sábado, 10 de noviembre de 2012

Personajes literarios con estatura de ensayo, reducidos a tamaño de párrafo

Dedico este ejercicio de concreción escrita al periodista y profesor universitario Camilo Jiménez, cuya carta de renuncia a la cátedra que ejercía en la Javeriana apareció publicada por el periódico El Tiempo del 8 de diciembre de 2011. Lo dedico asimismo a los cada vez más escasos educadores que, no satisfechos nunca con su desempeño o el de sus estudiantes, conflictúan con su misión formadora y se niegan en redondo a contemporizar con la mediocridad prohijada por una inmensa mayoría de ciudadanos de todo tipo. Por profesores, directores de departamento, decanos y rectores universitarios.


Una mujer en guerra

Como ni las conflagraciones ni las mujeres que las sufren se van a agotar nunca, simplemente porque el espíritu hostil del hombre jamás declina, la protagonista de La plaza del Diamante, Natalia o Colometa según las contingencias, nunca jamás va a caer en desuso. Cercada primero por la muerte de su madre y el abandono de su padre, y más adelante por el de su esposo que con los republicanos se alista dejándola desamparada con sus dos niños pequeños, este personaje femenino de Mercé Rodoreda va a experimentar, junto con ellos, los estragos de la Guerra Civil Española. La soledad, la escasez transformada en hambre creciente y la desesperación a que la empujan los padecimientos propios y los de sus hijos, la fuerzan a contemplar la salida por que optan muchos de los que, como ella, se encuentran sitiados por una realidad que no se conduele: el suicidio. Pero antes de que esta madre acosada por la sinrazón de una guerra ajena se vea abocada a quemar con el aguafuerte por dentro los cuerpos de sus hijos, para luego habérselas consigo misma, la vida le muestra la luz al final del túnel, que tiene forma humana y nombre de hombre bueno. Y con él llega a esas tres existencias rotas por los designios de otros la restauración primero de la paz perdida, tras lo cual es incluso posible y muy merecido volver a sentir la felicidad hace tanto olvidada.


Un niño ciego universal, único

La ceguera, poderoso destino, es la misma en todas partes: así la de Taha Husein en un mundo rural e islámico de finales del siglo XIX, como la de un niño holandés nacido a principios del XXI en una familia urbana y atea. Los días de la infancia transcurrieron y transcurren para uno y otro como hoy discurren los de los niños ciegos de cualquier latitud, de todas las latitudes: vaciados de luz solar y colmados de aprendizajes que les lancinan la fantasía y les avivan, de forma prematura, la consciencia. Pero ni las circunstancias ni los sujetos que padecen sus rigores son los mismos. Mientras Taha Husein nació y sufrió, creció y sufrió pero brilló en una sociedad para la que la ceguera es maldita y por tanto propicia para el fracaso, muy seguramente el niño holandés estará condenado, no obstante las condiciones ventajosas de su nacimiento, al anonimato que marca las vidas de una inmensísima mayoría de los mortales, cuando no al fracaso más absoluto. ¿Cuestión de determinismo genético? Todo cabe. Lo único en lo que no hay lugar para las dudas lo constituye el hecho de que Taha Husein, narrador, personaje y autor de su novela autobiográfica, encarna al ciego sufriente, que son todos, aunque con más ímpetu al ungido, que son reducidísima minoría.


Los pasos de Ismael

Ismael Pasos ha sobrevivido, tozudamente, quién sabe a cuántas incursiones armadas perpetradas por cualquiera o por todos Los ejércitos contra el cuarenta y dos veces mencionado en la novela municipio de San José, que no es pero que podría tratarse de cualquiera de las más de diez poblaciones que en Colombia derivan su nombre del santo. Profanada cada tanto por los terroristas de uno u otro u otro bando, esta localidad, que el protagonista recorre de extremo a extremo por ver si encuentra a Otilia viva tras la última masacre, rebosa vida a principios de la historia y muerte y desolación hacia el final. Que, Evelio Rosero lo sabe, no es ninguna extinción definitiva, pues más obstinados que la violencia de los hombres son los hombres que a ella se sobreponen para intentar seguir siendo. También felices.


Una vida real que nació literaria

Quizá no haya, en toda la buena literatura escrita hasta hoy, un personaje que pueda siquiera equipararse en ambigüedad al de la Historia de la monja alférez, el libro de memorias de doña Catalina de Erauso. En tiempos en los que las mujeres estaban confinadas prácticamente sin excepción en sus casas o en conventos, la protagonista escapa del suyo para correr mundo, ayudada por la indefinición congénita de su apariencia física y oculta tras al menos cinco identidades masculinas diferentes con que viaja por España y Las Indias y Europa, recurriendo a la picaresca aquí, a la bizarría de su dual naturaleza allá, pero siempre y en todas partes a su facultad mimética. Personaje de género cambiante, soldado por vocación y monja por azar, la autora se propone y consigue concretar en su autobiografía una como entidad hermafrodita que se debate entre la rudeza de un macho alfa pero invisible y la indefensión más femenina, solo manifiesta a trechos y para muy pocos, sin dejar de ser nunca una cosa o la otra. Con lo cual se puede asegurar que el lector de casi dos siglos de esta memoir se halla delante de una presencia equívoca difícil de superar en la realidad e incluso en la ficción.


Manos cesantes de músico que en cambio escribieron

Las de Wladyslaw Szpilman, autor y personaje central de El pianista del gueto de Varsovia, cuya interpretación de Chopin se vio de súbito interrumpida por la más cruenta guerra de que se tenga noticia. A fin de cuentas artista, este compositor polaco de origen judío que fue capaz de burlar la muerte en incontables oportunidades para morir de viejo en su Polonia natal, pone al servicio de la Historia su observación y su inteligencia y le cuenta al mundo sus impresiones de esa orgía macabra llamada Holocausto, que cobró las vidas de su familia. Y es que ni Henryk su hermano, ni Regina o Halina sus hermanas, ni sus padres sintieron posarse sobre su cuello la mano que, a último momento, hala desde el anonimato al artista antes de que el vagón de ganado que parte a Treblinka cierre sus puertas y emprenda la marcha sin regreso posible. Solo él, testigo que el veleidoso destino señala, sobrevive al horror para gritar a los dioses y a sus criaturas que sigue ahí, dotado de pluma y piano, dispuesto a rendir testimonio escrito del espanto de que fue víctima y a reanudar su recital de ese compatriota suyo pianista como él y como él inmortal, justo en donde se silenció: en el nocturno en do sostenido menor que ahora resuena más allá del gueto.


Testigo de todo y protagonista de mucho

Solimán, un niño libio de tan solo nueve años, que observa la forma en que su madre se procura la bebida, prohibida en países de fuerte raigambre islámica, para metamorfosearse de noche gracias a ella en una Sherezade incontenible que le cuenta a su hijo sus penurias de mujer en un mundo machista y violento. Solimán, tal vez el álter ego de Hisham Matar, que ve cómo la dictadura de Gadafi rapta a plena luz del día a allegados a su familia, transmite por televisión sus ejecuciones como si de espectáculos de muchedumbre se tratara, intercepta líneas telefónicas sin recato y tortura a sus secuestrados hasta convertirlos en amasijos informes. Solimán, un niño inteligente y sensible pero con el alma revuelta, que presencia la forma en que su madre da la espalda a la familia amiga para salvar el pellejo de los suyos y se humilla a los esbirros del régimen para que liberen a su marido; que se descubre tratando a su vez con mezquindad a su amigo de infancia cuyo padre fue secuestrado y torturado y ahorcado por la dictadura en medio de un estadio abarrotado y con transmisión en directo; que se sorprende revelándole las identidades de los amigos de su padre al matón que habla del otro lado de la línea y entregándole a otro el único libro que pudo rescatar de la biblioteca de su padre incinerada por su madre. Solimán, un niño inocente pese a su inteligencia y sensibilidad, que pilla sin proponérselo a sus padres un par de veces en faenas genitales que siente lesivas contra su madre y que juzga que estas deberían adelantarse tras puertas cerradas y a oscuras; que quiere pero no se atreve a salvarla a ella de eso que percibe como una ignominia. Solimán, Solo en el mundo luego que sus padres decidieran exiliarlo en Egipto sin consultar su parecer y a la inverosímil edad de diez años, se esfuerza por recobrar la imagen mental que de su madre registra su memoria minutos antes de que esa mujer aún muy joven aparezca, quince años después, en esa estación de buses en que ahora la espera, aunque ya sin la impaciencia del niño que se consumió aguardando su llegada y la de su padre, que con ella no viene porque está muerto.


Un día en la vida de un alucinado

A diferencia de muchos seres humanos, Jonathan Noel no ambiciona para sí más que la paz de los sentidos o una existencia exenta de sobresaltos. Y así va fluyendo su vida hasta la mañana en que la presencia de una paloma cerca de la puerta de su exigua vivienda, en el corredor del edificio de apartamentos en que vive, viene a trastornarlo todo: su equilibrio emocional, la estabilidad de su psiquis y, con ello, el bienestar de su cuerpo. Por primera vez en los veinte años que lleva guardando la entrada del banco en que trabaja, es presa de desatenciones que le impiden cumplir a cabalidad con sus deberes. Sobrelleva la jornada como sobrelleva la suya un condenado a muerte que sabe que para él no hay escapatoria. Presiente que, a su regreso a casa, su pesadilla materializada en La paloma no se habrá desvanecido y entonces se promete la muerte para el día siguiente. Pero Patrick Süskind, que parece haber borrado de la escena el motivo del desquiciamiento de Noel, no nos permite comprobar los arrestos de su muy bien logrado personaje.


La carta que nunca llega

Hanna Schmitz, que cuenta treinta y seis años al comienzo de esta novela de Bernhard Schlink, carga consigo un pasado con dos vergüenzas, en su sentir una más oprobiosa que la otra. Por un lado, su participación con las SS como guardiana de campos de concentración, hecho por el que recibe una sentencia en principio a perpetuidad, y, por el otro, la mortificación en que la sume ya desde hace tanto su analfabetismo, determinador de todas sus desdichas y pecados. Pero es irónicamente en la cárcel, mientras purga su condena, donde deja atrás el lastre de no saber leer, que se saca de encima cotejando las cintas que de El lector recibe con los manuscritos que la directora del penal le suministra. Tanto ingenio y tesón no le van a alcanzar, sin embargo, para cumplir su sueño de tener en las manos la carta que de él espera y que querría leer antes de entregarse voluntariamente a un suicidio que desdeña el indulto que le fue concedido. No por su ex amante, dieciocho años menor que ella, quien con su silencio apuntala ese designio.


