sábado, 26 de marzo de 2011

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (I)

INTRODUCCIÓN


Soy ciego de nacimiento y me horroriza pensar -como le ocurre a Fernando Vidal- que nada está echado a la suerte; que tal vez las coincidencias no existen, como él reiteradamente afirma. Lo digo porque, cursando el primer semestre de esta maestría, la profesora que me dictó una cátedra sobre Ernesto Sábato intentó persuadirme de escribir mi ensayo de final de curso acerca del Informe sobre ciegos, un tema manido en opinión del que entonces estudiaba, que optó por uno en modo alguno relacionado con ciegos o cegueras. Me olvidé del asunto, aunque sería mejor decir que lo dejé caer en los fosos de la memoria.

Urgido por la premura del tiempo -ya llevaba cinco años de estudios y asuetos-, comencé a discurrir por entre posibles temas para mi trabajo de grado, que cedían el paso a otros que se antojaban menos manoseados. La producción novelística de Héctor Abad Faciolince -inexplicablemente desatendida por la crítica- le hizo sitio a una escaramuza de literatura comparada, que buscaba relacionar dos novelas “mesiánicas”: la del escritor venezolano Miguel Otero Silva (La piedra que era Cristo) y la del portugués José Saramago (El evangelio según Jesucristo), que me descartaron por mis muy rudimentarios conocimientos de Las Escrituras.

Mientras recaudaba artículos y fotocopiaba libros en relación con ese escurridizo Jesús en la biblioteca Luis Ángel Arango, seguro del ineluctable fracaso, apareció ella, la experta en Sábato que años atrás me insinuara el camino de la Secta, que yo me resistí a transitar porque, lo entendí justo allí, sentado con mi lectora ante una mesa de la biblioteca, no valía la pena seguir abundando en la metáfora sabatiana, a menos que se la estudiara con una clara intención, y matizada con otra obra que nos procurara el contraste de lo análogo. Fue así como, ya en casa y con la amargura de una nueva deserción pero inquieto por la nueva promesa temática, di en recordar que esa novela, Ensayo sobre la ceguera, leída recientemente y denostada por el recuerdo podía contener (como lo probó su relectura) los elementos que me permitirían poner a dialogar las dos obras.

La intención estaba clara: mi tesina dejaría de soslayar la ceguera y la miraría a los ojos, no sólo como símbolo, sino como hecho literario y realidad novelesca. Asimismo, se ocuparía de ellos, de los ciegos, cuya simbiosis con su ceguera no los despoja del derecho que tienen a que se los estudie como personajes, pues eso y no otra cosa son. Para tal fin (me vienen como de molde), echo mano de las inteligentes reflexiones ensayísticas de Kenneth Jernigan, un ciego de mirar hondo, como miran los ciegos de Sábato, que no los de Saramago.

Jernigan, en su ensayo Blindness: Is Literature Against Us?, concluye que son nueve las proteicas formas que de la ceguera ha ido incubando la literatura en toda su historia, y que enumero enseguida en mi traducción al español: la ceguera como resarcimiento y poder milagroso (en compensación por su malhadado sino, los ciegos reciben dones que sólo a ellos -recuérdese a Tiresias- les son dados); la ceguera como caos irredimible (los ciegos, por hallarse huérfanos de la luz, están condenados a un perenne cataclismo); la ceguera como estulticia e indefensión (no ver supone la incapacidad de siquiera poder lucubrar, lo que reduce a los ciegos a unas ínfimas posibilidades de sobrevivir a su tragedia); la ceguera como acerba iniquidad (los ciegos, movidos por su resentimiento, prodigan crueldad con saña); la ceguera como virtud incuestionable (por no poder ver el mundo, los ciegos no participan de sus miserias y se yerguen como efigies de lo acendrado, que no es humano); la ceguera como consecuencia del pecado (privar de la luz al que transgrede no tiene parangón entre los castigos terrenales); la ceguera como desfiguración de la condición humana (su fisonomía, por serles esquiva como esquivos les son los espejos, a los ciegos no les importa y menos aun a quienes viendo parecen no darse por enterados de su presencia); la ceguera como depuración (a diferencia de la ceguera como consecuencia del pecado, la purificación consiste en querer expiar una culpa por mano propia -Edipo es el mejor ejemplo-); la ceguera como símbolo o parábola (esta es la forma de la metáfora de que indefectiblemente parte cualquier escritor que se sirva de Ella para proponer una visión de mundo). Resulta tan eficaz esta tipología, que nueve de las nueve “cegueras” se dejan fotografiar en este trabajo de grado.          

En virtud del reconocimiento de que gozan los dos novelistas, abunda la crítica literaria que se ha inspirado en la obra de José Saramago y de Ernesto Sábato. Y no es escasa la que se ha escrito acerca del Ensayo sobre la ceguera y el Informe sobre ciegos, sin desmedro de la novela del portugués pese a los 37 años que la separan de la publicación de Sobre héroes y tumbas, novela de la que procede el Informe. Reseñemos brevemente a continuación algunas de esas reflexiones, no sin antes advertir que en la bibliografía reposa todo el corpus consultado.

