viernes, 20 de abril de 2012

Las cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder

Resulta curioso que las primeras y tal vez las únicas lecciones valiosas de pedagogía en una clase de pedagogía propiamente dicha las haya recibido durante mi primer semestre como estudiante universitario, en una fecha que se remonta a la primera mitad de 1995. Recuerdo como si no hubieran pasado diecisiete años que los treinta y tres primíparos que integrábamos ese grupo de estudiantes del programa de español e inglés de la UPN estábamos, en punto de la una de la tarde, sentados y aguardando, expectantes, a que llegara el titular de una asignatura llamada Educación y Sociedad cuando, de improviso, un profesor joven, casi un muchacho a juzgar por su voz, entró en el aula y sin que mediaran trámites o formalidades rompió a hablar con bastante suficiencia. No habían pasado veinte minutos de su presentación; de golpe, se abrió la puerta y la voz de un hombre maduro se dejó oír, no ya con suficiencia sino con displicencia hacia quien presidía el grupo en ese momento. “Discúlpeme, tengo clase aquí -dijo sin saludar-“. Tras unos segundos y un intercambio de palabras poco amistosas, el recién llegado ocupó la cátedra y empezó a discurrir sobre la educación y los educadores como si se tratara de una lección que se retoma y no de una que comienza, la cual se prolongó hasta el último día del curso.

Alberto Martínez Boom se llama el artífice de que ese que era yo entonces (demasiado impulsivo, pasional, ansioso y radical aunque “para bien”) comprendiera que no es cierto que el que enseña debe tener un carácter definido como profesor, una metodología probada y establecida, un manejo de grupo determinado por su personalidad, un modo de evaluar a sus estudiantes, una actitud frente a los desafíos y problemas, una manera de forjarse un buen nombre como educador y, en fin, una visión del mundo que influya, para bien o para mal, en su función formadora. Porque todos esos aspectos educativos o didácticos o humanos tienen que ser susceptibles de experimentar transformaciones a partir de estas cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder: “¿qué enseño?”, “¿en dónde enseño?”, “¿a quién le enseño?”, “¿cómo le enseño?” y “¿para qué le enseño?”. El orden no es, aclarémoslo, inalterable, como tampoco lo es la cantidad de las preguntas, cuyo número alguien con perspicacia y conocimiento del tema podrá aumentar.

Con miras a que este ejercicio reflexivo sobre el arte de instruir llamado pedagogía cumpla con su propósito (conseguir que mediante su lectura y su asimilación puedan reconsiderarse y corregirse las miradas unidireccionales o unifocales que tanto daño le ocasionan a la enseñanza), me apoyo indirectamente en mi experiencia como pedagogo que he sido de distintas instituciones (de educación no formal, privadas, públicas) para darle sustento didáctico al presente artículo.


“¿Qué enseño?”

¿Será lo mismo impartir clases de educación física, de física, de artes, de matemáticas, de Historia, de biología o de lenguas? ¿Debe contar el profesor de lenguas, de biología, de Historia, de matemáticas, de artes, de física o de educación física con las mismas destrezas pedagógicas para comunicar su saber? ¿En qué se diferencia, si es que en algo, la aproximación de cada uno de estos profesionales de la enseñanza a los contenidos que pretende transmitir?

Intentemos recordar a nuestro mejor profesor de cada uno de estos espacios académicos. Ahora pensemos en la razón de que los consideremos los mejores de dichas asignaturas: ¿su mucho conocimiento?, ¿la eficacia con que sus lecciones fluían hacia mí como destinatario del saber impartido?, ¿la amenidad que caracterizaba sus clases?... Poco importa. Lo que sí nos importa como estudiantes de educación física, de lenguas, de física, de biología, de artes, de Historia o de matemáticas es que esos contenidos lograron permearnos, ojalá quedándose para siempre con y en nosotros. Tal vez cada uno de nuestros mejores profesores triunfó a la hora de transfundirnos su saber gracias a que se sirvió de su poder kinestésico la de educación física y quizá la de artes, del poder persuasivo de su discurso el de Historia y necesariamente el de lenguas, de su poderosa memoria el de biología y de su claridad conceptual la de matemáticas. Lo único que no entra en discusión y que los caracteriza como los mejores en su área, concluimos al cabo, es la calidad de sus saberes y la pertinencia de sus conocimientos.

