sábado, 30 de julio de 2011

Algunas consideraciones sobre educación inspiradas en dos textos a propósito del tema

A diario se publican decenas de artículos en revistas especializadas y libros escritos por expertos en pedagogía que poco dicen, pero solo ocasionalmente ven la luz reflexiones inteligentes e inteligibles, alejadas por fortuna de ese vicio de enrevesarlo todo con tecnolexias y neologismos que, cuantas más sílabas tengan, tanto más preconiza esa nutrida parte de la academia cultora de la vanilocuencia. Como se trata de construir un lenguaje críptico en torno a la materia de estudio, los vanilocuentes descartan a priori aquello que, sin ser simplista en modo alguno, está escrito para que todo aquel que se interese por el tema se acerque y pruebe. Esto es, mientras los vanílocuos escriben para los miembros de su secta intelectual, los autores de esas reflexiones de que hablo lo hacen para las inteligencias independientes. Mientras los primeros forman parte del Mal de escuela a que alude Daniel Pennac, los segundos honran El valor de educar de que trata Fernando Savater.

La experiencia docente de estos dos escritores no es nada despreciable. Pennac, profesor de bachillerato más de dos décadas, aborda el problema de la enseñanza y el aprendizaje desde la perspectiva del mal estudiante, al que la traducción al español de Manuel Serrat Crespo denomina “zoquete”, y que yo sugiero llamar también “vago”, a fin de evitar posibles ambigüedades. Según la definición de la RAE, un zoquete es una “persona tarda en comprender”, en tanto que un vago es un “holgazán”, un “perezoso”, alguien “poco trabajador”. La aclaración no sobra puesto que las dos situaciones coexisten en el salón de clases, en la escuela y en la vida. Pero si el autor de éxitos editoriales tan incuestionables como El señor Malaussene y Como una novela le dedicó a la educación secundaria un total de veinticinco años, Fernando Savater, que aborda los problemas de la educación desde múltiples realidades, se pasó otro tanto y más entre aulas universitarias discurriendo sobre, entre otras, ética y filosofía. De manera que estamos, no ante dos de esos teóricos de la pedagogía que proponen fórmulas mágicas para el encantamiento del estudiante, a quien en muchas ocasiones conocen solo de oídas o por experiencias ajenas, sino ante dos educadores que saben lo que dicen porque lo han vivido y estudiado.

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Leyendo Mal de escuela (editorial Mondadori, 2008), el lector inadvertido puede incurrir en un error: creer que todos los muchachos que no destacan como estudiantes en la educación primaria o secundaria “fracasan” por esa suerte de incomprensión docente que sume muchas veces en el olvido al alumno poco aventajado en tal o cual asignatura. Un malentendido que quizá propicia el mismo autor al no establecer diferencias entre el estudiante que, queriendo aprehender, no encuentra eco en su deseo y ese que simplemente no quiere. Al primero, de haberse logrado el matiz, lo podríamos llamar “zoquete”, como el ensayo de Pennac sugiere, mientras que al segundo, a ese que acaso involuntariamente pasa por alto el ensayista, cabría llamarlo “vago”. No es, que quede claro, del grupo de los “holgazanes, perezosos, poco trabajadores” del que se proclama el escritor en sus años escolares; es del de los “tardos en comprender”, que, más que hacer sufrir, sufren esa especie de primer no destino de la vida:

“En todo caso, así es, el miedo fue el gran tema de mi escolaridad: su cerrojo. Y la urgencia del profesor en que me convertí fue curar el miedo de mis peores alumnos para hacer saltar ese cerrojo, para que el saber tuviera una posibilidad de pasar” (primera parte, capítulo 5).

Habría que decir, ya que el escritor no lo hace, que el miedo, que hasta comienzos de los años sesenta fuera de uso privativo de los profesores en contra de sus alumnos, ha pasado a ser desde entonces si bien no con exclusividad y por razones ya expuestas en este blog, un arma eficacísima, utilizada por quienes gustan de ejercer el matonismo en la escuela para atemorizar a compañeros y maestros por igual.


Dejemos ya de lado esta inadvertencia del escritor franco-marroquí y atendamos a la siguiente reivindicación del contenido humano del que educa:

“Ignoraba yo entonces que, a veces, también los profesores experimentan esa sensación de perpetuidad: repetir indefinidamente las mismas clases ante aulas intercambiables, derrumbarse bajo el fardo cotidiano de los deberes (¡No es posible imaginar a un Sísifo feliz con un montón de deberes que corregir!). Yo ignoraba que la monotonía es la primera razón que los profesores invocan cuando deciden abandonar el oficio, no podía imaginar que algunos de ellos sufren teniendo que permanecer allí, mientras ven pasar a los alumnos. Ignoraba que también los profesores se preocupan por el futuro: ganar la oposición, terminar la tesis, entrar en la facultad, emprender el vuelo hacia las cimas de las clases preparatorias, optar por la investigación, largarse al extranjero, dedicarse a la creación, cambiar de sector, abandonar de una vez a todos esos… Yo ignoraba que cuando los profesores no piensan en su porvenir es porque piensan en el de sus hijos, en los estudios superiores de su prole… Ignoraba que la cabeza de los profesores está saturada de porvenir. Creía que estaban allí sólo para impedir el mío” (segunda parte, capítulo 6).

La monotonía: esa que, muy a menudo, no obstante experimentar satisfacción por mi quehacer profesional, me acompaña a clase y me abandona cuando menos me lo espero, me desmoraliza y hace que me pregunte si lo que hago vale la pena, me plantea numerosas dificultades a la hora de derrotar o al menos atenuar la crónica desidia que traen consigo al aula muchísimos estudiantes. El porvenir: la inquietud que se resiste a remitir sin que importe la edad que tengamos; que todo nos lo pinta color de anquilosamiento; que nos echa en cara nuestra falta de valor para seguirnos superando y se burla de nuestro conformismo. La misma abulia y el mismo futuro incierto a que no se puede hurtar nadie, y mucho menos un educador.


