ’Carnet de baile’, la cual no permite albergar dudas: “3. En la segunda página del libro está escrito el nombre de mi madre, María Victoria Avalos Flores…”; ¡pero es que la de ’Encuentro con Enrique Lihn’, ahora que reparo, sí lo nominaliza!: “Así que allí estábamos, en un reservado, y unas voces decían este es Roberto Bolaño y yo tendía la mano, mi brazo se incrustaba en la oscuridad del reservado…”; ¿y quién que se precie de conocerlo, no intuye en la voz rememoradora de ’Literatura + Enfermedad = Enfermedad’ la de su vida menguante?: “Yo, sin ir más lejos, comencé a viajar desde muy joven, desde los siete u ocho años, aproximadamente. Primero en el camión de mi padre, por carreteras chilenas solitarias que parecían carreteras posnucleares y que me ponían los pelos de punta, luego en trenes y en autobuses, hasta que a los quince años tomé mi primer avión y me fui a vivir a México. A partir de esos momentos los viajes fueron constantes. Resultado: enfermedades múltiples…”.

Siete voces que narran (las dos primeras de Llamadas telefónicas, las cuatro siguientes de Putas asesinas y la última de El gaucho insufrible) y que convierten, desde la experiencia del sujeto que cuenta lo que vive y lo que presencia, lo vivido y lo presenciado en autobiográfico. ¿Acaso no confiesa el propio Bolaño -quien viviendo en Girona y siendo “más pobre que una rata” se ve forzado a desempeñar quehaceres subalternos- en una entrevista que se puede localizar en YouTube que Sensini encarna al escritor argentino Antonio di Benedetto?, ¿acaso no nació Bolaño -y también Belano- en Latinoamérica en los años cincuenta, lo que quiere decir que rondaba -que rondaban- los veinte años cuando murió Salvador Allende?, ¿acaso Montero, Hugo Montero, no es -no va a ser- uno de los “cuates” de Arturo Belano y de los real visceralistas en Los detectives salvajes?, ¿acaso la madre del escritor chileno Roberto Bolaño no se llama -se llamaba- María Victoria Ávalos Flores?, ¿acaso la disolución de las fronteras léxicas, que únicamente se le da bien a Bolaño entre los escritores que en la lengua de Cervantes son y han sido, no hace pensar en un viajero impenitente al estilo de su padre -no en vano un transportista- o de cualquiera de sus personajes -Belano, por ejemplo-?, ¿acaso no es de público conocimiento la quebrantada salud de ese escritor vanguardista y genial que no debió morir tan demasiado joven?, ¿acaso… acaso…?: ¡más claro no canta un gallo!


Tras los pasos de un -o varios- álter ego reducido a iniciales

Mediado por una voz narrativa omnisciente solo para B, uno de los dos personajes de ’Una aventura literaria’, este relato neurótico o tal vez esquizoide de Roberto Bolaño propone un juego persecutorio entre dos escritores -A, reconocido pero demasiado aleccionador para el gusto de B, un escritor en ciernes que tiene en A a un crítico tal vez demasiado condescendiente pero recursivo a la hora de reseñarlo- que, de no existir como entidades independientes, harían pensar más bien en una única entidad -quizá B, de Belano- que inventa la otra o simplemente se ve forzada a lidiar con su presencia como quien lidia con su voz interior. Una voz interior que, sin serlo, B asume como antagónica.

Y de los dos “personajes-abecedario” de ’Una aventura literaria’, el lector topa con cuatro en el cuento titulado, como el libro a que pertenece, ’Llamadas telefónicas’: A y Z, un par de agentes de la policía que le informan a B -¿B de Belano?- que asesinaron a X -una mujer de la que B se enamora por partida doble y que por partida doble lo desdeña-. Ni la presencia en el cuento de los dos policías, ni la narración extradiegética y también omnisciente únicamente en relación con B (“Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: Si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: Por eso, precisamente, soy yo el que está vivo”) ayudan a desvelar el misterio del asesinato que, al menos para el detective que lee, recae sobre un sospechoso: el desairado por Eros en dos ocasiones.