Sí: al pedagogo genuino -no a ese que ejerce o hace como que ejerce la docencia por caprichos del azar- lo caracterizan en primer lugar la calidad de sus saberes y la pertinencia de sus conocimientos. Al pedagogo genuino -no a ese para el que la enseñanza representa más una tabla de salvación que la vocación salvadora que es- sus estudiantes le reconocen las muchas horas invertidas en el aprendizaje de lo que ahora enseña pero para lo que continúa preparándose. Y a la grupa de ese reconocimiento, cabalga la certidumbre de esos estudiantes que saben que gracias a que la materia prima fundamental de la enseñanza existe, el aprendizaje está, si no garantizado, al menos ahí, visible, para que se lo construya.

A diferencia del “¿cómo enseño?”, del que se hablará en su momento, el “¿qué enseño?” no permite mayores márgenes de acción: ¿que me preparé mal o no me preparé en absoluto durante mis años de estudios universitarios?, ¿Que, dado mi déficit en los conocimientos requeridos para ejercer un determinado espacio académico, no logro conseguir la plaza de profesor con que soñé ni ver cumplidas mis aspiraciones salariales?, ¿Que mis estudiantes no me toman en serio ni respetan mis clases tal vez porque se dan cuenta de mi inseguridad a la hora de intentar enseñarles algo?... Y la lista, que puede prolongarse mucho más, compendia la angustia del profesor que no obstante querer -y esforzarse para hacerlo- instruir a sus estudiantes debidamente, no lo logra porque carece de saberes de calidad y de conocimientos pertinentes; carece de la materia prima indispensable para impartir la enseñanza que su diploma avala.

La profesora de matemáticas que pocas matemáticas sabe, el de lenguas que ninguna domina, la de educación física que se reitera en los mismos ejercicios porque ningún otro conoce, el de biología que trueca las taxonomías, la de física que se confunde cuando corrige los problemas con que evalúa a sus alumnos, el de Historia que confunde próceres y trastoca acontecimientos o la de artes que mal dibuja o baila sin armonía, son ejemplos de un mismo problema: el inconveniente de no conocer suficientemente lo que debo enseñar a mis estudiantes.

Ahora bien, en relación con este primer aspecto del quehacer del pedagogo, en relación con el “¿qué enseño?”, ha hecho carrera un disparate que bastante daño le ha ocasionado a la educación que se imparte en sociedades y países como los nuestros, y para el que se habla de una solución igual de disparatada: creer que los profesores mejor preparados deben ir, y van en consecuencia, pues se considera que solo allí son necesarios, a las aulas universitarias de posgrado y pregrado, donde pueden y deben dedicarse, además, a la investigación. Y a medida que los créditos del enseñante disminuyen, se lo destina, bien a la secundaria, bien a la primaria, cuando no al preescolar, estadios educativos que deberían contar con docentes tanto o más competentes por cuanto de las bases del aprendizaje se trata. Pero que quede claro que el remedio para este desacierto desde siempre vigente en tantas partes no consiste en que los profesores universitarios más laureados vengan a ocupar las plazas de los menos instruidos: el anhelo y la propuesta de no pocos insensatos. Ya que, en el caso harto improbable de que se le midieran al reto, encontrarían dos obstáculos prácticamente insalvables: el “¿a quién le enseño?” y el “¿cómo le enseño?”. Pronto concluirían los reclutados que no pudiendo adecuar su discurso a las necesidades de los más pequeños, el trueque no solo resulta ineficaz sino también lesivo para los intereses de los que recién empiezan su escolarización.

No es, pues, sonsacándoles a las universidades sus mejores profesores como se corrige el perjuicio, sino invirtiendo en la formación de los que se sienten llamados a ser especialistas en la enseñanza infantil y adolescente ingentes esfuerzos y recursos. Solo así, dejando a cada quien en su lugar pero procurando a todos iguales oportunidades, la educación, al menos en cuanto hace al “¿qué enseño?”, puede experimentar el progreso del que tanto se habla pero por el que tan poco se hace.


“¿En dónde enseño?”