Pero volvamos al miedo, el abracadabra de este ensayo novelado o ensayo autobiográfico de Pennac, que sigue padeciéndolo todavía hoy -hablo del presente de la escritura-, incluso en esos momentos oníricos que se reservan para el descanso:

“Tuve un sueño. No un sueño de niño, un sueño de hoy, mientras escribo este libro. A decir verdad, justo después del anterior capítulo. Estoy sentado, en pijama, al borde de mi cama. Grandes cifras de plástico, como esas con las que juegan los niños pequeños, están diseminadas por la alfombra, delante de mí. Debo “poner en orden esas cifras”. Es el enunciado. La operación me parece fácil, estoy contento. Me inclino y alargo los brazos hacia las cifras. Y advierto que mis manos han desaparecido. No hay ya manos al extremo de mi pijama. Las mangas están vacías. No es la desaparición de mis manos lo que me aterroriza, es no poder alcanzar esas cifras para ponerlas en orden, algo que habría sabido hacer” (primera parte, capítulo 6).

La hermenéutica de la pesadilla lo explica todo: ese Mal de escuela llamado miedo a no aprehender tiene, como cualquier otro trauma, unos efectos mutiladores que van más allá de la niñez, más allá de la consciencia del que vela. Al no dar con sus manos, el fracaso de este niño está garantizado y con él la angustia de no poder dar cumplida cuenta de la tarea: un incumplimiento que le granjeará, seguramente, los reproches del maestro.


Pennac supo, como sabe el niño que sufre graves enfermedades o que pierde a su madre a causa de una, o como el niño que sufre la ausencia de su padre encarcelado injustamente y que para exorcizar la infelicidad de la infancia prometen hacerse médico y abogado respectivamente, que solo ejerciendo la enseñanza lograría domeñar en parte esos temores que le ocasionaron los artífices del Mal de escuela -los profesores carentes de compromiso y de amor por su quehacer- y rescatar de ese no destino a sus estudiantes. Y actúa en consecuencia. Se propone ser uno de esos “tres o cuatro profesores” que lo salvaron “de la escuela”. Porque el escritor aduce que son ellos, los profesores, los que la hacen en primer lugar. Un punto de vista válido para los fines que persigue su reflexión, aunque discutible si se tienen en cuenta otros problemas de la educación que no forman parte de su libro.


Resulta que mi hermana, afectada como yo por deficiencias visuales salvo que ¿menos graves?, padeció durante “buena” parte de su educación primaria y secundaria el peor mal de escuela de que se tenga noticia: la indolencia y la crueldad de muchos profesores que en lugar de alentarla para que surgiera, intentaban hundirla, ayudados por su imprevisión de un futuro azaroso y por la mezquina solidaridad de sus estudiantes que, no contentos con negarle una mano, se burlaban de sus gafas gruesas y de su impotencia ante la obstinación de aquellos “educadores”. Y como a mi hermana, a Nathalie, una ex estudiante de Pennac a la que una tarde él halla inconsolable dizque por no poder entender “la proposición subordinada conjuntiva adversativa y concesiva”, uno de esos victimarios de la enseñanza llega a convencerla de que no aprende porque tiene la cabeza llena de agua sucia. Felonía que el escritor, a la sazón maestro él sí, consigue desactivar con la paciencia y el afecto que se esperan de quien educa. Pero como a Nathalie, a mi hermana, que dados los traumas en su proceso de aprendizaje jamás quiso seguir una carrera universitaria, también se esforzaron por salvarla auténticos educadores tipo Pennac, cuyo recuerdo disminuye en parte el dolor de una época que, no por ser pretérita, deja de hacer daño. ¿Nathalie y mi hermana víctimas del acoso escolar? En efecto. Pues el tan cacareado matonismo, que reputados “científicos de la educación” se dedican a estudiar hoy, tomándolo por un fenómeno reciente que no es sino tan antiguo como la misma humanidad, no procede exclusivamente, según lo prueban los dos ejemplos, de muchachos que hostigan a muchachos menos fuertes o a profesores tímidos, sino, por desgracia, de docentes que quizá jamás quisieron serlo y desfogan su frustración a expensas de niños o jóvenes que nada tienen que ver con ella.


La ficción surge nuevamente en el ensayo novelado o ensayo autobiográfico en que se centra la primera parte de este ejercicio crítico, para hablarnos de un término que resume la labor del maestro genuino, que en el caso de Pennac no puede separarse de su pasado de estudiante:

“He aquí que, al final de esta segunda parte, me permito un ataque de duda. Duda en cuanto a la necesidad de este libro, duda en cuanto a mi capacidad para escribirlo, duda sobre mí mismo, sencillamente, duda que florecerá muy pronto en consideraciones irónicas sobre el conjunto de mi trabajo, sobre mi vida entera… Proliferante duda… Son frecuentes estos ataques. Por mucho que sean una herencia de mi zoquetería, no me acostumbro a ellos. Se duda siempre la primera vez, y la duda es malsana. Me empuja hacia mi tendencia natural. Me resisto pero, día tras día, vuelvo a ser el mal alumno que intento describir. Los síntomas son rigurosamente semejantes a los de mis trece años: ensoñación, pereza, dispersión, hipocondría, nerviosismo, taciturno deleite, cambios de humor, jeremiadas y, por último, pasmo ante la pantalla de mi ordenador, como antaño ante los deberes que debía hacer, el examen que debía preparar… Aquí estoy, ríe sarcástico el zoquete que fui […] Bueno, así son las cosas, deja ya de hacer comedia, vuelve al trabajo. Y reanudas el trabajo. Línea tras línea sigues deviniendo, con este libro que está haciéndose” (segunda parte, capítulo 21).

Dudas que no son frustraciones, como sí lo son las de los vejadores de mi hermana y Nathalie, responsables en gran medida de la tortura que la escuela conlleva para muchos estudiantes excluidos. Dudas que compendian el escepticismo del que se cuestiona y pone su existencia en conflicto, muy diferentes de los desengaños del profesor fracasado e incapaz de dar marcha atrás para subsanar un error de vida que se cobra intentando malograr existencias que a la escuela concurren con expectativas por completo distintas. Dudas que son, en el peor de los casos, los lastres del que procrastina, pero no destruye.


¿Cómo reconocer al educador genuino del que no lo es, y más aún del que deslustra, con sus vilezas, la enseñanza? Creo que el escritor tiene la respuesta:

“La presencia del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de inmediato. Los alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo hemos experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se advierte por su modo de mirar, de saludar a sus alumnos, de sentarse, de tomar posesión de la mesa. No se ha dispersado por temor a sus reacciones, no se ha encogido sobre sí mismo, no, él va a lo suyo, de buenas a primeras, distingue cada rostro, para él la clase existe de inmediato” (tercera parte, capítulo 7).