Pupilas quemadas por la luz

Hay escritores cuyas obras, dignas de inmortalidad, sobrepujan con mucho a sus vidas. Hay escritores cuyas obras, magnificadas por la crítica o el mercado, afaman sus vidas, que no merecen gloria. Hay escritores cuyas obras, que corren parejas con la fama de sus vidas, son la comprobación de sus novelescas existencias. Pero hay escritores cuyas vidas, que exceden con creces a sus obras en ocasiones incomprendidas por la crítica y el mercado, seducen la perpetuidad a fuerza de ser malditas. Morir loco, y ciego, y arruinado y, por consiguiente, desesperado, y no haber podido nunca sacudirse la reputación tal vez injusta de escritor menor, de escritor maldito que en sus mejores años se codeó en París con los de su condición, son peripecias vitales que le confieren a Alejandro Sawa, quien nos habla desde sus Iluminaciones en la sombra, lo que a muy pocos está permitido: figurar en la Historia de la literatura, a más de como autor de ficción, como personaje de papel que no perece. Porque Max Estrella, como la esencia que le comunicó la vida, tienen garantizada la posteridad.


El secreto mejor custodiado de Eros

Treinta años no han sido tiempo bastante para que la incertidumbre amorosa que padece Benjamín Miguel Chaparro, el muy tímido protagonista de esta novela de Eduardo Sacheri, se disipe. Enamorado de Irene Hornos desde que ella llegó al juzgado siendo apenas una niña y su subordinada, a él le ha alcanzado la vida para verla convertirse en su jefe y la de todos los que allí trabajan, para pensionarse tras décadas de servicio a la justicia y hasta para hacerse novelista, pero no para responderse lo fundamental; lo único que mantiene en vilo su perplejidad de sesentón adolescente: La pregunta de sus ojos. Y cuando por fin el lector contempla a ese Chaparro lleno de determinación subir saltando, de dos en dos, los escalones de la entrada de Lavalle, y lo ve caminar a grandes trancos por el pasillo de baldosas blancas y negras dispuestas en rombo en dirección al despacho en que desde hace ya tanto una mujer aguarda una respuesta, el autor resuelve ponerle el punto final a una historia de amor que es muchísimo más que eso.


Un misterio de fútbol contado en tiempo

Ocho años tenía Ezequiel Aráoz cuando su equipo, el Deportivo Wilde, descendió a segunda división luego de un partido en el que una jugada precipitó la catástrofe. Poco más de cuarenta años tiene Ezequiel Aráoz cuando comparece en ese confín geográfico de La Argentina llamado O’Connor, de donde está dispuesto a no marchar hasta conocer el móvil que le impidió a su ídolo Perlassi hachar las pantorrillas del Tanque Villar antes de que el delantero de Lanús marcara ese gol que envió a su equipo, y con él a sus hinchas, al infierno. Cinco noches y seis días le bastan a Ezequiel Aráoz para aprender que algunas veces las lealtades obligan a ciertos seres humanos a escoger entre la salvación y la gloria propias, o el deshonor y la desgracia de alguien a quien se le debe gratitud por un gesto que en su momento preservó el honor de quien ahora lo sacrifica para saldar la deuda. Treinta y cinco años de una vida infeliz y obsesa por culpa de una jugada infortunada son los que condensa Eduardo Sacheri en esos mismos seis días y cinco noches, que su descomunal talento literario emplea para referirle al lector la historia de Aráoz y la verdad.


Epílogo de un personaje de trilogía

Pocos como David Kepesh consiguen apresar lo fundamental de la vida en una frase. Escasos los que, como él, se niegan con determinación a dejarse vencer por las miserias del tiempo que pasa. Afortunados los que, al igual que Kepesh o Mario Rota, recalan en ese quehacer que les evita la salida de circulación del mercado venéreo a los que saben suplir con palabras las vejeces de sus cuerpos. Malditos todos los que, por efectos de la edad o el enamoramiento o la edad y el enamoramiento, se ven obligados a representar El animal moribundo que compendia cada personaje de esta novela de Philip Roth.


Abril rojo, de sangre y fuego

El fiscal adjunto Félix Chacaltana Saldívar, como don Alonso Quijano o el capitán Pantaleón Pantoja, para solo establecer un par de parangones, habita un mundo que él no entiende o que no lo entiende a él. Apocado de cuna, Chacaltana contiene en su ADN literario las cualidades proteicas de las mejores criaturas de ficción: bonachón pero viola, blando pero mata, escrupuloso pero condesciende. Y no se atenta contra la verdad si se afirma que mata y viola y condesciende porque, víctima desde niño de la violencia y de su espiral holístico, tiene por destino único, según lo entiende y lo confronta Santiago Roncagliolo, la sangría de la guerra. Que, en el caso de nuestra América Latina, no cesa sino que hiberna.


Pesadilla en plena vigilia

La vida de Bird, el desgarbado protagonista de Una cuestión personal, pasa de la frustración de sus veintisiete años vividos con mediocridad aunque todavía con un sueño por cumplir a la desesperación por momentos asesina de saberse engendrador de un monstruo. Padre de un recién nacido que atormenta los ojos que lo miran con su hernia cerebral, este personaje de Kenzaburo Oé va a tener ante sí una disyuntiva a un tiempo ética y estética: rebuscar entre tanto sufrimiento la esperanza a que lo convidan las palabras de Delchef, o rendirse a la abyección de los últimos días y hacer que desaparezca, al menos de forma material, esa otra prueba de su fracaso. Pero el dilema que enfrenta este hombre que tal vez no perpetre su aspiración libertaria de viajar al África, allana un tercer camino que se aparta de la lucubración del crimen como desenlace y en cambio opta por la resignación al poder de lo deontológico. Poder del que el propio premio Nobel japonés es activista y ejemplo sin comparación.


Aprendices de iconoclastas

A sus trece años, Noboru acecha a su madre mientras desnuda su bello cuerpo de treinta y tres, a la par que se esfuerza para definir el almizcle que la proximidad también desnuda del de El marino que perdió la gracia del mar lo hace expeler. A sus trece años Noboru y los de su grupo herético de amigos sostienen que padres y educadores son culpables de un ominoso pecado que se expía con la muerte. A sus trece años, Noboru recuerda como un feliz incidente precisamente la muerte de su padre, acaecida cuando él contaba cinco menos. A sus trece años Noboru y los cuatro restantes miembros de la secta herética se conminan a prescindir de cualquier pasión humana y se recriminan si son objeto de alguna. A sus trece años, Noboru cumple casi cabalmente con el rito iniciático que en su caso consistió en estrellar contra un árbol y a sangre fría, una y otra vez sin que asome la piedad, a un cachorro de gato vagabundo que por ahí pasa. A sus trece años Noboru y la pandilla herética se obstinan en leer el mundo suprimiendo los grises y calificándolo todo como vulgar o estético y condenando lo primero a la aniquilación. A la que se sentencia a un hombre por el hecho de estar ponderando la renuncia a su vocación de navegante y por tanto al mar, que para la extemporánea y violenta facción de Yukio Mishima constituye el súmmum de lo segundo.


Propicia para transgredir

Es La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata. Un no lugar sacado de una imaginación prolífica que comprende el entronque de lo bello y lo trágico. Que narcotiza muchachas y las posa desnudas sobre una cama que habrán de compartir con un anciano en plena vigilia o, si él lo prefiere, sedado como ellas. Que dispone el pecado en su forma más prístina pero le crea una regla que aconseja al huésped abstenerse de transigir con los requerimientos de su ello. Que asegura la clandestinidad y el secreto de unos encuentros que serían desencuentros de no mediar los fuertes somníferos que adormilan las voluntades de las bellas durmientes en esa casa mágica que otros han querido emular en vano. Porque ni Delgadina, ni Mustio Collado, ni Rosa Cabarcas consiguen siquiera rozar lo real maravilloso que abunda en los personajes y en la historia del narrador japonés.


Humor para oídos privilegiados

Eugenio Sanz Vecilla, ese que escribe y protagoniza las Cartas de un sexagenario voluptuoso, que de voluptuoso tiene lo mismo que el hidalgo disoluto de Abad Faciolince tiene de disoluto, es un periodista de sesenta y cinco años recién pensionado que pesa ochenta y cinco kilos y mide un metro sesenta. Un personaje de vida vulgar pero de prosa refinada e hilarante, que lo mismo le sirve para discurrir con agudeza sobre honduras filosóficas aunque aplicables al día a día que para abundar en la manera más a propósito de guisar con éxito un cocido castellano o para detallar los sufrimientos que le ocasiona su estreñimiento crónico. Dueño de una causticidad de la que no alardea ni parece ser consciente, el remitente de las misivas carece de un destinatario capaz del goce estético que produce su dominio a ultranza de un lenguaje que participa a la vez del rigor de los textos académicos y del desparpajo de las intimidades más infidentes. Acaso un fauno aunque de lascivia embozada, mamador de gallo profesional pero taimado, Sanz Vecilla, como Miguel Delibes, su demiurgo, están condenados, el primero con sus cartas y el segundo con su novela epistolar, a matar de risa solo a muy pocos.


Ni infante, ni difunto: sátiro

Para algunos novela, para otros memorias, para mi este libro de Guillermo Cabrera Infante es una novela memorable y memoriosa. Protagonizada y narrada por ese que fuera él entre la pubertad y los veinte años más o menos, La Habana para un infante difunto evoca cualquier cosa salvo la niñez o la muerte. O, más bien, si las invoca, pero en forma de polvo que mata de goce para, acto seguido, permitir que el rijoso adolescente que sobre esa otra humanidad se abate, se deje caer de lado y así vuelva a nacer. Joven en tiempos en que el himen se guardaba con más celo que las niñas de los ojos, el protagonista deviene en un Casanova que tira de cualquier recurso con tal de agenciarle dicha al cuerpo, que exulta y hace conmocionar el del que, absorto, lee, imagina y se relame.


¡Un mundo para Julius!

Quiere gritar el lector de esta novela de Alfredo Bryce Echenique, pese a estar cansado de reír con tanta vaciedad kitsch pero de tan buen gusto. Es cierto que Juan Lucas y Susan hacen la mejor pareja bien que conozca la literatura; es un hecho que a su lado hasta el desdén que los dos sienten por la cultura parece cosa de poca monta si se lo compara con la vida muelle que llevan y con el humor negro que en ellos dos se da silvestre; es inevitable querer ser su amigo y pasar una velada en su compañía. Pero es que Julius, el muy ingenuo aunque inteligente Julius, carece de un mundo propio. Carece de un mundo en el que alguien pueda de veras colmar ese vacío grande, hondo y oscuro con que se va a la cama, a ver si con un llanto largo y silencioso consigue conciliar un sueño exento de las muchas preguntas sin respuesta que lo abruman de día.