En Putas asesinas, por su parte, un tridente de cuentos va a imantar al lector tras los pasos de un B que, cada vez más, genera menos dudas en torno a su identidad: tres relatos en los que el paso del tiempo, que discurre junto con los personajes y el protagonista por entre dos ciudades y dos países, se hace más palpable según cada historia se agota.

En ’Últimos atardeceres en La Tierra’, una narración contada mayoritariamente en presente de indicativo, B, que viaja a Acapulco de vacaciones con su padre -a todas luces una recreación del de Bolaño-, es apenas un muchacho que sin embargo lo mira todo con esa especie de distancia y de desencanto del lector avezado que es, desencanto y distancia que contrastan con la vitalidad y el pasional abandono con que el otro asume la vida. Que, queda la sensación, tal vez el padre pierde en ese prostíbulo y en esa madrugada en que se desata una refriega de borrachos: el momento más álgido del relato.

Ya sin el padre y no en Acapulco sino en Barcelona, adonde acaba de llegar B según el narrador, el protagonista de ’Días de 1978’ -quien aún no figura como escritor más que para los pocos que conoce y que lo conocen en esa ciudad catalana- se va a captar una primera enemistad de índole literaria, que reseña la voz narrativa, quien más que un narrador convencional es un autor implícito o implicado, dadas las libertades y la independencia de criterio que se concede: “La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada, las primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli más que suficiente para las ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya es inminente, B se levanta y rehúsa el enfrentamiento…”. (En efecto, esta voz narrativa tiene todos los giros característicos del autor implicado o implícito, como cuando dice… “aquí podría terminar la historia”, o “el más pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él…”, o “esta visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan nervioso a B que, sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto recientemente una película y que la película es muy buena…”, o “aquí debería acabar este relato, pero la vida es un poco más dura que la literatura”.)

Sin embargo, el lector se entera de que la animadversión no del todo gratuita que U le cobra a B no pasa a mayores, y más bien intuye que este, movido por una especie de afecto o de curiosidad que le despierta el suicidio de aquel en un bosque francés, decide hacerse un ’Vagabundo en Francia y Bélgica’ para, entre otras cosas, averiguar las razones que impelieron a U a colgarse de un árbol justo cuando se encaminaba de regreso a Barcelona. Una intuición que se desvanece no bien comienza el tercer cuento de la tríada.

¿Para qué cruza entonces la frontera?, nos preguntamos algunos lectores: “B ha entrado en Francia. Se pasa cinco meses dando vueltas por ahí y gastándose todo el dinero que tiene. Sacrificio ritual, acto gratuito, aburrimiento. A veces toma notas, pero por regla general no escribe, sólo lee. ¿Qué lee? Novelas policiales en francés, un idioma que apenas entiende, lo que hace que las novelas sean aún más interesantes. Aun así siempre descubre al asesino antes de la última página -lo que habla muy bien de Belano como lector: esta nota, por si acaso, es mía-. Por otra parte Francia es menos peligrosa que España y B necesita sentirse en una zona de baja intensidad de peligro. En realidad B ha entrado en Francia y tiene dinero porque ha vendido un libro que aún no ha escrito -solo les pagan por adelantado sus libros a los escritores de cierto o de mucho prestigio: otra nota mía, no se confundan-, y tras ingresar el 60 % en la cuenta corriente de su hijo se ha marchado a Francia porque le gusta Francia. Eso es todo.” Suficiente información como para concluir que, entre el anterior relato y este, han transcurrido algunos años que dejaron atrás al escritor de veintitantos y que se recuerda como “más pobre que una rata”, quien le cede su sitio al Belano o al Bolaño detective, que va tras la huella de un dizque escritor belga llamado Henri Lefebvre, homónimo de un filósofo francés que sí figura en la Wikipedia.