¿Será lo mismo enseñar inglés en un preescolar, en una escuela elemental pública, en un colegio de bachillerato bilingüe, en un departamento de ingeniería que en uno de lenguas modernas o de licenciatura en inglés como segunda lengua? ¿Comparten las mismas necesidades y expectativas la estudiante de licenciatura en inglés como segunda lengua o el de lenguas modernas, la de ingeniería, el de bachillerato bilingüe, la de escuela elemental pública que el de preescolar? ¿Cómo y qué priorizar de acuerdo con la realidad en que ejerzo la docencia?

Para que este ejercicio sea todo lo eficaz y didáctico que se espera, pensemos en una pedagoga de lenguas idóneamente formada, muy inquieta y deseosa de conocer de primera mano diversos contextos educativos. Y con ello en mente, recién graduada de la universidad, se propone conseguir y obtiene su primer trabajo: profesora de inglés en un preescolar.

Seducida por el reto que supone la enseñanza a niños que acaban de terminar -eso en el caso de los que la comenzaron- su socialización primaria, nuestra impetuosa pedagoga emprende un estudio autónomo de los aspectos más generales del aprendizaje infantil, que alterna con una reflexión cuidadosa del papel que habrá de cumplir su asignatura en esas primeras lecciones a que se enfrenten sus estudiantes. Resuelve que la gramática de la lengua extranjera quedará, de momento, postergada: ni la necesitan todavía ni podrían comprenderla debidamente. Entiende, entonces, que su labor en ese preescolar no es literalmente “enseñar el idioma”, sino, en primer lugar, hacer a los niños conscientes de que en eso que llamamos mundo hay muchísimas otras lenguas además de la que ellos hablan y, en segundo término, lograr despertar en su infinita curiosidad el asombro por esa nueva forma de nombrarlo todo llamada inglés.

De manera que una vez alcanzado el objetivo de generar en sus estudiantes el entusiasmo de esa nueva posibilidad de interaccionar con el mundo exterior, nuestra pedagoga sabe que puede dar un segundo paso en su carrera docente. Ahora es profesora en una escuela elemental pública.

Como el trabajo es también con niños -salvo que más grandes que los del preescolar y de diversas edades-, los conocimientos adquiridos gracias a su estudio autónomo en relación con algunos aspectos del aprendizaje infantil le son de mucha utilidad. No obstante, reconoce que afronta dos retos -cuando menos dos- serísimos: el número de personas por curso (cuarenta o más) y el escaso número de horas lectivas cada semana (cuatro o menos). Se dice que con semejante desproporción, sus objetivos tendrán que quedar bastante claros en su plan de trabajo. Desde luego que sí va a tener en cuenta la gramática, aunque solo sus rudimentos, pues comprende que más importante que avanzar en el estudio formal del idioma es, como lo estableciera para sus ex alumnos del preescolar, conseguir que sus estudiantes se sientan seducidos por las generosas promesas que ofrece el aprendizaje de esa lengua extranjera que todo lo abarca. Es consciente de que tendrá que emplearse a fondo para sobreponerse al hacinamiento en el aula y para dedicar la atención debida a cada niño, y con especial cuidado a los que mayores necesidades tengan.

Algún tiempo después, con el sinsabor de no haber podido hacer más pero con la tranquilidad de haberlo intentado todo, nuestra pedagoga concluye que es hora de proseguir su camino. Y empieza a trabajar en un colegio de bachillerato bilingüe.

Como lo hiciera no bien consiguió su primer empleo docente en el preescolar, se da a la tarea de averiguar los fundamentos del aprendizaje en la adolescencia. Es la primera vez, piensa con alegría, que va a poder desarrollar una clase completa en inglés: un momento que aguardaba desde sus días de estudiante universitaria. Pero descubre pasadas unas semanas que de seguir persistiendo en querer hacer de sus actuales estudiantes hablantes esmerados y escritores cuidados, el interés que ha logrado despertar en ellos por sus clases puede trocarse en desmotivación. Y opta por un enfoque más comunicativo; ese en que la precisión gramatical o léxica del lenguaje oral o escrito “carece de importancia” frente al éxito de la intención del que se esfuerza, y logra, comunicarse. Descubre así mismo llena de asombro que dependiendo de los intereses y expectativas del grupo de estudiantes que se tenga, pueden y deben descartarse -aunque no del todo, desde luego- uno o más componentes de la lengua objeto de la enseñanza, a fin de hacer del aprendizaje algo verdaderamente significativo según las circunstancias.