Tampoco expresa preferencias en perjuicio de ciertos estudiantes, ni mira o trata con inquina a ninguno de sus alumnos aun si hubiera razones para hacerlo, ni ignora sus esfuerzos o errores, que valora y corrige con afecto. El maestro por vocación, a distinción del profesor caído en la enseñanza por azar o por falta de oportunidades, conoce sus responsabilidades; sabe que frente a él hay presentes que mañana serán futuros que en su recuerdo agradecerán su labor y su entrega, o condenarán su desinterés y su falta de ética con un olvido sin resquicios o con ese desprecio de alumno maltratado o menospreciado que ni siquiera el tiempo debilita.


“Reproduciendo” las palabras de una profesora que lo invita a una de sus clases en que se discute uno de sus libros, el escritor franco-marroquí define lo que debería ser una clase ideal: esa en que, lo mismo que en una orquesta sinfónica o filarmónica, cada estudiante, como cada músico, vele por la perfección de la armonía y sepa que, sin que importe el instrumento que interprete, de su buena ejecución depende el éxito de los resultados del esfuerzo común. Bellísima alegoría, si bien demasiado difícil por ambiciosa. Y remata la maestra:

“-El problema es que queremos hacerles creer en un mundo donde sólo cuentan los primeros violines […] Y que algunos colegas se creen unos Karajan que no soportan dirigir el orfeón municipal. Todos sueñan con la Filarmónica de Berlín, lo que es comprensible…” (tercera parte, capítulo 7).

¿A qué equivale en educación que los que la imparten sueñen con dirigir la “Filarmónica de Berlín”?, ¿a qué equivale en educación que los que la imparten no soporten dirigir el “orfeón municipal”? Pues a que, cuanto más “alto” el nivel educativo en que se enseñe o se simule hacerlo, más o menos prestigio se deriva de una ocupación que no debería caer en estratificaciones que, curiosamente, la rigen me atrevería a decir que en todo el universo mundo: ¿se podría argumentar que ejercer la docencia en la escuelita rural más pobre del Tercer Mundo garantiza igual prestigio que hacerlo en una clase doctoral de una de las mejores universidades de ese que está en las antípodas? Claro que no, infortunadamente. ¿Se podría argumentar que el mejor profesor de colegio o el mejor catedrático de pregrado valen tanto como el más reputado de los investigadores que, no obstante, a la hora de impartir sus enseñanzas no da pie con bola? Claro que no, infortunadamente. Porque lo que cuenta en nuestro sistema de apariencias, del que la educación no es otra cosa que su baremo más visible, son los pergaminos, por encima de las realidades. ¿De qué sirve que usted, un maestro querido y reconocido por sus estudiantes gracias a la claridad de sus conocimientos y a la honradez con que los comparte, se sienta satisfecho con su quehacer si sus “pares académicos” (dado que jamás ha publicado artículos o libros que nadie o casi nadie lee pero que son requisito sine qua non para pertenecer a las más altas esferas de la investigación universitaria) no se lo reconocen? Pues de nada o de muy poco porque, mal que nos pese a aquella maestra, a Pennac y a mí, en el mundo de los pergaminos, que no en el de las realidades, si no se es un primer violín o un Karajan genuino, hay que aparentar serlo al menos.


Celebro que el autor confirme una creencia de la que nunca he dudado: nada, por lo que se refiere a pedagogía, caduca: son las malas prácticas pedagógicas las que lo hacen caduco:

“¿Reaccionario, el dictado? Inoperante, en cualquier caso, si lo practica un espíritu perezoso que se limita a descontar puntos con el único objetivo de decretar un nivel. ¿Envilecedoras, las notas? Ciertamente cuando se parecen a esa ceremonia, vista hace poco tiempo por televisión, de un profesor devolviendo sus exámenes a los alumnos, soltando cada papel ante cada criminal como un veredicto anunciado, con el rostro del profesor irradiando furor y unos comentarios que condenaban a todos aquellos inútiles a la ignorancia definitiva y al paro perpetuo…” (tercera parte, capítulo 10).

Y agrega el gran maestro que adivinamos en lo que escribe:

“Siempre he concebido el dictado como una cita al completo con la lengua. La lengua tal como suena, tal como cuenta, tal como razona, la lengua tal como se escribe y se construye, el sentido tal como se precisa en el meticuloso ejercicio de la corrección. Pues no hay más objetivo para la corrección de un dictado que el acceso al sentido exacto del texto, al espíritu de la gramática, a la magnitud de las palabras. Si la nota debe medir algo, ese algo es la distancia recorrida por el interesado en el camino de esta comprensión…” (tercera parte, capítulo 11).

Como las babosadas dichas en tono ex cátedra cobran siempre inusitado vigor entre los que no están habituados a pensar por pereza o incapacidad -una inmensísima mayoría-, imprecisiones del tamaño de “la educación no debe ser memorística”, “las notas generan inquinas entre los estudiantes”, “hay que erradicar el dictado de la escuela”, entre muchas otras, se aceptan hoy como verdades axiomáticas. ¿De dónde sacan los babosos -esos espíritus perezosos de que habla el escritor, incapaces de resemantizar lo que les parece inútil para que vuelva a servir- que la memoria, las notas, el dictado y esas tantas otras prácticas pedagógicas deban desaparecer? Pues de su irreflexión. Porque si pensaran un momento al menos en la tragedia que ha significado la erradicación de la memoria del aprendizaje, las notas de la evaluación y el dictado del proceso lectoescritor, seguramente darían marcha atrás y pedirían perdón por el daño irreparable que se le ha ocasionado a la educación con ideas seudorrevolucionarias que únicamente han conseguido depauperar cada día más la calidad de la enseñanza, y por consiguiente la del aprendizaje. Con el falaz argumento de que la memoria atenta contra el análisis, y sin entender siquiera que este no existe sin aquella, se decidió hace ya algunos lustros darle un entierro de tercera a esa habilidad que les permitió a nuestros abuelos y a algunos de nuestros padres aprender bellas parrafadas que sus profesores exigían que memorizaran, ciertamente sin deglutirlas previamente. Pero es que hoy, ni se memoriza ni, está de más decirlo, se analiza: ¿acaso qué pueden analizar estas mentes jóvenes pero escleróticas, vaciadas de contenidos y atiborradas de imágenes por lo común insustanciales? Con similar estupidez, se hizo creer a todos o casi, que las calificaciones debían desterrarse de la escuela dizque para propiciar la armonía entre los compañeros de clase y desincentivar el espíritu de competencia malsana. Pero lo único que se logró fue lo previsible: inocular en el estudiante la idea esa sí nociva de que el mero hecho de asistir le otorga la aprobación de la asignatura, desincentivando, de carambola, la ley del menor esfuerzo inclusive. Porque de la mediocridad de tiempos menos desfavorables, como aquellos que les tocaron en suerte a nuestros abuelos y a algunos de nuestros padres, nos hemos anclado en la desidia y la procrastinación más descaradas, que no son otra cosa que los resultados de un proceso sedicioso con ínfulas educativas que empezó con el ostracismo del dictado y de las notas y de la memoria una campaña de destrucción que todavía hoy dura y durará mucho tiempo más.