Mujeres en el filo de la navaja

Escucha siempre con atención las palabras que dicen las mujeres
mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada
que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero
si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y
piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen
y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad
quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, son monos ateridos
de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo,
son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando,
indagando las palabras que nunca podrán decir.
R. B.

Encarcelada por Franco en Aragón en noviembre de 1973; medicada con valium, “un montón de pastillas de valium”; asidua de otras drogas tales como rohipnoles y LSD y anfetaminas -“pastillas para subir y pastillas para bajar y pastillas para controlar el volante de su coche”-; insuperable en las húmedas luchas cuerpo a cuerpo que practica con muy diversos contrincantes; asediada por visiones “de monstruos, de conspiraciones, de asesinos”, la Sofía de ’Compañeros de celda’ es, no hay cómo negarlo, una mujer en el límite. Un personaje al que parece estorbarle la vida, que agota sin las previsiones y sin los cálculos de futuro que tanto preocupan a los más de los mortales, a los que en cambio la une su fisonomía: “…era morena, de corta estatura y muy hermosa”.

Y es precisamente con la fisonomía de ’Clara’ (“Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules…“) como emprende también Belano su narración de este otro cuento de Llamadas telefónicas, cuya tercera parte está dedicada por completo a féminas que como Sofía y Clara, o como Joanna Silvestri y Anne Moore, penden de un hilo, no ya para no despeñarse en la nada de la muerte que parece rondarlas, sino para no sucumbir de forma irremediable a la locura, con la que flirtean sin recato. Porque si a Sofía la atormentan o parecen atormentarla su pasado y sus adicciones y sus delirios, a Clara la empavorecen sus problemas mentales, materializados en esas ratas con que a menudo sueña y que despierta siente chillar en su cuarto, y la martirizan sus fracasos -que degeneran en depresiones- y su mandíbula desencajada y su cáncer.

Pero ¿en qué se traduce el límite en que habita ’Joanna Silvestri’?, ¿y en qué el de la ’Vida de Anne Moore’?

El de la actriz porno italiana, que se halla postrada en una cama de hospital a causa de una enfermedad que no se determina pero que se presiente, consiste en un monólogo interior o soliloquio o desvarío en que un como estado febril yuxtapone imágenes de muchos tipos y entrevera sueños con realidades, presentes con pasados, duermevelas con vigilias, personas vivas con personas muertas. Un discurso en el que si bien la vida de la protagonista no parece del todo amenazada por la inminencia de la muerte física, sí se insinúa en riesgo serio la estabilidad de su salud mental.

Por su parte, Anne Moore, más que cualquier otra criatura de la cosmogonía literaria de Roberto Bolaño, compendia como nadie la caracterización del personaje desnortado que va dando tumbos por el mundo, palos de ciego torpe, traspiés de borracho. Una ausencia de propósitos que en cambio no afecta a la ménade protagonista de ’Putas asesinas’, el relato que le comunica su nombre al libro en que figura.

Como Lisbeth Salander ante Nils Erik Bjurman pero primero que ella en el calendario literario, el personaje femenino del cuento (de cuya boca salen las palabras del epígrafe que encabeza este ’capítulo’) tiene ante sí, amarrado y amordazado, sometido y humillado, gimiente y aterrorizado, a un tal Max, no se sabe si la víctima de turno de la ménade o su única víctima, que la oye, junto con el lector, desvariar antes de que proceda a finiquitar su venganza o su acto de psicopatía femenina: “Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es inevitable. Acéptalo de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar ni de recordar congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con todas tus fuerzas en algo bonito… — (El tipo en vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la que está fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del esfínter y no retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se adhieren a su cuerpo mojado.)
—No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso lo mismo daría que estuviera anocheciendo…”. Y lo mismo da porque no hay para Max otro final que el que ella, una puta asesina como él en el filo de la navaja, le ha deparado.