El triángulo que no se cierra

Seguramente sin saberlo, Muriel Barbery logra contrarrestar, gracias a los tres protagonistas de La elegancia del erizo, la sentencia de André Gide según la cual no se hace literatura con los buenos sentimientos. Y es que si algo caracteriza a Renée Michel, a Paloma Josse y a Kakuro Ozu, es justamente eso: los buenos sentimientos de que hacen gala. La portera, contra quien la vida se ha ensañado, es un ser capaz de dejarse seducir por la inteligencia ajena, siempre que esta sea el colofón de unos valores que propendan al respeto por la alteridad. La nínfula involuntaria, que constituye la antítesis de la estridencia y el apresuramiento del adolescente medio, solo le halla verdadero sentido a su vida cuando conoce personalmente la amistad por partida doble que Fortuna le depara. Y el japonés, que no defrauda en ningún momento las expectativas que sobre él se forjaron las otras dos rectas del triángulo, no participa de los prejuicios de los de su condición social y muy por el contrario está dispuesto a hacerlos saltar por el aire con ese matrimonio que la muerte frustra.


Una medianía que apostata

Pereira es un periodista portugués que vive maniatado por el miedo al salazarismo, en una Lisboa crispada de angustia y en una Europa que se apresta para la guerra. En tiempos en que la libertad de prensa es poco menos que una entelequia, el protagonista de esta novela de Antonio Tabucchi domeña sus escrúpulos éticos a fuerza de altas dosis de instinto de supervivencia. Su conciencia, empero, cargada con tanta cobardía, se va a revelar finalmente y, mediante un acto sagaz y esforzado, va a lograr que el hasta ayer no más pusilánime comunicador empuñe la pluma como corresponde. Ahora sí, luego de rubricar esa denuncia que pone al descubierto las tropelías de la dictadura, Sostiene Pereira que es hora de exiliarse en Francia.


Fucking Miracle!

Cuando se lee Marianela, la novela de don Benito Pérez Galdós, se antoja imposible seguir viviendo como si tal cosa. Por estúpido que sea el lector, la tragedia de la protagonista, uno de esos seres que los dioses producen en cantidades industriales, si bien provisto de un ángel que lo hace único, no puede sino conmover de indignación, o mover a risa a los estetas de la fisonomía. Espejo de la vida real tal como es, o sea el mundo especular de lo ilusorio, la historia en que el escritor español engasta su personaje cumple como pocas uno de los propósitos de la literatura: hacer que el incauto, asqueado, abra los ojos y reafianzar en el asqueado de vieja data su desprecio por el género de que forma parte. Raza maldita que en la novela no perece irremediablemente gracias a la muerte, por dignidad y por vergüenza, de la Nela.

martes, 7 de agosto de 2012

Apuntes sobre treinta y un cuentos de Roberto Bolaño

Treinta y cuatro son los relatos que, sumados, reúnen Llamadas telefónicas, Putas asesinas y El gaucho insufrible, los tres volúmenes de cuentos que forman parte de este ejercicio crítico a salvo de ínfulas academicistas. Su propósito, como el de todas las reflexiones que contiene este blog, parte del disfrute que su escritura le procura al autor, que quiere hacerlo extensivo a todo aquel que decida hincarles el diente, y culmina con el deseo de fomentar el estudio de las obras objeto de análisis entre quienes las desconocen.


Tras los pasos de un álter ego con nombre propio

Los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio,
sobre todo a lo largo de su dilatada juventud.
R. B.

Aunque su presencia planea y se intuye en muchos de los treinta y un relatos que nos interesan del escritor chileno, únicamente en cuatro su existencia se manifiesta con nombre y apellido: la de Arturo Belano, el vicario prominente de Bolaño en su ficción. Tres de los cuatro figuran en Llamadas telefónicas, uno en Putas asesinas y ninguno en El gaucho insufrible.

’Enrique Martín’, escritor como Belano salvo que condenado al fracaso de los que no cuentan entre los señalados por Fortuna, es un vate catalán que escribe en esa lengua y también en español con similares resultados: anémicos. Un poeta vergonzante que, acaso por serlo, contradice con su suicidio el exordio del cuento en boca del narrador (“…son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo…”), cuya identidad se patentiza precisamente en la llamada telefónica que le efectúa a la viuda de Martín, ajeno ya a los efluvios de la envidia y la mezquindad que inficionan los círculos literarios, de los que fuera en vida rey de burlas: “Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono de su ex compañera, ex dependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy yo, dije, Arturo Belano…”, quien es a un tiempo narrador intradiegético y protagonista de la historia.

Pero no solo de la que refiere ese cuento, sino de la historia de ’El gusano’, un relato que tiene lugar en México D.F., no en la época del Belano de ’Enrique Martín’, en la que es ya un escritor en ciernes que acaba de publicar su primera novela y que malvive en las afueras de Girona, sino cuando apenas cuenta felices -que no obstante percibe como “desdichados”- dieciséis años en los que descubre el sexo, capa clase para meterse de narices en la biblioteca e ir al cine. Una época en que conoce justamente al Gusano, el inefable protagonista del cuento que toma su apodo por título y quien procede de Caborca, no de la revista publicada por Cesárea Tinajero, sino del pueblo en el norte de México en honor del cual la poeta bautiza su publicación-mito. Una época en que, sin saberlo, mediante el conocimiento que traba con aquella figura de presencia dudosa, comienza a forjar el camino que lo habrá de llevar, junto con otros detectives salvajes, a la peligrosa geografía de Hermosillo y Villaviciosa en Sonora, o a la más peligrosa aún ciudad de Santa Teresa, como narrador en 2666. Una época determinante en la que sus vagabundeos de muchacho le procuran el azar de la contemplación de la fama convertida en diva, e incluso el de dedicatorias escritas por manos presurosas: “…En la primera página de La caída, Jacqueline escribió: ’Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jacqueline Andere’”.

’Detectives’ se titula el tercer cuento de Llamadas telefónicas en que el álter ego de Roberto Bolaño aparece registrado, si bien desposeído de la función de narrador en primera persona y protagonista que tuviera en ’Enrique Martín’ y ’El gusano’. Convertido ahora en recuerdo y en constante alusión del diálogo que sostienen Contreras y Arancibia, dos viajeros que conversan sin la mediación de una voz narrativa, el nombre de Arturo Belano se deja oír en repetidas ocasiones, luego de las cuales el lector comprende la anécdota que los personajes recrean con ánimo autoexculpatorio: Belano salvado de las garras de la incipiente dictadura chilena gracias a que la suerte lo puso en manos del segundo de ellos, de quien fuera, como del otro, compañero de liceo aunque no amigo. ¿Y si Fortuna no le hubiera deparado ese encuentro con Arancibia?, cabe preguntarse. Pues seguramente no habría sobrevivido para protagonizar -mas no para narrar- ’Fotos’, el undécimo relato de los trece de que consta Putas asesinas.

Una puntuación febril -hay un único punto en ese cuento monopolizado por las comas- y una narración omnisciente igual de febrática, crean la atmósfera propicia para el reencuentro que celebran el lector y un Belano de edad indeterminada, quien sobrevive apenas en medio del África, cuyo clima infernal predomina en el “cerebro recalentado” del protagonista. Que participa del caos que denotan tanto las palabras que estructuran el discurso ficcional, como el entrevero de la voz narrativa y la del único personaje que repasa un álbum de fotos; voces que se tornan, por momentos, indisolubles: “…como si sostener y acariciar fuera lo mismo, ¡y es lo mismo!, piensa Belano, o Jean-Philippe Salabreuil (a quien ha leído), tan joven, tan guapo, parece un actor de cine, y me mira desde la muerte con una media sonrisa, diciéndome a mí o al lector africano a quien le perteneció este libro que no hay problema, que los vaivenes del espíritu no tienen objeto y que no hay problema, y luego cierra los ojos pero no mira al suelo, y luego los abre y pasa la página y aquí tenemos a…”. A cualquiera de esos escritores que aprecia en las fotos con ojos alucinados, antes de cerrar el álbum y echar a andar, desnortado.


Tras los pasos de un álter ego carente de nombre propio

Aprendí un día, gracias a un buen profesor de literatura -y que quede claro que los buenos profesores de literatura escasean tanto o más que la comida en el Cuerno de África-, que no se debe caer en la tentación que tiene todo lector bisoño de achacarle al autor real cualquier imprecación o juicio de valor o parafilia o exabrupto o malquerencia u opinión que expresen, ya los personajes, ya la voz narrativa con preferencia de un cuento o de una novela. Aprendí asimismo que, de llegar a ser mucha la tentación de identificar lo leído con la existencia de que dimana, debe hablarse, para curarse en salud, del “autor implícito” o del “autor implicado”. Sin embargo, le debo a mi destino de lector autónomo e independiente (ese que no va repitiendo por ahí lo que oye decir a otros que acaso sí tienen criterio analítico o interpretativo) la capacidad de saber cuándo la teoría atina y cuándo se queda corta.

¿Que debo abstenerme de decir que en los relatos que se mencionan en este apartado las voces narrativas pertenecen a Arturo Belano o a Roberto Bolaño, simplemente porque no se les atribuye un nombre propio a esos narradores, casi siempre protagonistas también de las historias que cuentan? ¡Qué va! ¡Pero si hay fundamentos suficientes como para hacerlo!

En ’Sensini’, por ejemplo, se oye la voz de un narrador autodiegético que declara: “La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy…”; o esta, la del narrador también intradiegético de ’La nieve’, que recuerda: “Lo conocí en un bar de la calle Tallers, en Barcelona, hará unos cinco años. Cuando supo que yo era chileno se acercó a saludarme, él también había nacido por aquellas lejanías…”; ¿o qué tal esta, la aún más elocuente de ese magnífico relato titulado ’El Ojo Silva’?: “Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado El Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende…”; y esta otra, la cual preside la narración intradiegética, como las demás, de ’Gómez Palacio’: “Fui a Gómez Palacio en una de las peores épocas de mi vida. Tenía veintitrés años y sabía que mis días en México estaban contados.