Las “intenciones igualitarias” con que aquellos con poder decisorio sobre la escuela la han venido conduciendo hacia la anarquía que es hoy dependían y dependen, a la postre, de una cosa: de declarar extinta la evaluación para que así, gracias a su disolución, el número de repitentes por aula en el sector público se redujera drásticamente, algo que incidiría “favorablemente” en el estado de salud del erario. Un proyecto que, al menos en cuanto hace a Colombia, no solo superó el bautizo -lo llamaron “promoción automática”-, sino que creció exento de contratiempos y se convirtió, pasados los años, en un fenómeno adulto difícil de revertir. Sus efectos, tan vigorosos como la peligrosa idea de que se derivan, han calado en todas las instancias que con la escuela tienen algo que ver, hasta el punto de que los propios maestros rehúsan ser evaluados, aduciendo oscuras intenciones del gobierno de turno; excusas que no prueban sino que, al igual que sus estudiantes, ellos le temen a una evaluación que desnude su falta de preparación y la mediocridad de sus prácticas profesionales. Si los maestros, indignados por los taimados propósitos gubernamentales disfrazados de “bienestar para todos” se resistieran y les hicieran comprender a sus estudiantes “que el día y la hora de entrega de un ejercicio no son negociables”, “que unos deberes hechos de cualquier modo deben repetirse para el día siguiente”, como recomienda Pennac, y que las notas bien asignadas forman parte integral del proceso educativo del aprendiz, del mismo modo que una evaluación docente seria y en lo posible objetiva constituye un indicador de la pertinencia de la labor del que enseña, las intenciones de cualquier gobierno por socavar la educación pública se verían frustradas. Pero si en cambio, como tristemente sucede, el educador renuncia a cumplir con su misión y fomenta entre sus alumnos la ley del atajo y el fenómeno del “hagámonos pasito”, ese gobierno de turno va a encontrar arado el terreno y sus intenciones van a germinar y a infestar, de paso, el sector privado más débil.


También en referencia a la evaluación, el más álgido de los temas atinentes a la educación, el autor pone el dedo en la llaga incluso de profesores que, como yo, reivindican su importancia y trabajan con entusiasmo y disciplina para mejorarla y diversificarla día tras día:

“Sea cual sea la materia que enseñe, un profesor descubre muy pronto que a cada pregunta que hace, el alumno interrogado dispone de tres respuestas posibles: la acertada, la errónea y la absurda. Yo mismo abusé bastante del absurdo durante mi escolaridad […] Uno de los malentendidos de mi escolaridad se debe sin duda al hecho de que mis profesores evaluaban como erróneas mis respuestas absurdas. Yo podía responder cualquier cosa, sólo tenía algo garantizado: ¡me pondrían una nota! Por lo general, un cero. Era algo que yo había comprendido muy pronto. Y ese cero era el mejor modo de que te dejaran en paz. Provisionalmente, al menos. Ahora bien, la condición sine qua non para liberar al zoquete del pensamiento mágico es negarse categóricamente a evaluar su respuesta si es absurda”.

Mis palabras sobran:

“La respuesta absurda se distingue de la errónea en que no procede de ningún intento de razonamiento. Suele ser automática, se limita a un acto reflejo. El alumno no comete un error, responde cualquier cosa a partir de un indicio cualquiera… No responde a la pregunta que se le hace, sino al hecho de que se la hagan. ¿Esperan de él una respuesta? Pues la da. Acertada, errónea, absurda, no importa”.

Y siguen sobrando:

“La respuesta absurda constituye la diplomática confesión de una ignorancia que, a pesar de todo, intenta mantener un vínculo. […] En todos los casos posibles, evaluar esta respuesta -corrigiendo un examen escrito, por ejemplo- es acceder a evaluar cualquier cosa y por consiguiente cometer uno mismo un acto pedagógicamente absurdo. Aquí, alumno y profesor manifiestan más o menos conscientemente el mismo deseo: la eliminación simbólica del otro. Al responder cualquier cosa a la pregunta que mi profesor me hace, dejo de considerarle como un profesor, se convierte en un adulto al que cortejo o al que elimino por medio del absurdo. Al aceptar tomar por erróneas las respuestas absurdas de mi alumno, dejo de considerarle un alumno, se convierte en un sujeto fuera de contexto al que relego al limbo del cero perpetuo. Pero al hacerlo, me anulo a mí mismo como profesor…” (tercera parte, capítulo 18).

¡Pero es que ya ni el cero existe! ¡Ojalá no lo hubieran desaparecido!