Andrés Barragán, en 2003, presentó su monografía meritoria en literatura -Palabras grabadas en la ceguera: Ensayo sobre la ceguera de José Saramago- que, contra lo esperado, alude a una ceguera que, si bien se nominaliza, no logra conceptualizarse, desvaída en razón del abrumador tumulto de bagatelas de todo tipo que infestan la novela del premio nobel. Por su parte, Tomás Granados no escatima palabras para granjearle a Saramago nuevos lectores (previniéndolos eso sí “contra” el mirífico riesgo de aceptar el lance narrativo) en su artículo El peligro de leer a Saramago, publicado en 1996 en la revista Quimera. Pero es Juan José de Narváez quien emerge de entre sus desazones en relación no sólo con el Ensayo sino con gran parte de la obra saramaguiana, para dialogar y discrepar de las apreciaciones de Barragán y Granados, así como para apuntalar muchas de las “subversivas” hipótesis de este trabajo.

A un lector aplicado le llevaría días o acaso meses leer la caterva de artículos y monografías que, desde el observatorio del psicoanálisis, se han escrito a propósito de la obra del argentino nonagenario. El “Informe sobre ciegos”: un viaje simbólico hacia las sombras de María Ema Llorente y El informe sobre ciegos en la novela de Ernesto Sábato: Sobre héroes y tumbas de Silvia Martínez son apenas dos ejemplos de una mirada recurrente a la vez que miope sobre la ceguera: un símbolo que reclama mucho más que postulados teóricos. Felizmente, nuevos y más ambiciosos acercamientos han visto la luz, catapultando por fin a Sábato y a su obra al reino de las múltiples miradas, de las que, sin que quepan dudas, la más aguda e incisiva es la de Luis Wainerman, quien en su esclarecedor libro Sábato y el misterio de los ciegos acierta en gran medida con lo que, a mi juicio y de acuerdo con mi lectura, el novelista concibió a partir de su metáfora. Huelga decir que es a Wainerman a quien mis ojos buscarán con mayor insistencia cuando del Informe se trate para, “a cuatro manos”, desbrozar y allanar el tortuoso camino que conduce a la Secta de los ciegos sabatianos.

Esta propuesta comparativista (entendido el comparativismo como el quehacer que establece relaciones que entrañan otra forma de crítica, que junta cosas y separa otras, es decir, una nueva forma de conocimiento distinta de la mirada sobre textos en sí mismos que no privilegiaría, como sí sucede aquí, lo diverso en los autores que en nuestro caso se ocupan de la ceguera) tiene cinco momentos que son el fruto de mi percepción como lector: un hallazgo que le da coherencia al análisis de las dos obras. Cada uno de esos cinco momentos -explorados en igual número de capítulos- se ha nominalizado teniendo en cuenta su naturaleza: la epifanía convoca al lector a la súbita presencia de la ceguera que, no de idéntica manera, irrumpe y cobra vida en cada obra; la entronización allana el camino que habrá de recorrer la ceguera en su tránsito hacia el plural contagio; la endemia, la culminación de esa correría, trasciende la instancia de la triunfal marcha de la ceguera y espolea al lector que no ha de llegar tarde al enceguecimiento colectivo; la disipación “rescata” al lector y lo devuelve a los terrenos de la “certidumbre” ocular; los testigos de excepción son el o los personajes que tuvieron el privilegio o la desgracia de contar con ojos en un “mundo de ciegos”.

Metodológicamente, este ejercicio lector se funda en una hermenéutica textual (seguimiento de la trama, episodios clave, motivos recurrentes, focalizaciones, etc), guiada y enriquecida con categorías provenientes de la ceguera (las nueve de que habla Jernigan) como condición y como visión.

Las dos novelas paren fábulas inverosímiles pero con resultados harto disímiles. Ensayo sobre la ceguera narra el derrumbamiento a que se ve abocada toda una ciudad que, por carecer de quien la regente -pues todos se han quedado ciegos-, se convierte en un pandemónium: solo la capital del infierno puede competir con ella en caos. Lo que en un principio parecía ser un simple contratiempo de hora pico (un hombre al volante que no atina a poner en marcha el motor de su auto),  resulta ser el avistamiento de la desgracia y el horror (un hombre que se ha quedado ciego de repente). Sin embargo, ese horror no asperjará su agua maldita sobre la fauna humana hasta tanto el Ministerio de Salud se pronuncie sobre los alcances de la infección óptica. Cuando eso ocurra, la razón -si alguna vez existió- habrá desaparecido; ningún tipo de institución se mantendrá vigente; la vida se verá despeñada por la sima del primitivismo del miedo cerval.