Cada vez con más experiencia docente y más y mejores reflexiones en torno al quehacer del que enseña, nuestra pedagoga siente que llegó el momento de incursionar en eso que todos llaman “educación superior”. Y obtiene una cátedra como profesora de inglés en una facultad de ingeniería.

Su primera impresión, errónea como muchas primeras impresiones, es que, tratándose de “estudiantes universitarios”, va a poder ejercer con ellos la exigencia que ha debido matizar en sus anteriores lugares de trabajo. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que también entre universitarios existen las diferencias. Con el transcurrir de las clases aventura que no debe ser lo mismo enseñar inglés en una facultad de ingeniería de una universidad privada como en la que trabaja, que hacerlo en un departamento de lenguas modernas o de licenciatura en inglés como segunda lengua de una universidad pública, donde piensa que debe haber al menos un poco más de compromiso por parte de los muchachos y de seriedad por parte de la universidad. Y se propone averiguarlo, optando a una cátedra en esas condiciones.

De modo que cuando siente que la experiencia acumulada en aquella universidad estatal como profesora de distintas asignaturas de futuros docentes de esa lengua que parece monopolizarlo todo es suficiente, y tras mirar críticamente y en retrospectiva su discurrir por todos aquellos estadios de lo que se da en llamar “educación formal”, sabe que está en capacidad no ya de aventurar, sino de concluir que “no es el docente quien impone su agenda en el lugar en que enseña, sino que son el contexto y las circunstancias particulares del lugar en que enseña lo que fuerza al docente a pensarse como pedagogo”; que “de nada o en cualquier caso de muy poco le sirven sus saberes de calidad y la pertinencia de sus conocimientos al profesor que, desconociendo el contexto y las circunstancias particulares del lugar en que enseña, pretende pasarlos por alto y hacer como que dan lo mismo o como que son inferiores a su agenda”; que “las expectativas del que enseña no siempre coinciden con las expectativas del que aprende”; que “solo una reflexión ponderada en torno a ese contexto y esas circunstancias particulares del “¿en dónde enseño?” garantiza en buena medida el éxito de la instrucción que se imparte” y que “si la primera pregunta que todo pedagogo se debe responder constituye el principio mismo de la labor del enseñante, la comprensión y puesta en ejecución de la segunda constituye en parte el éxito nada menos que de la docencia".


“¿A quién le enseño?”

¿En qué medida la evaluación debe estar regida por el “¿en dónde enseño?”? ¿Qué papel debe desempeñar el esfuerzo y cuál el rigor en el proceso evaluador? ¿Qué papel la desidia y cuál la mediocridad?

Convencido como estoy de que una reflexión en torno a la tercera pregunta que todo pedagogo se debe responder ha de partir de la asociación estudiante-evaluación, propongo su análisis desde esa perspectiva de la pedagogía. Para adelantarlo, sirvámonos de los tres interrogantes que encabezan esta tercera parte del artículo.

Aun cuando algunas de las cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder están relacionadas con la anterior y con la siguiente (la 2 con la 1 y la 3, la 3 con la 2 y la 4 y esta con la 3 y la 5), y otras ya con la anterior (la 5 con la 4), ya con la siguiente (la 1 con la 2), ningún par es más cercano que el que forman la 2 -“¿en dónde enseño?”- con respecto a la 3 -“¿a quién le enseño?”-. ¿Acaso el profesor de matemáticas que por la mañana enseña cálculo a estudiantes de último año de secundaria y por la tarde también cálculo, pero a estudiantes de ingeniería civil, debe evaluar a unos y a otros basándose en los mismos criterios? Un no rotundo es la respuesta. Porque si evalúa, dándole prelación al esfuerzo del estudiante, actúa con arreglo a la justicia docente en el primer caso y de espaldas a ella en el segundo. Pero si su evaluación se atiene a los resultados mensurables que arrojan las pruebas de cada estudiante haciendo a un lado, si toca, el esfuerzo demostrado durante el curso por cada uno de ellos, actúa con arreglo a la justicia docente en el segundo caso y de espaldas a ella en el primero. Además, ese profesor de cálculo necesita, a la hora de evaluarlos, estar en capacidad de comprender las necesidades y expectativas de sus estudiantes de secundaria (conocer las nociones de esa asignatura, prepararse para las pruebas de Estado y quizá, solo quizá, para un programa universitario con anclaje en las matemáticas) y las de sus estudiantes universitarios (profundizar en los secretos del cálculo, demostrar su competencia matemática y numérica, saber a ciencia cierta si se tienen o no posibilidades en una profesión que entraña múltiples riesgos). Pero veámoslo con más detenimiento.