De aquel lado, del más extremo del espectro educativo, tenemos a los deseducadores de Nathalie y mi hermana, capaces de arruinar los sueños y las esperanzas de niños y adolescentes y de convertirlos en pesadillas y desesperanzas; de ese otro, al docente y al alumno que, mediante el absurdo, intentan anularse mutuamente; de este lado, del menos extremo del espectro educativo, tenemos a los profesores que -por exceso de esa “palabrota” que para el pretérito zoquete álter ego con que conversa el autor reúne la clave del éxito pedagógico- malogran por inadvertencia la oportunidad de infundir en sus estudiantes los valores del rigor y la autonomía; y justo en el centro, a duras penas visibles, a los pocos Quijotes de la enseñanza que persisten en educar a sus estudiantes con un rigor matizado con los bálsamos de la susodicha “palabrota”, cuyos alcances ellos son los únicos que entienden cabalmente:

“-Vamos, tú que lo sabes todo sin haber aprendido nada, ¿cuál es el modo de enseñar sin estar preparado para ello? ¿Hay algún método?
-No son métodos lo que falta, sólo habláis de los métodos. Os pasáis todo el tiempo refugiándoos en los métodos cuando, en el fondo de vosotros mismos, sabéis muy bien que el método no basta. Le falta algo.
-¿Qué le falta?
-No puedo decirlo.
-¿Por qué?
-Porque es una palabrota.
-¿Peor que “empatía”?
-Sin comparación posible. Una palabra que no puedes ni siquiera pronunciar en una escuela, un instituto, una facultad o cualquier lugar semejante.
-¿A saber?
-No, de verdad, no puedo…
-¡Vamos, dilo!
-Te digo que no puedo. Si sueltas esta palabra hablando de instrucción, te linchan, seguro.
-…
-…
-El amor” (sexta parte, capítulo 12).


2
Voy a intentar organizar en un par de temas mis consideraciones sobre el ensayo de don Fernando Savater, quien en él trata muy variados problemas de la educación: algunos con gran vigencia hoy y otros vigentes desde hace bastante tiempo. El autor, que echa mano de opiniones y de análisis anteriores a los suyos para fundar y fundamentar sus observaciones, nos obsequia con una nutrida bibliografía que me permito reproducir al final de estas reflexiones “a tres voces” para beneficio del que, careciendo del texto del filósofo español y por tanto de la bibliografía, se sienta impelido a ahondar en el debate.


Acerca del que enseña

¡Pocas palabras como “maestro”! Ella, sin que se sepa por qué caprichos del uso, ha llegado a entrañar, en materia educativa, el sumo prestigio o el sumo desprestigio de una actividad -la enseñanza- que siempre debería ser, a pesar de sus múltiples flaquezas, prestigiosa. Maestro es llamado el profesor universitario que, dados sus conocimientos y experiencia docente, infunde gran respeto entre sus estudiantes y colegas. Pero sin que intervengan términos medios, maestro es llamado, ya no con reverencia en la mirada y con voz admirativa sino con esa mueca de mofa cuando no de desprecio o de ambos, el profesor de enseñanza básica primaria: la instancia que más consideración debería recibir de sociedades que incomprensiblemente desprecian los soportes de la pirámide educativa de los que todos, sin embargo, procedemos; un tratamiento a todas luces injusto:

“La opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser -¡así son las cosas, qué le vamos a hacer!- necesariamente ínfima. Incluso existe en España ese dicharacho aterrador de “pasar más hambre que un maestro de escuela”… En los talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro: ¡Para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos ministeriales, aunque de vez en cuando se habla retóricamente de dignificar el magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser para la enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la enseñanza… ¿inferior? Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así como “fracasados” deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que vivimos es también un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros…” (Prólogo).

Maestro llamaron a Jesús sus discípulos, y Éste, sentado a su vez entre maestros, les pregunta y debate con ellos para aprender. Maestro llamamos al buen escritor, al buen pintor o escultor, al compositor destacado y al hombre de letras. Y a todos ellos los llamamos “maestros” con el respeto y el comedimiento que les confiere su estatura intelectual. ¿Será por eso, por la falta de estatura intelectual, por lo que al maestro de escuela, si bien lo llamamos como a los otros, no le dispensamos el mismo trato? Y de ser así, ¿de quién es la culpa de su enanismo cultural? ¿De gobiernos mezquinos que les pagan un sueldo equiparable al aprecio que por ellos y su labor sienten esas sociedades “democráticas” que menciona Savater? ¿O exclusivamente suya? En cualquier caso, de una conjugación de múltiples razones. Al sentirse mal remunerado e infravalorado por la sociedad a que sirve, al saber de antemano que lo que el gobierno espera de su labor dista mucho de lo que el discurso oficial expresa, al conocer las condiciones tan precarias en que debe impartir la enseñanza, al no encontrar respaldo para la educación de los muchachos en sus familias ni en la comunidad ni mucho menos en gobiernos que asumen la escuela como un gasto y no como una inversión en el presente y el futuro de la nación, no creo que le queden a ese servidor público -no hablo solo de los profesores del sector- suficientes arrestos para derrotar la desesperanza, como opina el autor que tiene que hacerse:

“Como individuos y como ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber qué la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos…) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste la educación no queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla… y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros” (Prólogo).

Si, como defiende el autor, el optimismo se hace imprescindible para impartir enseñanzas, para entender su cita es imprescindible diseccionarla. Y pienso hacerlo en dirección contraria a como indicaría el sentido común: de atrás hacia delante, o del final de la cita a su principio. ¿Que “los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros”? ¿que el maestro no puede educar bien como no lo haga apoyándose en el optimismo? ¿Que se puede descreer del optimismo en privado pero creer en él o hacer como que se cree de cara a los estudiantes? ¿Que “la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse? Vamos a ver. Estoy de acuerdo en que un educador vocacional lo es gracias a que cree en la “perfectibilidad humana” -no confundir con la perfectibilidad de la humanidad como colectivo- y en la “capacidad innata de aprender”, así como en que “los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento” -sin que ello suponga la insensatez de creer que se puede transformar el mundo mediante la educación-; pero desarraigar de la escuela los miríficos efectos de un pesimismo fundado y bien entendido, explicado y bien transmitido, sería perjudicial por no decir absurdo. Como en la vida, en la escuela el optimismo y el pesimismo deben tener cabida. ¿Que mi profesor, pese a tantos problemas que afrontan mi país y el mundo entero, no depone la esperanza en un futuro promisorio?: válido. ¿Que mi profesor, en razón de tantos problemas que afrontan mi país y el mundo entero, no parece esperanzado en el futuro?: válido. El optimismo del primero y el pesimismo del segundo son admisibles e incluso deseables si, tanto el uno como el otro, proceden de la personalidad de cada maestro y de su actitud frente a la vida, de sus reflexiones y de su estudio. Pero si el optimismo del primero y el pesimismo del segundo no tienen asidero en la realidad, y por el contrario son el resultado de simples impulsos vitales, la escuela en modo alguno se beneficiará de ellos. Tengo para mí que, puesto a escoger entre un buen profesor digamos de Historia, para más señas optimista, y un buen profesor digamos de Historia, para más señas pesimista, optaría por el segundo pues convencido estoy, como ejerciente de esa suerte de desesperanza llamada pesimismo, de que el antónimo del optimismo resulta más pedagógico y cuestionador que ese líquido vital llamado también esperanza, sin la cual, según Savater, no hay educación posible. ¿Una escuela poblada exclusivamente por optimistas insensatos, expertos en escamotear la dolorosa realidad?: por supuesto que no. ¿Una escuela poblada exclusivamente por pesimistas insensatos, expertos en deformar a capricho la ya de por sí dolorosa realidad?: por supuesto que no. ¿Una escuela poblada por optimistas sensatos y sensatos pesimistas capaces de educar a partir del matiz de una esperanza y una desesperanza bien entendidas?: por supuesto que sí.