Mi amigo Montero, que trabajaba en Bellas Artes, me consiguió un trabajo en el taller de literatura de Gómez Palacio, una ciudad con un nombre horrible…”; o la de ’Carnet de baile’, la cual no permite albergar dudas: “3. En la segunda página del libro está escrito el nombre de mi madre, María Victoria Avalos Flores…”; ¡pero es que la de ’Encuentro con Enrique Lihn’, ahora que reparo, sí lo nominaliza!: “Así que allí estábamos, en un reservado, y unas voces decían este es Roberto Bolaño y yo tendía la mano, mi brazo se incrustaba en la oscuridad del reservado…”; ¿y quién que se precie de conocerlo, no intuye en la voz rememoradora de ’Literatura + Enfermedad = Enfermedad’ la de su vida menguante?: “Yo, sin ir más lejos, comencé a viajar desde muy joven, desde los siete u ocho años, aproximadamente. Primero en el camión de mi padre, por carreteras chilenas solitarias que parecían carreteras posnucleares y que me ponían los pelos de punta, luego en trenes y en autobuses, hasta que a los quince años tomé mi primer avión y me fui a vivir a México. A partir de esos momentos los viajes fueron constantes. Resultado: enfermedades múltiples…”.

Siete voces que narran (las dos primeras de Llamadas telefónicas, las cuatro siguientes de Putas asesinas y la última de El gaucho insufrible) y que convierten, desde la experiencia del sujeto que cuenta lo que vive y lo que presencia, lo vivido y lo presenciado en autobiográfico. ¿Acaso no confiesa el propio Bolaño -quien viviendo en Girona y siendo “más pobre que una rata” se ve forzado a desempeñar quehaceres subalternos- en una entrevista que se puede localizar en YouTube que Sensini encarna al escritor argentino Antonio di Benedetto?, ¿acaso no nació Bolaño -y también Belano- en Latinoamérica en los años cincuenta, lo que quiere decir que rondaba -que rondaban- los veinte años cuando murió Salvador Allende?, ¿acaso Montero, Hugo Montero, no es -no va a ser- uno de los “cuates” de Arturo Belano y de los real visceralistas en Los detectives salvajes?, ¿acaso la madre del escritor chileno Roberto Bolaño no se llama -se llamaba- María Victoria Ávalos Flores?, ¿acaso la disolución de las fronteras léxicas, que únicamente se le da bien a Bolaño entre los escritores que en la lengua de Cervantes son y han sido, no hace pensar en un viajero impenitente al estilo de su padre -no en vano un transportista- o de cualquiera de sus personajes -Belano, por ejemplo-?, ¿acaso no es de público conocimiento la quebrantada salud de ese escritor vanguardista y genial que no debió morir tan demasiado joven?, ¿acaso… acaso…?: ¡más claro no canta un gallo!


Tras los pasos de un -o varios- álter ego reducido a iniciales

Mediado por una voz narrativa omnisciente solo para B, uno de los dos personajes de ’Una aventura literaria’, este relato neurótico o tal vez esquizoide de Roberto Bolaño propone un juego persecutorio entre dos escritores -A, reconocido pero demasiado aleccionador para el gusto de B, un escritor en ciernes que tiene en A a un crítico tal vez demasiado condescendiente pero recursivo a la hora de reseñarlo- que, de no existir como entidades independientes, harían pensar más bien en una única entidad -quizá B, de Belano- que inventa la otra o simplemente se ve forzada a lidiar con su presencia como quien lidia con su voz interior. Una voz interior que, sin serlo, B asume como antagónica.

Y de los dos “personajes-abecedario” de ’Una aventura literaria’, el lector topa con cuatro en el cuento titulado, como el libro a que pertenece, ’Llamadas telefónicas’: A y Z, un par de agentes de la policía que le informan a B -¿B de Belano?- que asesinaron a X -una mujer de la que B se enamora por partida doble y que por partida doble lo desdeña-. Ni la presencia en el cuento de los dos policías, ni la narración extradiegética y también omnisciente únicamente en relación con B (“Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: Si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: Por eso, precisamente, soy yo el que está vivo”) ayudan a desvelar el misterio del asesinato que, al menos para el detective que lee, recae sobre un sospechoso: el desairado por Eros en dos ocasiones.

En Putas asesinas, por su parte, un tridente de cuentos va a imantar al lector tras los pasos de un B que, cada vez más, genera menos dudas en torno a su identidad: tres relatos en los que el paso del tiempo, que discurre junto con los personajes y el protagonista por entre dos ciudades y dos países, se hace más palpable según cada historia se agota.

En ’Últimos atardeceres en La Tierra’, una narración contada mayoritariamente en presente de indicativo, B, que viaja a Acapulco de vacaciones con su padre -a todas luces una recreación del de Bolaño-, es apenas un muchacho que sin embargo lo mira todo con esa especie de distancia y de desencanto del lector avezado que es, desencanto y distancia que contrastan con la vitalidad y el pasional abandono con que el otro asume la vida. Que, queda la sensación, tal vez el padre pierde en ese prostíbulo y en esa madrugada en que se desata una refriega de borrachos: el momento más álgido del relato.

Ya sin el padre y no en Acapulco sino en Barcelona, adonde acaba de llegar B según el narrador, el protagonista de ’Días de 1978’ -quien aún no figura como escritor más que para los pocos que conoce y que lo conocen en esa ciudad catalana- se va a captar una primera enemistad de índole literaria, que reseña la voz narrativa, quien más que un narrador convencional es un autor implícito o implicado, dadas las libertades y la independencia de criterio que se concede: “La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada, las primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli más que suficiente para las ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya es inminente, B se levanta y rehúsa el enfrentamiento…”. (En efecto, esta voz narrativa tiene todos los giros característicos del autor implicado o implícito, como cuando dice… “aquí podría terminar la historia”, o “el más pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él…”, o “esta visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan nervioso a B que, sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto recientemente una película y que la película es muy buena…”, o “aquí debería acabar este relato, pero la vida es un poco más dura que la literatura”.)

Sin embargo, el lector se entera de que la animadversión no del todo gratuita que U le cobra a B no pasa a mayores, y más bien intuye que este, movido por una especie de afecto o de curiosidad que le despierta el suicidio de aquel en un bosque francés, decide hacerse un ’Vagabundo en Francia y Bélgica’ para, entre otras cosas, averiguar las razones que impelieron a U a colgarse de un árbol justo cuando se encaminaba de regreso a Barcelona. Una intuición que se desvanece no bien comienza el tercer cuento de la tríada.

¿Para qué cruza entonces la frontera?, nos preguntamos algunos lectores: “B ha entrado en Francia. Se pasa cinco meses dando vueltas por ahí y gastándose todo el dinero que tiene. Sacrificio ritual, acto gratuito, aburrimiento. A veces toma notas, pero por regla general no escribe, sólo lee. ¿Qué lee? Novelas policiales en francés, un idioma que apenas entiende, lo que hace que las novelas sean aún más interesantes. Aun así siempre descubre al asesino antes de la última página -lo que habla muy bien de Belano como lector: esta nota, por si acaso, es mía-. Por otra parte Francia es menos peligrosa que España y B necesita sentirse en una zona de baja intensidad de peligro. En realidad B ha entrado en Francia y tiene dinero porque ha vendido un libro que aún no ha escrito -solo les pagan por adelantado sus libros a los escritores de cierto o de mucho prestigio: otra nota mía, no se confundan-, y tras ingresar el 60 % en la cuenta corriente de su hijo se ha marchado a Francia porque le gusta Francia. Eso es todo.” Suficiente información como para concluir que, entre el anterior relato y este, han transcurrido algunos años que dejaron atrás al escritor de veintitantos y que se recuerda como “más pobre que una rata”, quien le cede su sitio al Belano o al Bolaño detective, que va tras la huella de un dizque escritor belga llamado Henri Lefebvre, homónimo de un filósofo francés que sí figura en la Wikipedia.


Mujeres en el filo de la navaja

Escucha siempre con atención las palabras que dicen las mujeres
mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada
que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero
si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y
piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen
y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad
quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, son monos ateridos
de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo,
son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando,
indagando las palabras que nunca podrán decir.
R. B.

Encarcelada por Franco en Aragón en noviembre de 1973; medicada con valium, “un montón de pastillas de valium”; asidua de otras drogas tales como rohipnoles y LSD y anfetaminas -“pastillas para subir y pastillas para bajar y pastillas para controlar el volante de su coche”-; insuperable en las húmedas luchas cuerpo a cuerpo que practica con muy diversos contrincantes; asediada por visiones “de monstruos, de conspiraciones, de asesinos”, la Sofía de ’Compañeros de celda’ es, no hay cómo negarlo, una mujer en el límite. Un personaje al que parece estorbarle la vida, que agota sin las previsiones y sin los cálculos de futuro que tanto preocupan a los más de los mortales, a los que en cambio la une su fisonomía: “…era morena, de corta estatura y muy hermosa”.

Y es precisamente con la fisonomía de ’Clara’ (“Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules…“) como emprende también Belano su narración de este otro cuento de Llamadas telefónicas, cuya tercera parte está dedicada por completo a féminas que como Sofía y Clara, o como Joanna Silvestri y Anne Moore, penden de un hilo, no ya para no despeñarse en la nada de la muerte que parece rondarlas, sino para no sucumbir de forma irremediable a la locura, con la que flirtean sin recato. Porque si a Sofía la atormentan o parecen atormentarla su pasado y sus adicciones y sus delirios, a Clara la empavorecen sus problemas mentales, materializados en esas ratas con que a menudo sueña y que despierta siente chillar en su cuarto, y la martirizan sus fracasos -que degeneran en depresiones- y su mandíbula desencajada y su cáncer.

Pero ¿en qué se traduce el límite en que habita ’Joanna Silvestri’?, ¿y en qué el de la ’Vida de Anne Moore’?

El de la actriz porno italiana, que se halla postrada en una cama de hospital a causa de una enfermedad que no se determina pero que se presiente, consiste en un monólogo interior o soliloquio o desvarío en que un como estado febril yuxtapone imágenes de muchos tipos y entrevera sueños con realidades, presentes con pasados, duermevelas con vigilias, personas vivas con personas muertas. Un discurso en el que si bien la vida de la protagonista no parece del todo amenazada por la inminencia de la muerte física, sí se insinúa en riesgo serio la estabilidad de su salud mental.

Por su parte, Anne Moore, más que cualquier otra criatura de la cosmogonía literaria de Roberto Bolaño, compendia como nadie la caracterización del personaje desnortado que va dando tumbos por el mundo, palos de ciego torpe, traspiés de borracho. Una ausencia de propósitos que en cambio no afecta a la ménade protagonista de ’Putas asesinas’, el relato que le comunica su nombre al libro en que figura.