Informe sobre ciegos, tercera de las cuatro partes que componen la novela de Sábato Sobre héroes y tumbas, narra las peripecias de Fernando Vidal -un “investigador del mal”- quien, después de padecer los rigores de su obsesión por los ciegos, decide hurgar en su misterio. Su indagación, valerosa y temeraria, lo lleva por tremedales que amenazan con devorarlo, como a la postre ocurre. Pero su audacia e inteligencia le confieren lo que para los más está vedado: el derecho de otear en lo sagrado y de campear por su secreto.

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (II)

1. LA EPIFANÍA DE LA CEGUERA

“...los hombres somos como ciegos que salen de cacería,
andamos a tientas para aprehender lo que está echado delante,
y sólo retenemos los hechos que somos capaces de explicar;
los otros, los que no se avienen al numen de nuestra vivencia
fundamental, los desechamos; somos incapaces de captarlos.”
(Wainerman, 34)


La palabra epifanía alude a una aparición o a una manifestación de alguien -una deidad-  o de algo revelador que causa gran júbilo u honda consternación, y el ungüento que resulta de su mezcla es el asombro que suscita la irrupción inusitada: la irrupción de la ceguera.

Ya no pudo ver el disco amarillo. Ni la señal roja. Ni la silueta del hombre verde en el indicador del paso de peatones. Acaso todo ello fuera ya parte de su recuerdo. Estaba ciego: “Estoy ciego, estoy ciego.” (Ensayo, 11) Y la desesperación con que es proferida aquella sentencia, “pierde eficacia, envuelta en dispendiosas minucias” (Narváez, 83), así como en la repetición incesante del malhadado vocablo, que termina por tornarse odioso.

El ciego (que más adelante será apenas un ciego) que llora, que implora, que rehúsa ir a un hospital, que sólo quiere que se lo acompañe hasta la puerta de su casa, que murmura y vuelve a llorar, que dice verlo todo blanco, que agradece, que reflexiona, que percibe la inercia del motor de su carro, que agita las manos ante la cara, que arrastra los pies y tropieza, que cree poder arreglárselas para llegar desde el portal de su casa hasta el tercer piso donde queda su apartamento, que vuelve a agradecer, que tantea las llaves por ver si encuentra la correcta, que recela y declina la ayuda que se le ofrece, es apenas una pobre alegoría de la impotencia. Pero de una impotencia propuesta y a la vez descuidada por el autor.

Aquel primer ciego, no obstante el estado de postración e indefensión en que se lo quiso mostrar en la primigénesis de su afección y al que será arrojado definitivamente en adelante, puede no sólo percibir sino discernir el “ruido” de un ascensor que baja, detras de la puerta cerrada de su apartamento: inverosímil y absurda pamema. No bien el lector consigue volver de su estupor, una pamplina semejante le salta a los ojos: tras tumbar un florero en su comienzo en aquel mundo níveo y acometer el reconocimiento del estropicio al tacto, logra, haciendo pinza con dos dedos de una mano, extraer un pedazo de cristal que se le había clavado en la otra. Dos “hazañas” que no escapan a las posibilidades de un ciego (no cualquiera) habituado a su ceguera, pero sí a las del mal blanco, que se amanceba con la incapacidad, de la que se olvida el autor impunemente en ocasiones como esta.

No bien pasados 30 minutos de su desgracia, el primer ciego, ese mismo, cual si llevara sumido meses en su océano de leche, da en reflexionar que “... la oscuridad en que los ciegos vivían, no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro.” (Ensayo, 16), que contrasta con las líneas precedentes en que, rememorando un juego de adolescencia, llega a la conclusión de que la ceguera es “sin duda una terrible desgracia” (Ensayo, 15)

Estas fisuras en el discurso de la novela sin duda se parecen a las del discurso de su autor, que es capaz de opiniones tan contradictorias como las siguientes:

“In my opinion, each word in itself is a story. The words we utter between the moment we get out of bed in the morning and the moment we go back there at night, as well as the words of dreams or those that try to describe dreams, all constitute a story that is concurrently rational and crazy, coherent or fragmentary, and as such can at any moment be structured and articulated into a story, whether written or not.”[1] (Saramago, 2006)

“...las palabras no son más que las palabras y, a propósito, a veces digo que ninguna palabra es poética en sí misma y que lo que la hace poética es la palabra que está al lado, interactuando, es como si una palabra regala y da algo a la que la sigue o la precede.” (Jitrik, 2006)

El texto, por alimentarse de palabras, como sus conceptos -los del autor-, vacila, trastabilla. Cualquier incauto “leedor”, ofuscado por la Apocalipsis de la trama, podría espetarle a quien tantea entre estas líneas que lo que aquí se revela como fisuras no son sino contrasentidos puestos allí a capricho por el escritor. Siento discrepar: según se avanza, de entre los pliegues del discurso afloran boquetes por entre los que se cuelan infinitas flaquezas literarias.