Ahora bien, es el propio Savater quien con la siguiente cita me ayuda a “desvirtuar” su aseveración categórica de que “los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros”, afirmación que parece desconocer de manera olímpica esta reflexión del propio autor sobre la responsabilidad que afronta en principio el educador de enseñanza elemental una vez recibe, procedentes de la “socialización primaria” impartida o no en sus casas, a los niños que se inician en los que deberían ser los rigores de la escuela:

“Kant indica que uno de los primeros y nada desdeñables logros de la escuela es enseñar a los niños a permanecer sentados, cosa que en efecto casi nunca hacen mucho tiempo por decisión propia, salvo cuando se les narra un bonito cuento (claro está que en tiempos de Kant aún no había televisión…). En una palabra, no se puede educar al niño sin contrariarle en mayor o menor medida. Para poder ilustrar su espíritu hay que formar antes su voluntad y eso siempre duele bastante” (capítulo 4).

Eufemismos aparte, el hecho de que yo, en mi calidad de maestro no solo de escuela, sino de secundaria o incluso de pregrado, tenga que contrariar los caprichos del niño o el adolescente voluntariosos para intentar “ilustrar su espíritu” a sabiendas de que mis contrariedades les ocasionan disgusto y dolor, sin duda me gradúa, sin perjuicio de qué tan optimista o pesimista sea, de domador. Porque la buena educación de un individuo, para no hablar de la buena educación de una sociedad, empieza indefectiblemente con la doma de su carácter, tanto más cuanto que se trate de caracteres díscolos, como suelen ser los de nuestros estudiantes.

Planteada la anterior discrepancia, me veo forzado a manifestar que con las observaciones del autor de El valor de educar se puede comulgar o estar en desacuerdo; lo que no se puede es, como hace el “investigador” venezolano Orlando Albornoz, que tacha el libro del filósofo de “travesura intelectual”, desvirtuarlo sin atenuantes “argumentando” que no soporta “el más mínimo análisis técnico ni lógico-histórico”, ni mucho menos calificar el libro todo de “light y banal”. Porque ni las reflexiones de Savater son light y banales, ni el ensayo -que en ningún momento afecta pretensiones de diagnóstico científico- se reduce a una travesura intelectual. Lo que sucede es que al “investigador” Albornoz, como a una gran cantidad de pedagogos cantinflescos y envarados, le martiriza que el discurso del libro, a más de eufónico -y para apreciar lo eufónico se debe contar con un oído capaz de entender la belleza del lenguaje bien escrito-, resulte accesible, no para cualquier aficionado a “best sellers” (entre los que lo incluye), sino para las inteligencias independientes que muestren inquietud por la educación: un tema que a todos atañe y del que todos, con más o menos acierto, podemos opinar. ¿No les parece a ustedes que pretender adjudicarse la exclusividad del debate educativo, como si de la especialidad más abstrusa de la medicina se tratara, raya en la más presuntuosa arrogancia del prototípico académico narcisista? Tampoco es acertado defender la idea de que solo aquel que estudió pedagogía deba ejercer la enseñanza, pues, como plantea Savater, el arte de transmitir conocimientos acompaña al hombre desde siempre:

“De aquí que todos los hombres seamos capaces de enseñar algo a nuestros semejantes e incluso que sea inevitable que antes o después, aunque de mínimo rango, todos hayamos sido maestros en alguna ocasión. La función de la enseñanza está tan esencialmente enraizada en la condición humana que resulta obligado admitir que cualquiera puede enseñar, lo cual por cierto suele sulfurar a los pedantes de la pedagogía que se consideran al oírlo destituidos en la especialidad docente que creen monopolizar. Los niños, por ejemplo, son los mejores maestros de otros niños en cosas nada triviales, como el aprendizaje de diversos juegos […] Se enseñan los niños entre sí, los jóvenes adiestran en la actualidad a sus padres en el uso de sofisticados aparatos, los ancianos inician a sus menores en el secreto de artesanías que la prisa moderna va olvidando pero también aprenden a su vez de sus nietos hábitos y destrezas insospechadas que pueden hacer más cómodas sus vidas. En el terreno erótico, el experimentado magisterio de la mujer madura ha sido decisivo en nuestra cultura -sobre todo en los siglos XVIII y XIX- para la formación amatoria de los jóvenes varones; a este respecto, las mujeres casi siempre fueron generosamente pedagógicas en su disposición a corregir la torpeza técnica e inmadurez sentimental de los neófitos… Aún hay mucho más: podemos hablar de la educación indirecta que nos llega a todos permanentemente, jóvenes y mayores, a través de las obras y los ejemplos con que influyen en nuestra cotidianidad urbanistas, arquitectos, artistas, economistas, políticos, periodistas y creadores audiovisuales, etc. La condición humana nos da a todos la posibilidad de ser al menos en alguna ocasión maestros de algo para alguien” (capítulo 2).

Pero que no cunda el pánico: el hecho de que don Fernando Savater reivindique la inclinación docente de casi todos los seres humanos, una realidad innegable, no desconoce en absoluto la importancia del educador profesional y consagrado a su quehacer: el indicado para impartir saberes especializados, para cuya enseñanza nadie mejor que él está preparado.