Como Lisbeth Salander ante Nils Erik Bjurman pero primero que ella en el calendario literario, el personaje femenino del cuento (de cuya boca salen las palabras del epígrafe que encabeza este ’capítulo’) tiene ante sí, amarrado y amordazado, sometido y humillado, gimiente y aterrorizado, a un tal Max, no se sabe si la víctima de turno de la ménade o su única víctima, que la oye, junto con el lector, desvariar antes de que proceda a finiquitar su venganza o su acto de psicopatía femenina: “Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es inevitable. Acéptalo de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar ni de recordar congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con todas tus fuerzas en algo bonito… — (El tipo en vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la que está fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del esfínter y no retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se adhieren a su cuerpo mojado.)
—No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso lo mismo daría que estuviera anocheciendo…”. Y lo mismo da porque no hay para Max otro final que el que ella, una puta asesina como él en el filo de la navaja, le ha deparado.


Voces marginales y rostros difusos

Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben,
de la misma manera que uno nunca termina de vivir,
aunque la muerte sea un hecho cierto.
R. B.

Dos son los tipos de escritores que Roberto Bolaño patentiza en su narrativa. Al primero, que elocuentemente representa, entre muchos otros, ’Henri Simon Leprince’, lo integran escritores desprovistos de toda posibilidad en la Historia de la literatura; es decir, escribidores que tienen la marginalidad por territorio común. Cultores sin éxito de la imaginación creadora que responden, claro que con matices, a la caracterización del personaje central del cuento en cuestión: “Esta historia sucedió en Francia poco antes, durante y poco después de la Segunda Guerra Mundial. El protagonista se llama Leprince (el nombre, sin que se sepa por qué, le cuadra aunque él es todo lo contrario de un príncipe: de clase media venida a menos, carece de dinero, de una buena educación, de amistades convenientes) y es escritor. Por supuesto, es un escritor fracasado, es decir sobrevive en la prensa canalla parisina y publica poemas (que los malos poetas juzgan malos y que los buenos poetas ni siquiera leen) y cuentos en revistas de provincias. Las editoriales -o los lectores de las editoriales, esa subcasta aborrecible-, sin que él sepa por qué, parecen odiarlo. Sus manuscritos siempre son rechazados. Es de mediana edad, es soltero, se ha acostumbrado al fracaso…”.

El segundo tipo, en cambio, se desmarca de la marginalidad de estas voces narrativas condenadas a la mudez forzosa y se instala, “voluntariamente”, en la galería de los escritores cuyas palabras resuenan pero cuyos rostros se mantienen imprecisos, lo que les otorga ese halo mítico que baña, verbigracia, a Cesárea Tinajero y a Benno von Archimboldi. Dos escritores que guardan con celo uno de los preceptos fundacionales del real visceralismo (según la ficción de Bolaño) o del infrarrealismo (según su nombre de pila), a saber: no permitir que sus literaturas revelen sus rostros. Una finalidad que, paradójicamente, con seguridad persiguió pero no consiguió hacer suya el autor real, imposibilitado por su sonoro éxito ulterior.

En ’Un cuento ruso’, también de Llamadas telefónicas y que preside la voz de Amalfitano (¿el personaje de 2666 que es profesor y experto en la obra de Archimboldi?), apenas si se vislumbran dos fisonomías, cuya borrosidad no impide que se intente al menos identificarlas: la de un narrador por fuera de la diégesis que tiene por función única introducir el relato, y la del oyente de la historia del soldado sevillano que cuenta Amalfitano: un interlocutor sin corporeidad pero a quien resulta lícito embalar en la existencia de Arturo Belano. Que recobra en ’William Burns’ (el último cuento que de Llamadas telefónicas queda por reseñar) el poder de la palabra, aunque no las especificidades de su rostro, que se mantiene en la sombra: “William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí…”.

En un cuento-calambur titulado ’Prefiguración de Lalo Cura’ (calambur porque Lalo Cura es la locura y prefiguración porque Lalo Cura reaparece en 2666), Roberto Bolaño, acaso por primera vez de modo tan palmario, le confiere a una criatura de sus cuentos una voz narrativa autodiegética que no evoca las existencias del autor implicado o la de su álter ego Arturo Belano. Un personaje dotado de una identidad que avala un registro civil, el cual no deja lugar a dudas sobre su procedencia, pero que en absoluto ayuda a apuntalar la fisonomía de esa voz marginal que parece hablarnos desde los dominios de una psicopatía (“Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad…”) que parece consolidarse en el final del relato, cuando el lector queda con la sensación de que el “psicópata” sí asesina al Pajarito Gómez.

Tres relatos más de Putas asesinas (los últimos tres que de este volumen esperan mención: ’El retorno’, ’Buba’ y ’Dentista’), al igual que lo que sucede en ’Prefiguración de Lalo Cura’, ejercen su narración desde la autodiégesis, lo que no supone, al contrario de lo que sí se da en el cuento-calambur, que haya en ellos narradores personaje con identidad plena.

En ’El retorno’, por ejemplo, el lector se halla ante un narrador fantasma que cuenta desde una muerte incierta -“En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán…”- que las palabras y los tiempos verbales afirman y desmienten cada tanto y que no permite darle concreción a una faz que se intuye pero que jamás se contempla. Como no se contemplan las de los futbolistas que protagonizan ’Buba’, un relato en el que, además de los tres rostros difusos de los jugadores del Fútbol Club Barcelona, existen otros aún más desdibujados: los del público, narratario de la historia que cuenta Acevedo (de quien se sabe, como única particularidad de su fisonomía, que es chileno); rostros que no se pueden ver pero cuya presencia sí confirman expresiones en boca de la voz narrativa tales como “ustedes ya me entienden”, “como todo el mundo sabe”, “un gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos”, “aunque si quieren que les diga la verdad”, y de todas, esta, no ya una frase, sino una cita textual y harto diciente: “De tal manera que salimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y un fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una foto, es esa que tengo colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo sonriendo, bien vestidos, delante de una mesa exquisita, si me permiten la expresión…”.

“No era Rimbaud, sólo era un niño indio”: así comienza su relación de los hechos el narrador en primera persona de ’Dentista’, un cuento que va a girar en torno a una presencia de manos duras, durísimas, manos forjadas en el taller de un herrero; de figura redonda y ojos afilados. Una existencia ambigua, que esconde a un tiempo al niño de dieciséis años apenas que es José Ramírez y a su voz aún marginal de escritor en crisálida pero que promete. Un talento creador que me imagino semejante al del que fue capaz de idear ese prodigio literario titulado ’Dos cuentos católicos’, un relato que son dos cuentos a efectos prácticos, los cuales palpitan con vida propia, pero que mejor viven si se los entiende como una entidad simbiótica formada por dos devenires siameses que narran desde los yoes difusos y marginales que los contienen.

Protagonista el uno de ’La vocación’, título que recibe el primero de los dos cuentos o el primer capítulo del relato, este adolescente incauto pero que habita la frontera, fluctúa entre la misantropía más exacerbada que puede experimentar un ser humano y una devoción rayana en la idolatría, que también es exclusiva de los hombres. Protagonista el otro de ’El azar’, título que recibe el segundo capítulo del relato o el segundo de los dos cuentos, este hombre de edad incierta pero en todo caso mayor que su simbionte y que reside allende la frontera, es capaz de matar de sendos golpes a dos inermes pero pasar por santo ante los efebos ojos que lo contemplan. Con el mismo asombro con que yo leo, y trato de clasificar, ’Los mitos de Chtulhu’, el último ¿relato?, ¿ensayo?, ¿libelo? De El gaucho insufrible y del presente ejercicio hermenéutico.


Decantarse por una voz, marginal en el sentido de que no se le puede endilgar un nombre pese al yo desde el que habla; inducir a que el lector le calce a esa voz un rostro así sea difuso; amancebar géneros para que lo allí dicho con sorna no pueda ser ni descalificado de plano ni mucho menos tomado en serio y al pie de la letra; propugnar la clandestinidad del mordaz libelista que ataca sin miramientos pero con argumentos (a Pérez-Reverte y a Vázquez Figueroa, pero sobre todo a Neruda); y desconcertar al lector -no al ingenuo, no al espabilado, no al profesional, sino a todos- con lo que se le ofrece como ficción, son las razones que me llevan a afirmar que ’Los mitos de Chtulhu’, una alusión literaria con la ortografía trastocada -¿de forma consciente?- a ’La llamada de Cthulhu’ de Lovecraft, constituye el cuento más subversivo de los treinta y uno aquí estudiados, al tiempo que hace de su autor un “subvertidor” de cánones y reglas y preceptos y modelos y paradigmas y dogmas literarios, aunque no solo.

viernes, 20 de abril de 2012

Las cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder

Resulta curioso que las primeras y tal vez las únicas lecciones valiosas de pedagogía en una clase de pedagogía propiamente dicha las haya recibido durante mi primer semestre como estudiante universitario, en una fecha que se remonta a la primera mitad de 1995. Recuerdo como si no hubieran pasado diecisiete años que los treinta y tres primíparos que integrábamos ese grupo de estudiantes del programa de español e inglés de la UPN estábamos, en punto de la una de la tarde, sentados y aguardando, expectantes, a que llegara el titular de una asignatura llamada Educación y Sociedad cuando, de improviso, un profesor joven, casi un muchacho a juzgar por su voz, entró en el aula y sin que mediaran trámites o formalidades rompió a hablar con bastante suficiencia. No habían pasado veinte minutos de su presentación; de golpe, se abrió la puerta y la voz de un hombre maduro se dejó oír, no ya con suficiencia sino con displicencia hacia quien presidía el grupo en ese momento. “Discúlpeme, tengo clase aquí -dijo sin saludar-“. Tras unos segundos y un intercambio de palabras poco amistosas, el recién llegado ocupó la cátedra y empezó a discurrir sobre la educación y los educadores como si se tratara de una lección que se retoma y no de una que comienza, la cual se prolongó hasta el último día del curso.

Alberto Martínez Boom se llama el artífice de que ese que era yo entonces (demasiado impulsivo, pasional, ansioso y radical aunque “para bien”) comprendiera que no es cierto que el que enseña debe tener un carácter definido como profesor, una metodología probada y establecida, un manejo de grupo determinado por su personalidad, un modo de evaluar a sus estudiantes, una actitud frente a los desafíos y problemas, una manera de forjarse un buen nombre como educador y, en fin, una visión del mundo que influya, para bien o para mal, en su función formadora. Porque todos esos aspectos educativos o didácticos o humanos tienen que ser susceptibles de experimentar transformaciones a partir de estas cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder: “¿qué enseño?”, “¿en dónde enseño?”, “¿a quién le enseño?”, “¿cómo le enseño?” y “¿para qué le enseño?”. El orden no es, aclarémoslo, inalterable, como tampoco lo es la cantidad de las preguntas, cuyo número alguien con perspicacia y conocimiento del tema podrá aumentar.