Demasiado rápido agotará Saramago su muy escaso saber sobre los ciegos (“ignorance is truly the greatest of all tragedies”[2]; Jernigan, 2006), luego se verá obligado a someter “...a los personajes a unas experiencias y condiciones de vida tan brutales, que éstos deben dejar de lado las consideraciones filosóficas, políticas e, incluso, religiosas, para dedicarse a sobrevivir.” (Barragán, 4)

Es cierto que las experiencias son brutales: a los personajes se los intenta desantropomorfizar, y por tal razón (me veo forzado a disentir nuevamente), no es que dejen de lado las reflexiones. Se trata simplemente de que, vaciados de casi toda condición humana, son incapaces siquiera de lucubrar. Y así, dando dubitativos pasos de ciego “advenedizo”, se presenta el mal blanco ante el sobrecogido “adventure lover” y el desconcertado lector.

No dubitemos nosotros en pasar adelante y ver de qué va la epifanía en el Informe:

Fernando Vidal, instalado en aquel presente de 1947, frente a Plaza Mayo, la vio: “Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas.” (Informe, 289) Ella es quien intuye su cercanía y lo sabe presente; lo desabstrae y lo convoca a su presencia; lo fuerza a detenerse y a mirarla: su pétreo rostro y su inefable expresión. Fascinante y sobrecogedora se le antoja a Vidal la ciega que le observa “con toda su cara” (Informe, 290)

Cierta de que allí está, pues lo ve, hace que el tiempo no transcurra ni destranscurra, sino que se paralice, sí, como Vidal, porque aquí, en la novela de Sábato, ellos no sólo ven o parecen hacerlo, sino que vigilan, ubicuos, a los hombres. Disipada la fascinación, no le queda otro recurso que huir, aterrado, hacia la muerte.

Indagar en la ceguera es indagar en lo desconocido, en lo pavoroso. Y para hacerlo, Vidal debe vigilarlos. No ignora su jerarquía; los reconoce como Organización, como Logia. Sabe que debe andarse con tiento: no desconoce que sus enemigos espían, e incluso que pueden decidir sobre su destino, sobre su vida, como a la postre lo hacen. No ignora que la Secta de los ciegos levita, invisible, tras defensas exteriores que, por razones de incauta compasión o de soterrado poder, la protegen, la escoltan.

Para acceder al “mundo de los ciegos” es preciso violar el Gran Secreto, pero debe hacerse si de veras se pretende llegar hasta “... esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.” (Informe, 290, 291)

¿De qué verdad se nos habla aquí? ¿Será acaso la de que “al decir de los místicos, el que nombra la Divinidad y la utiliza en su provecho lo paga con la condena eterna o la locura” (Wainerman, 13), que él bien conoce? De cualquier modo, hacerse con la verdad trae consigo la muerte. Sabedor de aquel destino, marcha en pos de ella: se interna, como Dante, en “las regiones prohibidas” donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, y donde se agita una multitud de seres abominables, de los cuales “... los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.” (Informe, 292)

El lector de Sábato sabe que, junto con Vidal, corre el riesgo de perecer, pero poco le interesa. Cegado por tanta luz, avanza, temerario, hacia el abismo.

Acabamos de concurrir a la epifanía de dos “cegueras” diferentes, que son la manifestación de dos disímiles formas de concebir la metáfora. Saramago construye un personaje (el primer ciego) que al pronto metamorfosea sin apenas percatarse, lo cual acusa improvisación y ligereza: el tacto que le permite reconocer llaves y orientarse -sin aprendizaje previo- en el desconcierto y la fatalidad de lo desconocido -la incipiente ceguera-, lo mismo que el poderoso oído de ciego de nacimiento que como por ensalmo escucha ascensores que descienden a la distancia y tras puertas cerradas, le son retirados de golpe y porrazo, para dejarlo caer (junto con los demás ciegos que hasta este punto nos han hurtado su monolítico rostro) en la desesperanza de su postración. Sábato, a su turno, se apuntala en una caracterización que desde el primer encuentro a bocajarro de Vidal con la ciega en Plaza Mayo tendrá la misma catadura: ciegos que paralizan con su mera presencia; ciegos dotados de los mismos poderes que rozan lo supraterrenal, pero individualizados por jerarquías, a las que se hará referencia en su debido momento.


[1] (A mi juicio, cada palabra es una historia: Así las que proferimos cuando comienza el día o éste termina, como las de los sueños o las que intentan describirlos. Todas y cada una de ellas constituyen una historia que es a un mismo tiempo racional o trastornada; coherente o inconexa, cuyas posibilidades van de lo escrito a lo oral.) Todas las traducciones del inglés al español son mías.
[2] (La ignorancia es sin lugar a dudas el peor de todos los infortunios)

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (III)

2. LA ENTRONIZACIÓN DE LA CEGUERA

“Míralos, alma mía; ¡son en verdad horribles!
Parecen maniquíes; vagamente ridículos;
terribles, singulares, igual que los sonámbulos;
lanzando no sé a dónde sus globos tenebrosos…”
(Baudelaire)


La ceguera no necesita el beneplácito de los dioses de turno para reinar sin oposiciones: está por encima de cualquier autoridad humana o divina. Tras manifestarse de improviso y con gran estruendo, se aposenta en el trono que dos de sus áulicos le han erigido para que ponga su designio por obra: desentronizar la luz y las imágenes oculares, para lo cual sólo precisa de este capítulo.