Si X, profesor de cálculo de estudiantes de último año de bachillerato, reprueba terminado el año lectivo a todos los que no presentaron exámenes satisfactorios sin tomar en consideración el empeño manifiesto de muchos a los que se les dificultaron ciertos temas que no obstante intentaron aprehender a base de esfuerzo, demostraría con esa resolución que no comprende ni en dónde enseña, ni a quién le enseña. ¿Debe reprobar cálculo un buen estudiante de secundaria cuya única falta es la de que no se le da bien esa asignatura? Me temo que no. ¿Debe reprobar cálculo un “buen” estudiante de ingeniería civil cuya única falta es la de que no se le da bien esa asignatura? Me temo que sí y me explico.

Si X, profesor de cálculo de estudiantes de ingeniería civil, reprueba terminado el semestre a todos los que no presentaron exámenes satisfactorios sin tomar en consideración el empeño manifiesto de muchos a los que se les dificultaron ciertos temas que no obstante intentaron aprehender a base de esfuerzo, demostraría con esa resolución que sí comprende en dónde enseña y a quién le enseña. Como lo oyen: reprobar a un futuro ingeniero civil muy esforzado como estudiante aunque muy deficiente como matemático no constituye un acto de injusticia docente sino uno de ética y responsabilidad del pedagogo. Que sabe las consecuencias que acarrearía la decisión contraria al cabo de un tiempo: puentes que se vienen abajo, edificios que colapsan sin razones aparentes y la pérdida de vidas que dichos “accidentes”, por completo evitables, ocasionan.

Ya me imagino los ceños fruncidos de muchos colegas que hasta este punto de la lectura han llegado. Se deben de estar preguntando cómo prescindir, en el momento supremo de aprobar o reprobar, del esfuerzo demostrado por un estudiante durante un semestre universitario, y por qué sí tener en cuenta ese mismo esfuerzo en el caso de estudiantes de bachillerato, primaria o preescolar. Y la respuesta, aunque controversial, se me antoja demasiado sencilla: pues porque el esfuerzo per se es insuficiente cuando se trata de profesiones -ciencias de la salud, ingenierías, aviación, pedagogía, para solo mencionar unas cuantas- que involucran la integridad o el bienestar de personas y comunidades. Mientras que el niño y el adolescente no optan por las matemáticas o la biología de forma voluntaria sino que más bien ellas representan para ellos imposiciones -en el peor de los casos- o tanteos y descubrimientos -en el mejor-, esas dos asignaturas comportan para el futuro ingeniero o el futuro médico la columna vertebral de sus respectivos saberes profesionales, cuyo dominio deben probar desde el rigor a que su esfuerzo los condujo.

Según la escolarización avanza -digamos del preescolar a la primaria, y de esta al bachillerato; del bachillerato al pregrado, y de este a la especialización y a la maestría y al doctorado y a los estudios posdoctorales-, el pedagogo debe fundar su evaluación cada vez menos en el esfuerzo -mirífico cuando se trata de niños y adolescentes; apenas natural tratándose de universitarios y de investigadores- y cada vez más en el rigor -plausible cuando se trata de universitarios y de investigadores; apenas perceptible tratándose de niños y de adolescentes-. Tanto yerra el profesor que desaprueba a sus estudiantes en el preescolar, la escuela primaria o el bachillerato esgrimiendo argumentos inflexibles de rigor (primera, tercera y quinta definiciones del diccionario de la RAE), como el docente universitario que, pese a no haber rigor en el desempeño de sus estudiantes, los aprueba esgrimiendo el esfuerzo realizado como razón suficiente. Tanto acierta el profesor que desaprueba a sus estudiantes en la universidad esgrimiendo argumentos inflexibles de rigor (quinta, tercera y primera definiciones del diccionario de la RAE), como el docente de preescolar, la escuela primaria o el bachillerato que aprueba a los suyos esgrimiendo el esfuerzo realizado como razón suficiente.