Voces marginales y rostros difusos

Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben,
de la misma manera que uno nunca termina de vivir,
aunque la muerte sea un hecho cierto.
R. B.

Dos son los tipos de escritores que Roberto Bolaño patentiza en su narrativa. Al primero, que elocuentemente representa, entre muchos otros, ’Henri Simon Leprince’, lo integran escritores desprovistos de toda posibilidad en la Historia de la literatura; es decir, escribidores que tienen la marginalidad por territorio común. Cultores sin éxito de la imaginación creadora que responden, claro que con matices, a la caracterización del personaje central del cuento en cuestión: “Esta historia sucedió en Francia poco antes, durante y poco después de la Segunda Guerra Mundial. El protagonista se llama Leprince (el nombre, sin que se sepa por qué, le cuadra aunque él es todo lo contrario de un príncipe: de clase media venida a menos, carece de dinero, de una buena educación, de amistades convenientes) y es escritor. Por supuesto, es un escritor fracasado, es decir sobrevive en la prensa canalla parisina y publica poemas (que los malos poetas juzgan malos y que los buenos poetas ni siquiera leen) y cuentos en revistas de provincias. Las editoriales -o los lectores de las editoriales, esa subcasta aborrecible-, sin que él sepa por qué, parecen odiarlo. Sus manuscritos siempre son rechazados. Es de mediana edad, es soltero, se ha acostumbrado al fracaso…”.

El segundo tipo, en cambio, se desmarca de la marginalidad de estas voces narrativas condenadas a la mudez forzosa y se instala, “voluntariamente”, en la galería de los escritores cuyas palabras resuenan pero cuyos rostros se mantienen imprecisos, lo que les otorga ese halo mítico que baña, verbigracia, a Cesárea Tinajero y a Benno von Archimboldi. Dos escritores que guardan con celo uno de los preceptos fundacionales del real visceralismo (según la ficción de Bolaño) o del infrarrealismo (según su nombre de pila), a saber: no permitir que sus literaturas revelen sus rostros. Una finalidad que, paradójicamente, con seguridad persiguió pero no consiguió hacer suya el autor real, imposibilitado por su sonoro éxito ulterior.

En ’Un cuento ruso’, también de Llamadas telefónicas y que preside la voz de Amalfitano (¿el personaje de 2666 que es profesor y experto en la obra de Archimboldi?), apenas si se vislumbran dos fisonomías, cuya borrosidad no impide que se intente al menos identificarlas: la de un narrador por fuera de la diégesis que tiene por función única introducir el relato, y la del oyente de la historia del soldado sevillano que cuenta Amalfitano: un interlocutor sin corporeidad pero a quien resulta lícito embalar en la existencia de Arturo Belano. Que recobra en ’William Burns’ (el último cuento que de Llamadas telefónicas queda por reseñar) el poder de la palabra, aunque no las especificidades de su rostro, que se mantiene en la sombra: “William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí…”.

En un cuento-calambur titulado ’Prefiguración de Lalo Cura’ (calambur porque Lalo Cura es la locura y prefiguración porque Lalo Cura reaparece en 2666), Roberto Bolaño, acaso por primera vez de modo tan palmario, le confiere a una criatura de sus cuentos una voz narrativa autodiegética que no evoca las existencias del autor implicado o la de su álter ego Arturo Belano. Un personaje dotado de una identidad que avala un registro civil, el cual no deja lugar a dudas sobre su procedencia, pero que en absoluto ayuda a apuntalar la fisonomía de esa voz marginal que parece hablarnos desde los dominios de una psicopatía (“Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad…”) que parece consolidarse en el final del relato, cuando el lector queda con la sensación de que el “psicópata” sí asesina al Pajarito Gómez.

Tres relatos más de Putas asesinas (los últimos tres que de este volumen esperan mención: ’El retorno’, ’Buba’ y ’Dentista’), al igual que lo que sucede en ’Prefiguración de Lalo Cura’, ejercen su narración desde la autodiégesis, lo que no supone, al contrario de lo que sí se da en el cuento-calambur, que haya en ellos narradores personaje con identidad plena.