La peste blanca, inopinadamente, comienza a tomar posesión de la ciudad. Después de su aparición en la persona del conductor que espera ante el semáforo, la ceguera hace metástasis, imposibilitando la tarea de reseñar todos los contagios. Tan sólo los primeros tendrán algún cariz de individualidad. Unos pocos ejemplos bastan.

Como si se tratara de un vulgar crimen y un escarnecedor castigo, aquel que dieron en llamar “buen samaritano”, que se pagó con creces el favor de llevar al primer ciego a su domicilio, corre la misma suerte, salvo que en circunstancias literarias menos auspiciosas: presentir que la desgracia acecha, parar el carro para dar una caminata y quedarse ciego nada más dar unos cuantos pasos.

Mientras baraja posibles explicaciones de la ceguera repentina del paciente que viera por la tarde en su consultorio, entre sus libros de medicina que parecen arrojar poca luz, el oftalmólogo pierde la vista, en una escena que no logra ni mover a risa ni conmover de espanto. No sé si hablar quizá de desasosiego para acertar a definir la indefinición del lector que, esperanzado aún, persiste en la empresa de leer a Saramago.

Se suma al espectro de ideas brillantes -sobra aclarar que el brillo no nos importa, pues nos ocupa la ceguera- la de privar de la luz a un personaje en los estertores del amor. No se trata, claro está, de cualquier personaje: una como puta a domicilio que, amén de pingües ganancias, recaba orgasmos de trabajo. Y, a renglón seguido, le corresponde el turno de la “risible” desgracia al niño estrábico que, no viendo su mal curado, sí lo ve agrandado.

Cuatro cegueras simultáneas (la del ladrón, la del médico, la de la puta y la del niño) contempladas por los ojos omnipresentes de un narrador que, recluido con los ciegos en cuarentena, sufrirá una merma visual. Pero a él se lo estudiará en el quinto y último capítulo de esta monografía.

Ellos cuatro, además del primer ciego y la mujer del médico, inexplicablemente indemne del mal blanco, serán los primeros apestados recluidos en el otrora manicomio[1] dispuesto por el gobierno para intentar sofocar la crisis y detener el contagio. Vano esfuerzo, pues al cabo de pocas horas el sanatorio no dará abasto para albergar tanto infectado.

No obstante ser en un principio apenas cinco ciegos y de haber entre ellos el atenuante de dos ojos salvados por el autor, el médico fracasa en su intento por detener el avance del caos primitivo en que parece va a caer aquella incipiente sociedad; una sociedad que cobra las amorfas formas de la Horda. Y, para que no haya lugar a dudas, la única regla que allí debe existir, para envidia de la tal democracia que acaba de arrojarlos de su seno, es la igualdad: “Basta, gritó el médico, impaciente, Mire, doctorcillo, rezongó el ladrón, aquí todos somos iguales, a mí no me da usted órdenes.” (Ensayo, 72)

Cuando la vida allí comienza a discurrir con su inexorable ritmo, los seres que la padecen deben arrostrarla: saber dónde queda el baño, entender que las pulsiones no cesan sino que pueden incluso arreciar, buscar y acertar la presencia de otro ciego, comenzar a leer el mundo por debajo de los ojos: “Las manos son los ojos de los ciegos” (Ensayo, 427), reflexiona el autor en una de sus “agudas cavilaciones”, como las llama Tomás Granados (57). Pero esta, que no es otra cosa que una más de las modestas quimeras populares de que habla Juan José de Narváez (86), que abundan en la novela, infima las posibilidades del símbolo y las del lector desavisado.

Digamos entonces que el aprendizaje al tacto comporta, en primer término, el amancebamiento del ciego saramaguiano con el barullo, con el abigarramiento, porque el mundo de Ensayo sobre la ceguera va al garete, como sus personajes:

“... tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quiénes somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué, ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por él se da a identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso existiera…” (Ensayo, 84)

El intento de desantropomorfizar a sus personajes (perros que ladran) cae, como podría caer un ciego falto de pericia en la “materia”, en el vacío (perros que hablan). Pero soslayemos estas minucias y pasemos de largo.

Despojados de las imágenes, estos ciegos se hallan  privados de casi toda caracterización humana: los nombres que sólo hace unos pocos días los identificaran ya no importan; la dignidad que les confiriera el título de ciudadanos les fue retirada. Relegados al ostracismo y el confinamiento por el miedo de sus congéneres, estos menesterosos remedos de Tiresias ven reducidas sus posibilidades al instinto que degrada, no al que humaniza.[2]

Los perros con que aquí se compara a los ciegos les llevan una ventaja: ellos sí ven. No van, como aquellos, estrellándose contra un mundo que ignoran, pese a haberlo habitado no hace mucho tiempo. Un mundo que deben descubrir y leer para no sucumbir aplastados por su peso. Pero acaso nunca lo logren. Y no lo logran, porque los han rezagado a épocas inmemoriales en que ni el instinto ni la razón se disputaban la primera magistratura.