Pero las cosas se simplifican mucho cuando, en lugar del esfuerzo y el rigor, aparecen en la escuela (y por escuela se entiende la que abarca desde las primeras lecciones escolarizadoras hasta las disertaciones de iniciados y expertos investigadores) la desidia y la mediocridad, sus respectivos antónimos. Cuando eso ocurre -por desgracia demasiado a menudo-, al pedagogo no le corresponde establecer jerarquías o aplicar la casuística en la evaluación -indispensable para no cometer injusticias con quien no se debe-, ni sopesar relaciones del tipo “¿en dónde enseño?” versus “¿a quién le enseño?”. Al pedagogo de desidiosos y mediocres corresponde, en cambio, hacer uso del único rasero válido en circunstancias de total improducción del estudiante: la reprobación fulminante. Únicamente así, generando en el niño y el adolescente la consciencia de que el esfuerzo genuino en el aprendizaje más temprano que tarde habrá de conducirlos al rigor, ulterior finalidad de la academia, esos dos vicios -uno en realidad- de pésimos estudiantes y peores profesores, algún día podrían ser extirpados de nuestros sistemas educativos: un sueño, para qué engañarnos, con apariencia de imposibilidad.


“¿Cómo le enseño?”

¿En qué momento la lúdica deviene ludopatía en el salón de clases? ¿Por qué se suele afirmar que de nada sirve el qué sin el cómo en la docencia? ¿Cuál es el motivo de que sean tan sumamente escasos los profesores que de veras pueden descollar en cualquier nivel educativo y tantos los especialistas en uno solo, para no hablar de los que no son especialistas en nada?

En este mundo cada vez más globalizado, la industria del entretenimiento cobra día por día mayor importancia y más adeptos con apariencia más bien de víctimas: hay que erradicar el aburrimiento a como dé lugar de nuestras vidas; no hay que dejarlo entrar ni en nuestras casas, ni mucho menos en nuestros lugares de trabajo o en la escuela. Bombardeados sin tregua por nuevos adminículos y redes sociales que dizque sobrepujan a los de ayer en posibilidades, niños, adolescentes, jóvenes y adultos de muy diversas edades en ellos buscan refugio para evadírsele al estrés que les produce cualquier tipo de disciplina o de esfuerzo intelectual. Y la consecuencia de tal desmadre, que no es la única aunque sí la más visible, se traduce en dos fenómenos harto inquietantes: el debilitamiento incontenible de la memoria y la tiranía de la dispersión crónica, de los que pocos -cada vez menos- logran escapar.

Artífice de su propia trampa, la escuela y sus responsables -directivos, docentes, padres de familia: la sociedad toda- abogan hoy por hoy con impaciencia por una educación que privilegie, no la disciplina y el rigor académico, sino la laxitud y la ley del menor esfuerzo, para no desentonar con los tiempos livianos que corren. Y para congraciarse también con esos tiempos y no parecer anacrónicos, demasiados profesores han asumido como propia la tarea de motivar antes que la de formar, sin comprender que “no se puede educar al niño sin contrariarle en mayor o menor medida”, y que “para poder ilustrar su espíritu hay que formar antes su voluntad y eso siempre duele bastante”, como acertadamente afirma don Fernando Savater en El valor de educar, un libro que debiera ser lectura imprescindible en cualquier facultad de educación.

Por si todo lo anterior fuera poco estropicio, y en consonancia con esa urgencia de motivar como fin último de la enseñanza, de la necesaria pedagogía lúdica o lúdica pedagógica que tan buenos resultados rinde cuando se administra de conformidad con una adecuada posología didáctica, tales docentes han permitido que se apoltrone en sus clases una suerte de compulsión ludópata, la cual termina por condicionar aun al educador que, consciente de los riesgos que semejante desmesura ocasiona, acaba por sentirse vencido por ella. ¿Cómo contrarrestar en el estudiante la idea esa de que las clases deben ser siempre divertidas y jamás monótonas?, ¿cómo hacerle entender que el juego, si bien necesario en muchos momentos de la vida, perjudica en otros por inoportuno?, ¿de qué estrategia valerse para hacerlo consciente de que “la mayoría de las cosas que la escuela debe enseñar no pueden aprenderse jugando”?: otra aseveración no menos atinada del filósofo y educador español. Pero mientras estos y otros interrogantes algún día -ojalá no muy lejano- encuentran reflexión y debate en la academia, ocupémonos del segundo aspecto propuesto para esta cuarta pregunta que todo pedagogo se debe responder: el qué sin el cómo.