Con miras a que este ejercicio reflexivo sobre el arte de instruir llamado pedagogía cumpla con su propósito (conseguir que mediante su lectura y su asimilación puedan reconsiderarse y corregirse las miradas unidireccionales o unifocales que tanto daño le ocasionan a la enseñanza), me apoyo indirectamente en mi experiencia como pedagogo que he sido de distintas instituciones (de educación no formal, privadas, públicas) para darle sustento didáctico al presente artículo.


“¿Qué enseño?”

¿Será lo mismo impartir clases de educación física, de física, de artes, de matemáticas, de Historia, de biología o de lenguas? ¿Debe contar el profesor de lenguas, de biología, de Historia, de matemáticas, de artes, de física o de educación física con las mismas destrezas pedagógicas para comunicar su saber? ¿En qué se diferencia, si es que en algo, la aproximación de cada uno de estos profesionales de la enseñanza a los contenidos que pretende transmitir?

Intentemos recordar a nuestro mejor profesor de cada uno de estos espacios académicos. Ahora pensemos en la razón de que los consideremos los mejores de dichas asignaturas: ¿su mucho conocimiento?, ¿la eficacia con que sus lecciones fluían hacia mí como destinatario del saber impartido?, ¿la amenidad que caracterizaba sus clases?... Poco importa. Lo que sí nos importa como estudiantes de educación física, de lenguas, de física, de biología, de artes, de Historia o de matemáticas es que esos contenidos lograron permearnos, ojalá quedándose para siempre con y en nosotros. Tal vez cada uno de nuestros mejores profesores triunfó a la hora de transfundirnos su saber gracias a que se sirvió de su poder kinestésico la de educación física y quizá la de artes, del poder persuasivo de su discurso el de Historia y necesariamente el de lenguas, de su poderosa memoria el de biología y de su claridad conceptual la de matemáticas. Lo único que no entra en discusión y que los caracteriza como los mejores en su área, concluimos al cabo, es la calidad de sus saberes y la pertinencia de sus conocimientos.

Sí: al pedagogo genuino -no a ese que ejerce o hace como que ejerce la docencia por caprichos del azar- lo caracterizan en primer lugar la calidad de sus saberes y la pertinencia de sus conocimientos. Al pedagogo genuino -no a ese para el que la enseñanza representa más una tabla de salvación que la vocación salvadora que es- sus estudiantes le reconocen las muchas horas invertidas en el aprendizaje de lo que ahora enseña pero para lo que continúa preparándose. Y a la grupa de ese reconocimiento, cabalga la certidumbre de esos estudiantes que saben que gracias a que la materia prima fundamental de la enseñanza existe, el aprendizaje está, si no garantizado, al menos ahí, visible, para que se lo construya.

A diferencia del “¿cómo enseño?”, del que se hablará en su momento, el “¿qué enseño?” no permite mayores márgenes de acción: ¿que me preparé mal o no me preparé en absoluto durante mis años de estudios universitarios?, ¿Que, dado mi déficit en los conocimientos requeridos para ejercer un determinado espacio académico, no logro conseguir la plaza de profesor con que soñé ni ver cumplidas mis aspiraciones salariales?, ¿Que mis estudiantes no me toman en serio ni respetan mis clases tal vez porque se dan cuenta de mi inseguridad a la hora de intentar enseñarles algo?... Y la lista, que puede prolongarse mucho más, compendia la angustia del profesor que no obstante querer -y esforzarse para hacerlo- instruir a sus estudiantes debidamente, no lo logra porque carece de saberes de calidad y de conocimientos pertinentes; carece de la materia prima indispensable para impartir la enseñanza que su diploma avala.

La profesora de matemáticas que pocas matemáticas sabe, el de lenguas que ninguna domina, la de educación física que se reitera en los mismos ejercicios porque ningún otro conoce, el de biología que trueca las taxonomías, la de física que se confunde cuando corrige los problemas con que evalúa a sus alumnos, el de Historia que confunde próceres y trastoca acontecimientos o la de artes que mal dibuja o baila sin armonía, son ejemplos de un mismo problema: el inconveniente de no conocer suficientemente lo que debo enseñar a mis estudiantes.

Ahora bien, en relación con este primer aspecto del quehacer del pedagogo, en relación con el “¿qué enseño?”, ha hecho carrera un disparate que bastante daño le ha ocasionado a la educación que se imparte en sociedades y países como los nuestros, y para el que se habla de una solución igual de disparatada: creer que los profesores mejor preparados deben ir, y van en consecuencia, pues se considera que solo allí son necesarios, a las aulas universitarias de posgrado y pregrado, donde pueden y deben dedicarse, además, a la investigación. Y a medida que los créditos del enseñante disminuyen, se lo destina, bien a la secundaria, bien a la primaria, cuando no al preescolar, estadios educativos que deberían contar con docentes tanto o más competentes por cuanto de las bases del aprendizaje se trata. Pero que quede claro que el remedio para este desacierto desde siempre vigente en tantas partes no consiste en que los profesores universitarios más laureados vengan a ocupar las plazas de los menos instruidos: el anhelo y la propuesta de no pocos insensatos. Ya que, en el caso harto improbable de que se le midieran al reto, encontrarían dos obstáculos prácticamente insalvables: el “¿a quién le enseño?” y el “¿cómo le enseño?”. Pronto concluirían los reclutados que no pudiendo adecuar su discurso a las necesidades de los más pequeños, el trueque no solo resulta ineficaz sino también lesivo para los intereses de los que recién empiezan su escolarización.

No es, pues, sonsacándoles a las universidades sus mejores profesores como se corrige el perjuicio, sino invirtiendo en la formación de los que se sienten llamados a ser especialistas en la enseñanza infantil y adolescente ingentes esfuerzos y recursos. Solo así, dejando a cada quien en su lugar pero procurando a todos iguales oportunidades, la educación, al menos en cuanto hace al “¿qué enseño?”, puede experimentar el progreso del que tanto se habla pero por el que tan poco se hace.


“¿En dónde enseño?”

¿Será lo mismo enseñar inglés en un preescolar, en una escuela elemental pública, en un colegio de bachillerato bilingüe, en un departamento de ingeniería que en uno de lenguas modernas o de licenciatura en inglés como segunda lengua? ¿Comparten las mismas necesidades y expectativas la estudiante de licenciatura en inglés como segunda lengua o el de lenguas modernas, la de ingeniería, el de bachillerato bilingüe, la de escuela elemental pública que el de preescolar? ¿Cómo y qué priorizar de acuerdo con la realidad en que ejerzo la docencia?

Para que este ejercicio sea todo lo eficaz y didáctico que se espera, pensemos en una pedagoga de lenguas idóneamente formada, muy inquieta y deseosa de conocer de primera mano diversos contextos educativos. Y con ello en mente, recién graduada de la universidad, se propone conseguir y obtiene su primer trabajo: profesora de inglés en un preescolar.

Seducida por el reto que supone la enseñanza a niños que acaban de terminar -eso en el caso de los que la comenzaron- su socialización primaria, nuestra impetuosa pedagoga emprende un estudio autónomo de los aspectos más generales del aprendizaje infantil, que alterna con una reflexión cuidadosa del papel que habrá de cumplir su asignatura en esas primeras lecciones a que se enfrenten sus estudiantes. Resuelve que la gramática de la lengua extranjera quedará, de momento, postergada: ni la necesitan todavía ni podrían comprenderla debidamente. Entiende, entonces, que su labor en ese preescolar no es literalmente “enseñar el idioma”, sino, en primer lugar, hacer a los niños conscientes de que en eso que llamamos mundo hay muchísimas otras lenguas además de la que ellos hablan y, en segundo término, lograr despertar en su infinita curiosidad el asombro por esa nueva forma de nombrarlo todo llamada inglés.

De manera que una vez alcanzado el objetivo de generar en sus estudiantes el entusiasmo de esa nueva posibilidad de interaccionar con el mundo exterior, nuestra pedagoga sabe que puede dar un segundo paso en su carrera docente. Ahora es profesora en una escuela elemental pública.

Como el trabajo es también con niños -salvo que más grandes que los del preescolar y de diversas edades-, los conocimientos adquiridos gracias a su estudio autónomo en relación con algunos aspectos del aprendizaje infantil le son de mucha utilidad. No obstante, reconoce que afronta dos retos -cuando menos dos- serísimos: el número de personas por curso (cuarenta o más) y el escaso número de horas lectivas cada semana (cuatro o menos). Se dice que con semejante desproporción, sus objetivos tendrán que quedar bastante claros en su plan de trabajo. Desde luego que sí va a tener en cuenta la gramática, aunque solo sus rudimentos, pues comprende que más importante que avanzar en el estudio formal del idioma es, como lo estableciera para sus ex alumnos del preescolar, conseguir que sus estudiantes se sientan seducidos por las generosas promesas que ofrece el aprendizaje de esa lengua extranjera que todo lo abarca. Es consciente de que tendrá que emplearse a fondo para sobreponerse al hacinamiento en el aula y para dedicar la atención debida a cada niño, y con especial cuidado a los que mayores necesidades tengan.

Algún tiempo después, con el sinsabor de no haber podido hacer más pero con la tranquilidad de haberlo intentado todo, nuestra pedagoga concluye que es hora de proseguir su camino. Y empieza a trabajar en un colegio de bachillerato bilingüe.

Como lo hiciera no bien consiguió su primer empleo docente en el preescolar, se da a la tarea de averiguar los fundamentos del aprendizaje en la adolescencia. Es la primera vez, piensa con alegría, que va a poder desarrollar una clase completa en inglés: un momento que aguardaba desde sus días de estudiante universitaria. Pero descubre pasadas unas semanas que de seguir persistiendo en querer hacer de sus actuales estudiantes hablantes esmerados y escritores cuidados, el interés que ha logrado despertar en ellos por sus clases puede trocarse en desmotivación. Y opta por un enfoque más comunicativo; ese en que la precisión gramatical o léxica del lenguaje oral o escrito “carece de importancia” frente al éxito de la intención del que se esfuerza, y logra, comunicarse. Descubre así mismo llena de asombro que dependiendo de los intereses y expectativas del grupo de estudiantes que se tenga, pueden y deben descartarse -aunque no del todo, desde luego- uno o más componentes de la lengua objeto de la enseñanza, a fin de hacer del aprendizaje algo verdaderamente significativo según las circunstancias.