Acerca de la más grande dificultad que afronta la educación y del futuro de la escuela

Abandono estatal, desafecto social, pérdida de protagonismo en la formación de los ciudadanos son, entre muchos otros, algunos de los quebrantos de salud que aquejan a la escuela. Pocos son los países que, en los revueltos tiempos que corren, siguen otorgando a la educación la primacía que reclama. No en vano, si se miran con detenimiento los listados de potencias educativas en función de los resultados de las pruebas internacionales, en los primeros puestos del escalafón siempre aparecerán, año tras año, los nombres de esos países que saben que su futuro depende directamente de la calidad de la educación que impartan, mientras que en los últimos, indefectiblemente, los países que, no por nada, ocupan los primeros sitiales, pero en cifras de corrupción. Hay, no obstante, una dificultad que, en mayor o menor medida, afecta a la escuela ya no solo de los países líderes en tasas de venalidad. Un problema tan global como la globalización:

“En cualquier caso, este protagonismo para bien y para mal en la socialización primaria de los individuos atraviesa un indudable eclipse en la mayoría de los países, lo que constituye un serio problema para la escuela y los maestros. Así se refiere a los efectos de esta mutación Juan Carlos Tedesco: ‘Los docentes perciben este fenómeno cotidianamente, y una de sus quejas más recurrentes es que los niños acceden a la escuela con un núcleo básico de socialización insuficiente para encarar con éxito la tarea del aprendizaje. Para decirlo muy esquemáticamente, cuando la familia socializaba, la escuela podía ocuparse de enseñar. Ahora que la familia no cubre plenamente su papel socializador, la escuela no sólo no puede efectuar su tarea específica con la tarea del pasado, sino que comienza a ser objeto de nuevas demandas para las cuales no está preparada.’ El grito provocador de André Gide –‘¡familias, os odio!’- que tanto eco tuvo en aquellos años sesenta propensos a las comunas y el vagabundeo, parece haber sido sustituido hoy por un suspiro discretamente murmurado: ‘Familias, os echamos de menos…’. Cada vez con mayor frecuencia, los padres y otros familiares a cargo de los niños sienten desánimo o desconcierto ante la tarea de formar las pautas mínimas de su conciencia social y las abandonan a los maestros, mostrando luego tanta mayor irritación ante los fallos de estos cuanto que no dejan de sentirse oscuramente culpables por la obligación que rehúyen” (capítulo 3).

Vayamos por partes. Recuerdo muy bien que mis cuatro -casi cinco- primeros años de vida discurrieron en casa y a la sombra de mi madre, que con su escasa escolarización y abundante sensatez se las ingeniaba para responder a mis preguntas e inquietudes lo mejor que podía. Al tiempo que se esforzaba por satisfacer mi curiosidad, me iba preparando para afrontar la escuela y un mundo incipiente, pero mundo a fin de cuentas. Como corregía con amor mis desaguisados de niño precoz de formas distintas pero siempre con la explicación pertinente de por qué había de hacerse esto y no aquello, crecí entendiendo que en la vida, amén del juego y la libertad, existen las responsabilidades y los deberes. Supe, gracias a que me lo inculcaron tal vez a diario, que a los mayores se los respeta, que a los padres y a los profesores se les obedece, que las diferencias se resuelven dialogando, etc. Y como mis hermanos ya iban a la escuela cuando todas estas cosas aprendía, impaciente pedí a mis padres que por favor me dejaran también a mí ir al colegio, para el que ya estaba preparado gracias a la “socialización primaria” recibida en el hogar. De modo que mis profesores no tuvieron que desatender sus responsabilidades -la enseñanza de la lectoescritura, de los primeros rudimentos de las matemáticas, del lenguaje, de la geografía, de la Historia- para dedicarse a desbravarme (pues nada distinto se hace con los niños según van creciendo) y a civilizarme. Con los Ramírez -un par de gemelos de ingratísima recordación-, en cambio, los profesores hubieron de invertir tiempo y gastar paciencia, tratando de suavizar su grosería y pulir sus rústicos modales: todo en vano. En nuestra escuela, empero, el caso de estos dos hermanos era tal vez único. Es decir -recogiendo las palabras de Juan Carlos Tedesco- que, como nuestras familias “socializaron”, ella pudo ocuparse de enseñar. Infortunadamente, de ese tiempo -comienzos de los ochenta- a esta parte, las cosas han cambiado dramáticamente.

¿A qué se debe que, cada día menos, la familia cumpla con la tarea educativa y “socializadora” a que está llamada?, ¿a qué se debe que, cada día más, los padres se desliguen de manera tan folclórica de su responsabilidad formativa? Aun cuando la presente reflexión no tiene por finalidad dar exhaustiva respuesta a estos interrogantes del ámbito de la sociología, la siguiente hipótesis de Savater, que suscribo palabra por palabra, constituye una -tan solo una de otras tantas posibles- certera explicación del fenómeno en cuestión:

“Quiero referirme al fanatismo por lo juvenil en los modelos contemporáneos de comportamiento. Lo joven, la moda joven, la despreocupación juvenil, el cuerpo ágil y hermoso eternamente joven a costa de cualesquiera sacrificios, dietas y remiendos, la espontaneidad un poquito caprichosa, el deporte, la capacidad incansablemente festiva, la alegre camaradería de la juventud… son los ideales de nuestra época. De todas, quizá, pero es que en nuestra época no hay otros que les sirvan de alternativa más o menos resignada […] El espíritu del tiempo asegura hoy que quien no es joven ya está muerto […] La obsesión terapéutica de nuestros Estados (dictada en gran parte por una sanidad pública siempre deseosa de ahorro) propone los síntomas de pérdida de juventud como la primera de las enfermedades, la más grave, la más culpable de todas. No hay ya -o no hay apenas- ideales sénior en nuestras sociedades… Ser viejo y parecerlo, ser un viejo que asume el tiempo pasado, es algo casi obsceno que condena al pánico de la soledad y del abandono. A los viejos nadie les desea ya -ni erótica ni laboralmente- y la primera norma de la supervivencia social es mantenerse deseable. Para que la vida siga gustando es preciso vivir de gustar y, aunque sobre gustos se dice que no hay nada escrito, no parece aventurado escribir que a nadie le gustan demasiado los viejos. Pero viejo se es enseguida: cada vez antes, ¡ay! Aunque las arterias aún resistan la esclerosis, se conserve la piel lozana y el paso razonablemente elástico, otros síntomas peligrosos denuncian la ancianidad. La madurez, por ejemplo, esa aleación de experiencia, paciente escepticismo, moderación y sentido de la responsabilidad […] Sin embargo, para que una familia funcione educativamente es imprescindible que alguien en ella se resigne a ser adulto. Y me temo que este papel no puede decidirse por sorteo ni por una decisión asamblearia. El padre que no quiere figurar sino como “el mejor amigo de sus hijos”, algo parecido a un arrugado compañero de juegos, sirve para poco; y la madre, cuya única vanidad profesional es que la tomen por hermana ligeramente mayor de su hija, tampoco vale mucho más. Sin duda son actitudes psicológicamente comprensibles y la familia se hace con ellas más informal, menos directamente frustrante, más simpática y falible: pero en cambio la formación de la conciencia moral y social de los hijos no sale demasiado bien parada. Y desde luego las instituciones públicas de la comunidad sufren una peligrosa sobrecarga. Cuanto menos padres quieren ser los padres, más paternalista se exige que sea el Estado” (capítulo 3).