Ya se dijo en el presente artículo que no puede haber enseñanza posible si su artífice, el docente, no cuenta con saberes de calidad y con conocimientos pertinentes. Lo que no se ha dicho, empero, es que tenerlos no garantiza el éxito de la docencia.

Pues bien: para nadie es un secreto que en facultades y departamentos de prestigiosas universidades del mundo entero abundan los profesores cada vez más preparados y con mejores credenciales académicas que exhibir, lo cual no necesariamente conlleva que la calidad de la instrucción que imparten ellos en ellas se incremente en proporción directa a los estudios e investigaciones que adelantan. Y la razón de semejante paradoja, que no lo es, tal vez se pueda resumir con palabras de Misión de la universidad, el lúcido ensayo publicado por don José Ortega y Gasset en 1930, que concluye: “…Porque uno de los males traídos por la confusión de ciencia y universidad ha sido entregar las cátedras, según la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo”. Una opinión que adolece ciertamente de generalización, pero que nos ayuda a explicar una inexactitud que no se toma por tal: la creencia de que todo aquel que posee saberes de calidad y conocimientos pertinentes está en capacidad de comunicarlos idóneamente. Como si el mero hecho de haber afrontado con éxito el aprendizaje graduara al aprendiz de enseñante; como si al arte de enseñar llamado pedagogía se accediera simplemente a fuerza de acumular diplomas.

No señores. Enseñar, como otro cualquier arte, intima, amén del trabajo arduo del día a día, generosas cantidades de talento. No más hay que observar con atención, para entender de qué va eso del talento, a un grupo de niños que intentan comprender un juego nuevo, no ya para intuir, sino para saber a ciencia cierta cuál o cuáles de los niños es o son los pedagogos del grupo. Sin el menor esfuerzo y con desparpajo, el o los señalados, haciendo gala del liderazgo que le es inherente a todo buen maestro, asume o asumen el rol de la docencia, al tiempo que los demás niños a ella se pliegan, cual si de la cuestión más natural se tratara. Lo que sucede es que la autoridad del educador genuino, ese que nació para serlo, no se discute. (Y ojo que no estoy aquí hablando de autoritarismo, dos términos que muchos confunden.)

Ahora bien, dos clases hay de pedagogos auténticos. Por un lado, encontramos a ese que tras definir su sitio en la academia (profesor de educación preescolar, primaria, secundaria o superior), a él se dedica en cuerpo y alma y casi de por vida, imbuido de que su vocación reclama mucho más que las cuarenta horas semanales que se consideran justas para un trabajador medio. Por el otro, un poco más difícil de hallar que una guaca, se yergue el maestro-educador-pedagogo, para quien la comodidad de un único nicho educativo resulta inconveniente e irrespirable, a tal punto que, para no asfixiarse en medio de la pequeñez de su especialidad, decide, como lo hiciera en su momento nuestra impetuosa pedagoga de lenguas, recorrer uno después de otro, si es posible todos los derroteros por los que se conduce la enseñanza: una misión, no hace falta decirlo, reservada para muy pocos.


“¿Para qué le enseño?”

Los seres humanos, al contrario de los demás animales, necesitamos, en el momento de emprender una empresa o un proyecto o un estudio, llenarnos de razones: me lanzo a la presidencia para hacer Historia, pido un préstamo en el banco para montar un negocio, estudio inglés para poder optar a una beca en el exterior. Incluso cuando no hacemos “nada productivo”, ahí están las muy porfiadas: no trabajo para no estresarme, no estudio para así poder jugar, no hago ejercicio para no agitarme innecesariamente. Si los contáramos, nos daríamos cuenta de que cada día de nuestras vidas está surcado, de comienzo a fin, de esos “paras” que tienen por objeto justificar la subsistencia: duermo para sentirme descansado, como para alimentarme, me alimento para no morir. Y la existencia: me caso para formar una familia, me esfuerzo para que mis hijos vivan bien, les doy una buena educación para que mañana velen por sí mismos. Ni siquiera los suicidas, aquellos valientes para muchos y cobardes para otros tantos, incumplen este precepto vital de los motivos, pues renuncian a la vida “para dejar de sufrir”. Pero no es hora de renunciar sino de proseguir.