Cada vez con más experiencia docente y más y mejores reflexiones en torno al quehacer del que enseña, nuestra pedagoga siente que llegó el momento de incursionar en eso que todos llaman “educación superior”. Y obtiene una cátedra como profesora de inglés en una facultad de ingeniería.

Su primera impresión, errónea como muchas primeras impresiones, es que, tratándose de “estudiantes universitarios”, va a poder ejercer con ellos la exigencia que ha debido matizar en sus anteriores lugares de trabajo. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que también entre universitarios existen las diferencias. Con el transcurrir de las clases aventura que no debe ser lo mismo enseñar inglés en una facultad de ingeniería de una universidad privada como en la que trabaja, que hacerlo en un departamento de lenguas modernas o de licenciatura en inglés como segunda lengua de una universidad pública, donde piensa que debe haber al menos un poco más de compromiso por parte de los muchachos y de seriedad por parte de la universidad. Y se propone averiguarlo, optando a una cátedra en esas condiciones.

De modo que cuando siente que la experiencia acumulada en aquella universidad estatal como profesora de distintas asignaturas de futuros docentes de esa lengua que parece monopolizarlo todo es suficiente, y tras mirar críticamente y en retrospectiva su discurrir por todos aquellos estadios de lo que se da en llamar “educación formal”, sabe que está en capacidad no ya de aventurar, sino de concluir que “no es el docente quien impone su agenda en el lugar en que enseña, sino que son el contexto y las circunstancias particulares del lugar en que enseña lo que fuerza al docente a pensarse como pedagogo”; que “de nada o en cualquier caso de muy poco le sirven sus saberes de calidad y la pertinencia de sus conocimientos al profesor que, desconociendo el contexto y las circunstancias particulares del lugar en que enseña, pretende pasarlos por alto y hacer como que dan lo mismo o como que son inferiores a su agenda”; que “las expectativas del que enseña no siempre coinciden con las expectativas del que aprende”; que “solo una reflexión ponderada en torno a ese contexto y esas circunstancias particulares del “¿en dónde enseño?” garantiza en buena medida el éxito de la instrucción que se imparte” y que “si la primera pregunta que todo pedagogo se debe responder constituye el principio mismo de la labor del enseñante, la comprensión y puesta en ejecución de la segunda constituye en parte el éxito nada menos que de la docencia".


“¿A quién le enseño?”

¿En qué medida la evaluación debe estar regida por el “¿en dónde enseño?”? ¿Qué papel debe desempeñar el esfuerzo y cuál el rigor en el proceso evaluador? ¿Qué papel la desidia y cuál la mediocridad?

Convencido como estoy de que una reflexión en torno a la tercera pregunta que todo pedagogo se debe responder ha de partir de la asociación estudiante-evaluación, propongo su análisis desde esa perspectiva de la pedagogía. Para adelantarlo, sirvámonos de los tres interrogantes que encabezan esta tercera parte del artículo.

Aun cuando algunas de las cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder están relacionadas con la anterior y con la siguiente (la 2 con la 1 y la 3, la 3 con la 2 y la 4 y esta con la 3 y la 5), y otras ya con la anterior (la 5 con la 4), ya con la siguiente (la 1 con la 2), ningún par es más cercano que el que forman la 2 -“¿en dónde enseño?”- con respecto a la 3 -“¿a quién le enseño?”-. ¿Acaso el profesor de matemáticas que por la mañana enseña cálculo a estudiantes de último año de secundaria y por la tarde también cálculo, pero a estudiantes de ingeniería civil, debe evaluar a unos y a otros basándose en los mismos criterios? Un no rotundo es la respuesta. Porque si evalúa, dándole prelación al esfuerzo del estudiante, actúa con arreglo a la justicia docente en el primer caso y de espaldas a ella en el segundo. Pero si su evaluación se atiene a los resultados mensurables que arrojan las pruebas de cada estudiante haciendo a un lado, si toca, el esfuerzo demostrado durante el curso por cada uno de ellos, actúa con arreglo a la justicia docente en el segundo caso y de espaldas a ella en el primero. Además, ese profesor de cálculo necesita, a la hora de evaluarlos, estar en capacidad de comprender las necesidades y expectativas de sus estudiantes de secundaria (conocer las nociones de esa asignatura, prepararse para las pruebas de Estado y quizá, solo quizá, para un programa universitario con anclaje en las matemáticas) y las de sus estudiantes universitarios (profundizar en los secretos del cálculo, demostrar su competencia matemática y numérica, saber a ciencia cierta si se tienen o no posibilidades en una profesión que entraña múltiples riesgos). Pero veámoslo con más detenimiento.

Si X, profesor de cálculo de estudiantes de último año de bachillerato, reprueba terminado el año lectivo a todos los que no presentaron exámenes satisfactorios sin tomar en consideración el empeño manifiesto de muchos a los que se les dificultaron ciertos temas que no obstante intentaron aprehender a base de esfuerzo, demostraría con esa resolución que no comprende ni en dónde enseña, ni a quién le enseña. ¿Debe reprobar cálculo un buen estudiante de secundaria cuya única falta es la de que no se le da bien esa asignatura? Me temo que no. ¿Debe reprobar cálculo un “buen” estudiante de ingeniería civil cuya única falta es la de que no se le da bien esa asignatura? Me temo que sí y me explico.

Si X, profesor de cálculo de estudiantes de ingeniería civil, reprueba terminado el semestre a todos los que no presentaron exámenes satisfactorios sin tomar en consideración el empeño manifiesto de muchos a los que se les dificultaron ciertos temas que no obstante intentaron aprehender a base de esfuerzo, demostraría con esa resolución que sí comprende en dónde enseña y a quién le enseña. Como lo oyen: reprobar a un futuro ingeniero civil muy esforzado como estudiante aunque muy deficiente como matemático no constituye un acto de injusticia docente sino uno de ética y responsabilidad del pedagogo. Que sabe las consecuencias que acarrearía la decisión contraria al cabo de un tiempo: puentes que se vienen abajo, edificios que colapsan sin razones aparentes y la pérdida de vidas que dichos “accidentes”, por completo evitables, ocasionan.

Ya me imagino los ceños fruncidos de muchos colegas que hasta este punto de la lectura han llegado. Se deben de estar preguntando cómo prescindir, en el momento supremo de aprobar o reprobar, del esfuerzo demostrado por un estudiante durante un semestre universitario, y por qué sí tener en cuenta ese mismo esfuerzo en el caso de estudiantes de bachillerato, primaria o preescolar. Y la respuesta, aunque controversial, se me antoja demasiado sencilla: pues porque el esfuerzo per se es insuficiente cuando se trata de profesiones -ciencias de la salud, ingenierías, aviación, pedagogía, para solo mencionar unas cuantas- que involucran la integridad o el bienestar de personas y comunidades. Mientras que el niño y el adolescente no optan por las matemáticas o la biología de forma voluntaria sino que más bien ellas representan para ellos imposiciones -en el peor de los casos- o tanteos y descubrimientos -en el mejor-, esas dos asignaturas comportan para el futuro ingeniero o el futuro médico la columna vertebral de sus respectivos saberes profesionales, cuyo dominio deben probar desde el rigor a que su esfuerzo los condujo.

Según la escolarización avanza -digamos del preescolar a la primaria, y de esta al bachillerato; del bachillerato al pregrado, y de este a la especialización y a la maestría y al doctorado y a los estudios posdoctorales-, el pedagogo debe fundar su evaluación cada vez menos en el esfuerzo -mirífico cuando se trata de niños y adolescentes; apenas natural tratándose de universitarios y de investigadores- y cada vez más en el rigor -plausible cuando se trata de universitarios y de investigadores; apenas perceptible tratándose de niños y de adolescentes-. Tanto yerra el profesor que desaprueba a sus estudiantes en el preescolar, la escuela primaria o el bachillerato esgrimiendo argumentos inflexibles de rigor (primera, tercera y quinta definiciones del diccionario de la RAE), como el docente universitario que, pese a no haber rigor en el desempeño de sus estudiantes, los aprueba esgrimiendo el esfuerzo realizado como razón suficiente. Tanto acierta el profesor que desaprueba a sus estudiantes en la universidad esgrimiendo argumentos inflexibles de rigor (quinta, tercera y primera definiciones del diccionario de la RAE), como el docente de preescolar, la escuela primaria o el bachillerato que aprueba a los suyos esgrimiendo el esfuerzo realizado como razón suficiente.

Pero las cosas se simplifican mucho cuando, en lugar del esfuerzo y el rigor, aparecen en la escuela (y por escuela se entiende la que abarca desde las primeras lecciones escolarizadoras hasta las disertaciones de iniciados y expertos investigadores) la desidia y la mediocridad, sus respectivos antónimos. Cuando eso ocurre -por desgracia demasiado a menudo-, al pedagogo no le corresponde establecer jerarquías o aplicar la casuística en la evaluación -indispensable para no cometer injusticias con quien no se debe-, ni sopesar relaciones del tipo “¿en dónde enseño?” versus “¿a quién le enseño?”. Al pedagogo de desidiosos y mediocres corresponde, en cambio, hacer uso del único rasero válido en circunstancias de total improducción del estudiante: la reprobación fulminante. Únicamente así, generando en el niño y el adolescente la consciencia de que el esfuerzo genuino en el aprendizaje más temprano que tarde habrá de conducirlos al rigor, ulterior finalidad de la academia, esos dos vicios -uno en realidad- de pésimos estudiantes y peores profesores, algún día podrían ser extirpados de nuestros sistemas educativos: un sueño, para qué engañarnos, con apariencia de imposibilidad.


“¿Cómo le enseño?”

¿En qué momento la lúdica deviene ludopatía en el salón de clases? ¿Por qué se suele afirmar que de nada sirve el qué sin el cómo en la docencia? ¿Cuál es el motivo de que sean tan sumamente escasos los profesores que de veras pueden descollar en cualquier nivel educativo y tantos los especialistas en uno solo, para no hablar de los que no son especialistas en nada?

En este mundo cada vez más globalizado, la industria del entretenimiento cobra día por día mayor importancia y más adeptos con apariencia más bien de víctimas: hay que erradicar el aburrimiento a como dé lugar de nuestras vidas; no hay que dejarlo entrar ni en nuestras casas, ni mucho menos en nuestros lugares de trabajo o en la escuela. Bombardeados sin tregua por nuevos adminículos y redes sociales que dizque sobrepujan a los de ayer en posibilidades, niños, adolescentes, jóvenes y adultos de muy diversas edades en ellos buscan refugio para evadírsele al estrés que les produce cualquier tipo de disciplina o de esfuerzo intelectual. Y la consecuencia de tal desmadre, que no es la única aunque sí la más visible, se traduce en dos fenómenos harto inquietantes: el debilitamiento incontenible de la memoria y la tiranía de la dispersión crónica, de los que pocos -cada vez menos- logran escapar.