En ’El retorno’, por ejemplo, el lector se halla ante un narrador fantasma que cuenta desde una muerte incierta -“En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán…”- que las palabras y los tiempos verbales afirman y desmienten cada tanto y que no permite darle concreción a una faz que se intuye pero que jamás se contempla. Como no se contemplan las de los futbolistas que protagonizan ’Buba’, un relato en el que, además de los tres rostros difusos de los jugadores del Fútbol Club Barcelona, existen otros aún más desdibujados: los del público, narratario de la historia que cuenta Acevedo (de quien se sabe, como única particularidad de su fisonomía, que es chileno); rostros que no se pueden ver pero cuya presencia sí confirman expresiones en boca de la voz narrativa tales como “ustedes ya me entienden”, “como todo el mundo sabe”, “un gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos”, “aunque si quieren que les diga la verdad”, y de todas, esta, no ya una frase, sino una cita textual y harto diciente: “De tal manera que salimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y un fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una foto, es esa que tengo colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo sonriendo, bien vestidos, delante de una mesa exquisita, si me permiten la expresión…”.

“No era Rimbaud, sólo era un niño indio”: así comienza su relación de los hechos el narrador en primera persona de ’Dentista’, un cuento que va a girar en torno a una presencia de manos duras, durísimas, manos forjadas en el taller de un herrero; de figura redonda y ojos afilados. Una existencia ambigua, que esconde a un tiempo al niño de dieciséis años apenas que es José Ramírez y a su voz aún marginal de escritor en crisálida pero que promete. Un talento creador que me imagino semejante al del que fue capaz de idear ese prodigio literario titulado ’Dos cuentos católicos’, un relato que son dos cuentos a efectos prácticos, los cuales palpitan con vida propia, pero que mejor viven si se los entiende como una entidad simbiótica formada por dos devenires siameses que narran desde los yoes difusos y marginales que los contienen.

Protagonista el uno de ’La vocación’, título que recibe el primero de los dos cuentos o el primer capítulo del relato, este adolescente incauto pero que habita la frontera, fluctúa entre la misantropía más exacerbada que puede experimentar un ser humano y una devoción rayana en la idolatría, que también es exclusiva de los hombres. Protagonista el otro de ’El azar’, título que recibe el segundo capítulo del relato o el segundo de los dos cuentos, este hombre de edad incierta pero en todo caso mayor que su simbionte y que reside allende la frontera, es capaz de matar de sendos golpes a dos inermes pero pasar por santo ante los efebos ojos que lo contemplan. Con el mismo asombro con que yo leo, y trato de clasificar, ’Los mitos de Chtulhu’, el último ¿relato?, ¿ensayo?, ¿libelo? De El gaucho insufrible y del presente ejercicio hermenéutico.


Decantarse por una voz, marginal en el sentido de que no se le puede endilgar un nombre pese al yo desde el que habla; inducir a que el lector le calce a esa voz un rostro así sea difuso; amancebar géneros para que lo allí dicho con sorna no pueda ser ni descalificado de plano ni mucho menos tomado en serio y al pie de la letra; propugnar la clandestinidad del mordaz libelista que ataca sin miramientos pero con argumentos (a Pérez-Reverte y a Vázquez Figueroa, pero sobre todo a Neruda); y desconcertar al lector -no al ingenuo, no al espabilado, no al profesional, sino a todos- con lo que se le ofrece como ficción, son las razones que me llevan a afirmar que ’Los mitos de Chtulhu’, una alusión literaria con la ortografía trastocada -¿de forma consciente?- a ’La llamada de Cthulhu’ de Lovecraft, constituye el cuento más subversivo de los treinta y uno aquí estudiados, al tiempo que hace de su autor un “subvertidor” de cánones y reglas y preceptos y modelos y paradigmas y dogmas literarios, aunque no solo.