La jauría de canes ciegos sobrevive en medio del horror y la indefensión. A diferencia del rey que resolvió sacarse los ojos para expiar una culpa incestuosa, pero que a partir del hecho es cuando lo invade la lucidez, a la jauría sólo parece quedarle una salida a la desesperación; una catástrofe mayor: “El menor accidente, en estas condiciones, puede convertirse en una tragedia, probablemente eso es lo que ellos están esperando, que acabemos aquí uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia.” (Ensayo, 84)

Se equivoca la mujer del médico en su vaticinio y en su observación: ni muere el perro ni se acaba el mal. A la rabia están condenados más que a la propia ceguera. Y tanto más cuantos más ciegos vayan llegando. A ella se le suman los hedores del hacinamiento: flatulencias, orines, vómitos.[3] Pero tal vez hago mal en hablar en momento tan prematuro de rabia: se presiente, se vislumbra pero no ha estallado todavía. Bulle en esos pechos dominados por la impotencia y la frustración, su pábulo predilecto. Todo es cuestión de tiempo.

¿Cómo miden el paso del tiempo los ciegos? Los de Saramago, apremiados por las desfavorables circunstancias, dejan de darles cuerda a sus relojes. Siguen, sin embargo, sujetos a su dictadura, presos de su indolencia sin tregua. A él se deben y será él quien resuelva.

Circunloquios, muchos ambages, demasiados rodeos emplea el autor (esquilmando el tiempo del pobre lector) en hacer inocuas descripciones, que son casi todas. La esposa del médico, por ejemplo, luchando por fingirse ciega ante los militares que desde afuera la observan mientras busca la pala con que han de enterrar al primer muerto dentro del manicomio, fuerza el siguiente diálogo:

“Dónde está, preguntó, Baja la escalera, ya te iré guiando, respondió el sargento, muy bien, sigue ahora andando en esa misma dirección, así, así, alto ahora, vuélvete un poco hacia la derecha, no, a la izquierda, menos, menos, ahora adelante, si no te desvías te darás de narices con ella, caliente, que te quemas, mierda, ya te dije que no te desviases, frío, frío, vas calentándote otra vez, caliente, cada vez más caliente, ya está, da ahora media vuelta y vuelvo a guiarte, no quiero que te quedes ahí como una burra en la noria, dando vueltas, y acabes junto al portón, No te preocupes, pensó ella, iré desde aquí a la puerta en línea recta, a fin de cuentas, es igual, aunque sospechase que no soy ciega, a mí qué me importa, no va a venir a buscarme.” (Ensayo, 114)

Tiempo y palabras, malgastados: se abunda en lo fútil; se yerra en lo verdaderamente significativo; se intenta impregnar de comicidad lo que se resiste, todo en detrimento del símbolo. Lo que sucede es que el autor, como lo señala Narváez (88), “no elude las generalizaciones burdas, los cepos conceptuales, los malentendidos que el desconocimiento o una vivencia indirecta de la ceguera fomentan”. A buen seguro, no se trata rigurosamente de uno de los dos casos (desconocimiento o vivencia indirecta) sino de su letal mezcla, pues salta a la vista que para el autor la ceguera es, como para el grueso de los mortales, un misterio inaccesible con el que se ha relacionado apenas.

Inscrito en lo baladí, instalada ya la ceguera casi en toda la ciudad, afincada la peste, el caos tiene el camino expedito, franco. Un caos que no sacude pese (o quizá por cuenta de) al exacerbado dramatismo de las masacres, el horror y el hambre.

Franqueémosle el paso a la ceguera del Informe, que se apresta a empuñar el cetro.

Entronizada la obsesión de la ceguera en la deleznable vida de Vidal, este arrostra el riesgo de observar a los que observan: un perseguido que vigila al detective. Otea desde detrás de su celosía esas cámaras oscuras que a su vez lo registran a él. No lo ignora. Antes bien, lo propicia.

Durante su indagación, Vidal ahondó no sólo en el conocimiento de la Secta, sino en las facultades de sus miembros, deseoso de no cometer muchos errores: “Tuve que extremar mis precauciones, pues en la noche invernal y solitaria no había más transeúntes que el ciego y yo, o casi. De modo que lo seguí a prudente distancia, teniendo en cuenta el oído que tienen y el instinto que les advierte cualquier peligro que aceche sus secretos.” (Informe, 294)

Y son ese oído y ese instinto los que precipitan el inaudito desenlace en que concluye el segundo acercamiento a un miembro de la Secta: creyendo perder al ciego de las ballenitas -que casi corre- de vista, Vidal se ve obligado a hacer otro tanto para seguirlo. No era necesario. Él lo aguardaba: “¡Me ha estado siguiendo!”, le espetó el ciego al aterrado cazador, que no podía entender “¿Cómo podía haberlo advertido?” o “¿En qué momento?” ni “¿De qué manera?” (Informe, 296, 297) Espantado, el cazador huye.