Artífice de su propia trampa, la escuela y sus responsables -directivos, docentes, padres de familia: la sociedad toda- abogan hoy por hoy con impaciencia por una educación que privilegie, no la disciplina y el rigor académico, sino la laxitud y la ley del menor esfuerzo, para no desentonar con los tiempos livianos que corren. Y para congraciarse también con esos tiempos y no parecer anacrónicos, demasiados profesores han asumido como propia la tarea de motivar antes que la de formar, sin comprender que “no se puede educar al niño sin contrariarle en mayor o menor medida”, y que “para poder ilustrar su espíritu hay que formar antes su voluntad y eso siempre duele bastante”, como acertadamente afirma don Fernando Savater en El valor de educar, un libro que debiera ser lectura imprescindible en cualquier facultad de educación.

Por si todo lo anterior fuera poco estropicio, y en consonancia con esa urgencia de motivar como fin último de la enseñanza, de la necesaria pedagogía lúdica o lúdica pedagógica que tan buenos resultados rinde cuando se administra de conformidad con una adecuada posología didáctica, tales docentes han permitido que se apoltrone en sus clases una suerte de compulsión ludópata, la cual termina por condicionar aun al educador que, consciente de los riesgos que semejante desmesura ocasiona, acaba por sentirse vencido por ella. ¿Cómo contrarrestar en el estudiante la idea esa de que las clases deben ser siempre divertidas y jamás monótonas?, ¿cómo hacerle entender que el juego, si bien necesario en muchos momentos de la vida, perjudica en otros por inoportuno?, ¿de qué estrategia valerse para hacerlo consciente de que “la mayoría de las cosas que la escuela debe enseñar no pueden aprenderse jugando”?: otra aseveración no menos atinada del filósofo y educador español. Pero mientras estos y otros interrogantes algún día -ojalá no muy lejano- encuentran reflexión y debate en la academia, ocupémonos del segundo aspecto propuesto para esta cuarta pregunta que todo pedagogo se debe responder: el qué sin el cómo.

Ya se dijo en el presente artículo que no puede haber enseñanza posible si su artífice, el docente, no cuenta con saberes de calidad y con conocimientos pertinentes. Lo que no se ha dicho, empero, es que tenerlos no garantiza el éxito de la docencia.

Pues bien: para nadie es un secreto que en facultades y departamentos de prestigiosas universidades del mundo entero abundan los profesores cada vez más preparados y con mejores credenciales académicas que exhibir, lo cual no necesariamente conlleva que la calidad de la instrucción que imparten ellos en ellas se incremente en proporción directa a los estudios e investigaciones que adelantan. Y la razón de semejante paradoja, que no lo es, tal vez se pueda resumir con palabras de Misión de la universidad, el lúcido ensayo publicado por don José Ortega y Gasset en 1930, que concluye: “…Porque uno de los males traídos por la confusión de ciencia y universidad ha sido entregar las cátedras, según la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo”. Una opinión que adolece ciertamente de generalización, pero que nos ayuda a explicar una inexactitud que no se toma por tal: la creencia de que todo aquel que posee saberes de calidad y conocimientos pertinentes está en capacidad de comunicarlos idóneamente. Como si el mero hecho de haber afrontado con éxito el aprendizaje graduara al aprendiz de enseñante; como si al arte de enseñar llamado pedagogía se accediera simplemente a fuerza de acumular diplomas.

No señores. Enseñar, como otro cualquier arte, intima, amén del trabajo arduo del día a día, generosas cantidades de talento. No más hay que observar con atención, para entender de qué va eso del talento, a un grupo de niños que intentan comprender un juego nuevo, no ya para intuir, sino para saber a ciencia cierta cuál o cuáles de los niños es o son los pedagogos del grupo. Sin el menor esfuerzo y con desparpajo, el o los señalados, haciendo gala del liderazgo que le es inherente a todo buen maestro, asume o asumen el rol de la docencia, al tiempo que los demás niños a ella se pliegan, cual si de la cuestión más natural se tratara. Lo que sucede es que la autoridad del educador genuino, ese que nació para serlo, no se discute. (Y ojo que no estoy aquí hablando de autoritarismo, dos términos que muchos confunden.)

Ahora bien, dos clases hay de pedagogos auténticos. Por un lado, encontramos a ese que tras definir su sitio en la academia (profesor de educación preescolar, primaria, secundaria o superior), a él se dedica en cuerpo y alma y casi de por vida, imbuido de que su vocación reclama mucho más que las cuarenta horas semanales que se consideran justas para un trabajador medio. Por el otro, un poco más difícil de hallar que una guaca, se yergue el maestro-educador-pedagogo, para quien la comodidad de un único nicho educativo resulta inconveniente e irrespirable, a tal punto que, para no asfixiarse en medio de la pequeñez de su especialidad, decide, como lo hiciera en su momento nuestra impetuosa pedagoga de lenguas, recorrer uno después de otro, si es posible todos los derroteros por los que se conduce la enseñanza: una misión, no hace falta decirlo, reservada para muy pocos.


“¿Para qué le enseño?”

Los seres humanos, al contrario de los demás animales, necesitamos, en el momento de emprender una empresa o un proyecto o un estudio, llenarnos de razones: me lanzo a la presidencia para hacer Historia, pido un préstamo en el banco para montar un negocio, estudio inglés para poder optar a una beca en el exterior. Incluso cuando no hacemos “nada productivo”, ahí están las muy porfiadas: no trabajo para no estresarme, no estudio para así poder jugar, no hago ejercicio para no agitarme innecesariamente. Si los contáramos, nos daríamos cuenta de que cada día de nuestras vidas está surcado, de comienzo a fin, de esos “paras” que tienen por objeto justificar la subsistencia: duermo para sentirme descansado, como para alimentarme, me alimento para no morir. Y la existencia: me caso para formar una familia, me esfuerzo para que mis hijos vivan bien, les doy una buena educación para que mañana velen por sí mismos. Ni siquiera los suicidas, aquellos valientes para muchos y cobardes para otros tantos, incumplen este precepto vital de los motivos, pues renuncian a la vida “para dejar de sufrir”. Pero no es hora de renunciar sino de proseguir.

Como es natural, al pedagogo, acaso más que a cualquier otro profesional, se le exige y de él se espera que tenga claridad meridiana sobre las razones de su quehacer. ¿Para qué alfabetiza al niño?, ¿para qué instruye al adolescente en eso que se da en llamar orientación vocacional?, ¿para qué le exige una tesina o una monografía sustentada de grado al profesional o al especialista o al magíster o al doctor? Y el pedagogo responde:
—Alfabetizo al niño para que logre, paso a paso, ir allanando su camino en el conocimiento y cimentando sus procesos de aprendizaje, objetivos imposibles sin esa primera alfabetización; instruyo al adolescente en eso que también da en llamarse orientación profesional para que intente definir qué camino tomar cuando hayan culminado sus estudios en la educación media y cuando haya descartado hasta decantarse, si es posible por una, las que creía sus inclinaciones vocacionales; exijo un trabajo de grado serio y riguroso al profesional o al especialista o al magíster o al doctor para que demuestren, no solo que son profesionales y especialistas y magísteres y doctores solventes, con saberes de calidad y conocimientos pertinentes, sino para tratar de visualizar en esas tesinas y en esas monografías los vestigios y las repercusiones de la primera alfabetización y la orientación vocacional impartidas en su momento. Vestigios y repercusiones que, se crea o no, aún subsisten en esas instancias.

Si a manera de epílogo del presente artículo le preguntáramos a nuestra impetuosa pedagoga de lenguas (una maestra auténtica tipo 2, de aquellas que son más difíciles de hallar que una guaca) para qué le enseña inglés al niño de preescolar, nos diría: “Para ayudarlo a descubrir la magia de poder nombrar su mundo de dos formas distintas”:
—Amo a mi mascota = I love my pet.
— ¿Y a la niña de escuela elemental pública?: “Para ayudarla a comprender que lo que expresamos, bien en una lengua o bien en otra, no es inocente sino que entraña intenciones”:
—Amo a mi perra porque ella me defiende = I love my female dog because she defends me.
— ¿Y al muchacho de bachillerato bilingüe?: “Para ayudarlo a que adquiera la fluidez característica del hablante autóctono medio, quien tampoco se comunica con total corrección aunque sí con claridad”:
—Today, I gonna talk to you about…
— ¿Y a la estudiante del departamento de ingeniería?: “Para intentar ayudarla a concluir que, por muy buena ingeniera que sea, sus aspiraciones profesionales y salariales se van a ver frustradas muy pronto debido a su impericia en el dominio del inglés, la lengua universal de los negocios y de muchísimos, si no de todos, los ámbitos profesionales”:
—I didn’t realize the importance of mastering English until I missed a really tempting job opportunity abroad.
— ¿Y al estudiante del departamento de lenguas modernas?: “Para ayudarlo a afianzar su dominio de la lengua extranjera, que a su turno habrá de desempeñar un papel protagónico en la consolidación de la calidad de sus saberes y la pertinencia de sus conocimientos”:
—I expect, in the near future, to be able to work as a translator, thanks to my mastery of the second most spoken language in the world, but the first most powerful one of all!
— ¿Y a la estudiante de licenciatura en inglés como segunda lengua?: “Para ayudarla no solo a afianzar su dominio de la lengua extranjera, sino a comprender que su misión como educadora debe partir de una reflexión profunda en torno a cinco preguntas que todo pedagogo se debe responder (“¿qué enseño?”, “¿en dónde enseño?”, “¿a quién le enseño?”, “¿cómo le enseño?” y “¿para qué le enseño?”), y debe concluir -jamás concluye- con la puesta en práctica de los resultados de esa reflexión, representados en cinco respuestas que, caso de ser el producto de un análisis juicioso y pormenorizado de esos cinco interrogantes, garantizan en buena medida el éxito de la docencia que se imparta”:
—Now I know that my success as a teacher of English mainly depends on how pertinently I respond to five questions every educator is supposed to reflect on, unless he or she is not really interested in succeeding pedagogically: “what do I teach?,” “where do I teach?,” “whom do I teach?,” “how do I teach him or her?” and “why do I teach him or her?”.