Ya sea por las razones que esgrime el filósofo, ya porque las familias se establecen con la misma informalidad con que se desbaratan, o bien porque, en la sociedad de la saciedad, nadie parece tener tiempo más que para sí mismo, el caso es que la familia, desintegrada o excesivamente permisiva, representa hoy para el óptimo funcionamiento de la escuela un obstáculo más o menos insalvable. Se busca que los maestros, haciendo milagros, además de cumplir con sus deberes docentes, desatrasen el cuaderno de la “socialización primaria” que al hogar corresponde escribir. Una responsabilidad desmesurada si se tiene en cuenta por lo menos otro factor que agrava la situación. Como el padre de familia medio, cuando lo hay, rehúye, por inmadurez, el sentido de la responsabilidad para con sus hijos de que habla el autor, no le queda otra alternativa que volverse su cómplice. Resulta entonces que ante el evento de un llamado de atención, o una citación al colegio por problemas de indisciplina, ese padre o madre, conocedores de la deuda que tienen con el proceso formativo del muchacho, optan, a sabiendas de que incurren en un error, por ponerse de su lado y en contra del maestro. Un acto que, como quiera que se repite con más frecuencia de la debida, convierte a la escuela a los ojos del estudiante en una especie de panóptico conculcador y al maestro en un enemigo a vencer. Tanta es la oposición que la familia, consciente o inconscientemente, practica hoy contra la escuela, que los maestros se ven a gatas para hacer entender a sus alumnos siquiera que “la mayoría de las cosas que la escuela debe enseñar no pueden aprenderse jugando” y que “a la escuela vamos para aprender aquello que no enseñan en los demás sitios” (capítulo 4). Dos lecciones elementales a las que los estudiantes de hoy se resisten con tenacidad, alentados por el prevaricato de los padres y el desentendimiento de la sociedad.

Se me ocurre que quien esto lea a manera de diagnóstico apostaría por la futura disolución de la escuela como la institución instructiva por excelencia. En la era de las TIC (tecnologías para la información y la comunicación), no pocos son los entusiastas que aseguran que no mucho tiempo habrá de pasar para que, desde su casa, cada niño interiorice de forma completamente autónoma los contenidos académicos que todavía hoy transmite la escuela. Sin embargo, los resultados (indicativos de que, a medida que el número de ayudas tecnológicas aumenta, el aprendiz medio se aleja de ese ideal del conocimiento) de algunas investigaciones en relación con la autonomía del estudiante del presente, parecen no avalar tal entusiasmo. ¿Cuál es la razón para creer entonces en que las máquinas, más temprano que tarde, habrán de “librarnos” del “yugo” de la escuela? Sin que quepan dudas, el desconocimiento de las necesidades humanas que exudan tales optimistas sin causa, cuya insensatez ignora la siguiente máxima:

“Nadie es sujeto en la soledad y el aislamiento, sino que siempre se es sujeto entre sujetos: el sentido de la vida humana no es un monólogo sino que proviene del intercambio de sentidos, de la polifonía coral. Antes que nada, la educación es la revelación de los demás, de la condición humana como un concierto de complicidades irremediables” (capítulo 1).

¿Dónde, si no, se empieza realmente a ser sujeto entre sujetos? ¿Dónde, si no, ocurren esos primeros intercambios de sentido y esa polifonía coral que constituyen la esencia de la educación? ¿Dónde, si no, comprobamos que esa educación es la revelación de los demás; de la condición humana como el concierto de complicidades irremediables de que habla la filosofía del autor? Pues en el único sitio que tiene su existencia garantizada en tanto exista el hombre, que en ella se forja y llega a ser eso gracias a ella: en la escuela.


A manera de conclusión

Honrando el propósito de este blog (el cual puede resumirse en ocho palabras: construcción de textos a partir de textos leídos), las voces de dos escritores y la lectura crítica de un lector que siente que merece la pena trasladar al terreno de la escritura sus reflexiones, alternaron para tocar algunos cabos sobre un tema siempre vigente y jamás caduco llamado educación. Coincidiendo en ciertos aspectos y discrepando de otros, estas tres voces, con la autoridad que les confieren su generosa experiencia docente y su claridad argumental, expusieron sus puntos de vista y debatieron, moderadas por la del lector, las implicaciones de sus opiniones. Abordaron, por ejemplo, el tema del fracaso escolar, que analizaron desde diversos puntos de vista. Asimismo, abundaron sobre la cada vez más frustrante tarea de enseñar, asunto en torno al cual estuvieron prácticamente de acuerdo sin fisuras. Su dictamen, que con tantísimo acierto concretaron las últimas palabras del zoquete álter ego de Daniel Pennac, es que la mayor dificultad a que se enfrenta la escuela de comienzos del siglo XXI en muchos países puede definirse como “desamor”. Ni las clases dirigentes, ni las sociedades, ni un gran número de directivos y docentes desidiosos o demasiado laxos, ni las familias, ni los niños y los adolescentes que a ella concurren parecen sentir amor por la escuela. Y una escuela enferma de desamor es una escuela inviable, como lo prueban los argumentos de esta discusión polifónica que aquí termina.



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