Ha de simular so pena de desatar sobre sí la venganza, prematura por demás, de la portentosa Organización. Pasarán tres años antes de que pueda horadarla. Tres años para tan sólo penetrar en sus reductos, que no en los dominios desde los que se gobierna la Secta y por ende el Mundo. Alcanza a penetrar en la periferia, no en la fortaleza. Con todo, desde esa humilde atalaya, que no se corresponde en su totalidad con su objetivo, por lo menos logra hacer cábalas sobre las martingalas de aquellos que regentan al universo todo.

Es Vidal, empero, uno de los pocos mortales que se han atrevido a escudriñar en la inviolable morada del mal, celosamente custodiada por los no videntes. Hombres lúcidos y ávidos que, como él, pagaron con sus vidas la determinación de inquirir. Se lo castiga, como bien lo reseña Wainerman (18), por haberse inmiscuido en temas sacros y por transgredir las interdicciones de los ciegos.

Algunos de los hallazgos que arrojó su investigación tienen que ver, además de lo que ya se ha mencionado aquí, con el uso de narcóticos que la Secta emplea para coaccionar voluntades, al igual que con la contratación de brujas, curanderos, manos santas, tiradores de cartas y espiritistas, farsantes unos y auténticos otros, que someten y dominan el mundo de los sueños y las pesadillas. “Si, como dicen, Dios tiene el poder sobre el cielo, la Secta tiene el dominio sobre la tierra y sobre la carne” (Informe, 299): tan inmenso es su poder.[4] El poder de la Secta es el poder del Príncipe de las Tinieblas, que nos domeña por intermedio de esta.

Hasta donde hemos recorrido, pareciera que la Secta de los ciegos está poblada por aquella suerte de deidades del mal, dotadas todas de los mismos prodigios. Sin embargo, Sábato hace acopio de un profuso conocimiento del símbolo de que se vale para radiografiar el mundo. Habla de las diferencias entre los ciegos de nacimiento y los que pierden la vista como consecuencia de un accidente o una enfermedad. Los primeros, que siempre han ostentado el privilegio del secreto, se resisten al ingreso de los segundos, los advenedizos, no obstante saber que nunca podrán volver a hacer parte del mundo de los videntes, luego el misterio no corre peligro de ser desvelado. El odio de que son víctimas los advenedizos es el mismo que se granjean los videntes que, gracias a una nueva fortuna, quieren procurarse un sitio privilegiado pero inasequible para los de su condición.

Los ciegos de Sábato, quien según Wainerman (26) “concibe al hombre a partir de una antropología de la ceguera”[5], no adolecen de anonimato. Si bien no los conocemos a todos por sus nombres, ni ellos importan en lo individual sino en lo colectivo, que no es lo mismo que la horda del escritor portugués, los hay que cobran capital importancia por su relación con Fernando Vidal. Es el caso de Celestino Iglesias, un cándido anarquista impenitente, quien por los acasos de la fortuna queda ciego en los albores de su senectud, y cuya ceguera se convierte en el peldaño que aúpa a Vidal y le ayuda a retomar la senda de la Secta. Senda que conduce acaso a la verdad e ineluctablemente a la muerte. La misma muerte con que se castigó, entre otros pocos, a Maupassant, Baudelaire y Rimbaud, saqueadores de lo sagrado y contraventores de la universal interdicción.

Una serie de felices consecuencias o infortunados azares (Vidal sabía que nada más enterarse del enceguecimiento del español la Secta vendría en su busca no por intermedio de un ciego sino a través de uno de sus informantes) demostraron la eficacia del cálculo del investigador: los trabajos se aliviarían con la ayuda de un advenedizo. Alguien que, como Iglesias, participara de los dos universos. Porque, para Vidal, no hay más que la dicotomía Videntes-No Videntes, que a fin de cuentas adquiere el cariz de una diada, por ser los segundos los que deciden sobre los primeros, sin que estos acierten a saberlo.

El término de las primeras hipótesis y tanteos expira, para darle paso al de el análisis y la comprobación. Es momento de que el espía empiece su labor: observar y esperar. A estos dos términos se reduce la conciencia de Vidal. Sabe que la permanencia cerca de Celestino Iglesias tarde o temprano lo conducirá a su objetivo. Pero debe vigilar y tener paciencia.

Entretanto, asiste a la metamorfosis[6] de su incómodo protegido. Lo acompaña desembarazado de compasión pero pleno de curiosidad y expectativa. Y, mientras le lee un libro o guarda un silencio que abruma al ciego o lo rompe para estudiar su reacción, presencia su transformación, que poco tiene que ver con lo físico.

El nuevo ciego se torna cada vez más receloso. Aunque con mucha torpeza en un principio, se inicia en el perfeccionamiento del oído y el tacto, fundamentales si se trata de salvar ese período de transición. De forma simultánea a la teratológica mudanza del anarquista, su entorno -aquella alcoba de pensión donde vive- sufre el cambio de la caverna o la cueva: no precisa de luz porque allí reside un murciélago.