Como es natural, al pedagogo, acaso más que a cualquier otro profesional, se le exige y de él se espera que tenga claridad meridiana sobre las razones de su quehacer. ¿Para qué alfabetiza al niño?, ¿para qué instruye al adolescente en eso que se da en llamar orientación vocacional?, ¿para qué le exige una tesina o una monografía sustentada de grado al profesional o al especialista o al magíster o al doctor? Y el pedagogo responde:
—Alfabetizo al niño para que logre, paso a paso, ir allanando su camino en el conocimiento y cimentando sus procesos de aprendizaje, objetivos imposibles sin esa primera alfabetización; instruyo al adolescente en eso que también da en llamarse orientación profesional para que intente definir qué camino tomar cuando hayan culminado sus estudios en la educación media y cuando haya descartado hasta decantarse, si es posible por una, las que creía sus inclinaciones vocacionales; exijo un trabajo de grado serio y riguroso al profesional o al especialista o al magíster o al doctor para que demuestren, no solo que son profesionales y especialistas y magísteres y doctores solventes, con saberes de calidad y conocimientos pertinentes, sino para tratar de visualizar en esas tesinas y en esas monografías los vestigios y las repercusiones de la primera alfabetización y la orientación vocacional impartidas en su momento. Vestigios y repercusiones que, se crea o no, aún subsisten en esas instancias.

Si a manera de epílogo del presente artículo le preguntáramos a nuestra impetuosa pedagoga de lenguas (una maestra auténtica tipo 2, de aquellas que son más difíciles de hallar que una guaca) para qué le enseña inglés al niño de preescolar, nos diría: “Para ayudarlo a descubrir la magia de poder nombrar su mundo de dos formas distintas”:
—Amo a mi mascota = I love my pet.
— ¿Y a la niña de escuela elemental pública?: “Para ayudarla a comprender que lo que expresamos, bien en una lengua o bien en otra, no es inocente sino que entraña intenciones”:
—Amo a mi perra porque ella me defiende = I love my female dog because she defends me.
— ¿Y al muchacho de bachillerato bilingüe?: “Para ayudarlo a que adquiera la fluidez característica del hablante autóctono medio, quien tampoco se comunica con total corrección aunque sí con claridad”:
—Today, I gonna talk to you about…
— ¿Y a la estudiante del departamento de ingeniería?: “Para intentar ayudarla a concluir que, por muy buena ingeniera que sea, sus aspiraciones profesionales y salariales se van a ver frustradas muy pronto debido a su impericia en el dominio del inglés, la lengua universal de los negocios y de muchísimos, si no de todos, los ámbitos profesionales”:
—I didn’t realize the importance of mastering English until I missed a really tempting job opportunity abroad.
— ¿Y al estudiante del departamento de lenguas modernas?: “Para ayudarlo a afianzar su dominio de la lengua extranjera, que a su turno habrá de desempeñar un papel protagónico en la consolidación de la calidad de sus saberes y la pertinencia de sus conocimientos”:
—I expect, in the near future, to be able to work as a translator, thanks to my mastery of the second most spoken language in the world, but the first most powerful one of all!
— ¿Y a la estudiante de licenciatura en inglés como segunda lengua?: “Para ayudarla no solo a afianzar su dominio de la lengua extranjera, sino a comprender que su misión como educadora debe partir de una reflexión profunda en torno a cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder (“¿qué enseño?”, “¿en dónde enseño?”, “¿a quién le enseño?”, “¿cómo le enseño?” y “¿para qué le enseño?”), y debe concluir -jamás concluye- con la puesta en práctica de los resultados de esa reflexión, representados en cinco respuestas que, caso de ser el producto de un análisis juicioso y pormenorizado de esos cinco interrogantes, garantizan en buena medida el éxito de la docencia que se imparta”:
—Now I know that my success as a teacher of English mainly depends on how pertinently I respond to five questions every educator is supposed to reflect on, unless he or she is not really interested in succeeding pedagogically: “what do I teach?,” “where do I teach?,” “whom do I teach?,” “how do I teach him or her?” and “why do I teach him or her?”.