Según Iglesias se adentra en su nuevo mundo de tinieblas e incesante cavilar (los ciegos no tienen tiempo de distraerse con imágenes circundantes, como no sean las olfativas o las auditivas que los sumen en otras reflexiones -audaces o no- que se concatenan), el asco de Vidal se exacerba. Lo asustan su reticencia y la disipación del mundo al que Iglesias ya no pertenece. Asco y susto semejantes a los que lo invadieron en aquel desencuentro con el segundo ciego: el ciego de las ballenitas. La infausta precipitación con que actuó en aquella ocasión le enseñó, tal como si fuera uno más (y lo será), a moverse por ocultos vericuetos, a hacerse invisible. De ello depende en gran medida que la Secta no se ocupe de él, hasta tanto la investigación haya avanzado lo suficiente.

Como si se tratara del paroxismo de la Guerra Fría, Vidal sabe que su labor de espionaje comporta una de contraespionaje, que lo puede perder antes de tiempo, si no se conduce como Ellos: con astucia y prudencia. Y es gracias a esas dos cualidades aprendidas que va a lograr penetrar en la Secta no sólo como observador, sino también como ciego. Pero su ceguera será objeto de posteriores reflexiones.

Fernando es, en función de sus propias palabras, un “investigador del mal”. Reivindica su condición de canalla, como canallas son los ciegos, y le explica al lector que, para serlo, el vidente ha de profundizar en su propia conciencia. “¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede respetarse?”, reflexiona. Incursionar en el Mal requiere de la experimentación, de la acción más que de la simple teoría: “¿y cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura?” (Informe, 343)

Vidal comparece ante el lector despojado de cualquier cortapisa moral. En él no hay dogma ni credo ni atadura política que traicionar. No se debe al amor de ninguna mujer o a afectos de ninguna clase. Es, como bien atina a describirse, un canalla y un oscurantista. Y como el ciego que por nunca haberse mirado en un espejo no sabe mentir, su cinismo y su canallería están adobados de muchísima honestidad.

La espera se prolonga y su paciencia amenaza con agotarse, pero se obstina. Husmea con avidez de sabueso todo cuanto tiene que ver con Iglesias. Sabe que cuando la Casta haga su aparición él no debe hallarse presente. Se pasa el día frente al número 57 de la calle Paso, sin descuidar la pensión un solo momento. Presiente que el contacto no se surtirá a través de un ciego. Y acierta.

Al igual que cualquier organización transnacional, salvo que con un poder infinitamente superior, la Secta de los Ciegos cuenta con funcionarios de toda índole, desde aquellos cuya sensiblería los liga moralmente, hasta los que se vinculan por temor a las represalias que se les pueden venir encima. El caso es que un empleado de la Cade debió rastrear la existencia de Iglesias, para que la Logia pusiera en marcha su plan: ofrecerle un trabajo a ese advenedizo homérico.

¿Qué clase de trabajo? La Secta y Sábato saben que, entre los ciegos, advenedizos o no, los hay de poco caletre o muy agudos; sutiles y obtusos. “Hay ciegos que sólo sirven para trabajo de choque; hay entre ellos el equivalente de los estibadores o de los gendarmes; y hay los Kierkegaards y los Prousts.” (Informe, 361)

Si bien los ciegos de nacimiento les llevan una gran ventaja a los que sufrieron accidentes o enfermedades, no se descarta que un advenedizo logre formar parte de la cúpula de la Organización. No en vano, uno de los cuatro jerarcas que la gobiernan en todo el mundo fue un simple jockey que corría en el hipódromo de Milán en su “vida anterior”. De modo que, en relación con Iglesias, era válido el soplo de optimismo de Vidal. Sabía que el español tonto no era.

Consciente de la importancia que supone la empresa de seguir al tipógrafo, y de que cualquier error -por mínimo que sea- no sólo le costará la vida (que ya la tiene empeñada), sino la imposibilidad de Conocer, da el primer paso hacia la ceguera: “Con mi linterna de bolsillo, mi chocolate y un bastón blanco que a último momento se me ocurrió que podía serme útil (como el uniforme del enemigo para una patrulla), esperé...” (Informe, 362)

Para el escritor-investigador no es un secreto que su personaje, además de ofrendar su vida, debe renunciar a la luz. Y a eso se debe que, antes de enrutarlo (como lo está ahora) por los caminos de la Secta, lo haya convertido, a semejanza suya, en el ávido estudioso del símbolo que atormentó sus vidas y que precipitó este Informe. Confiesan a dos voces pero en primera persona el rigor (ausente en el Ensayo) de sus pesquisas:

“...dediqué casi todo el tiempo de mi vida a la observación sistemática y minuciosa de la actividad visible de cuanto ciego encontraba en las calles de Buenos Aires; en ese lapso de tres años compré centenares de revistas inútiles; compré y arrojé ballenitas por docenas de docenas; adquirí miles de lápices y libretitas de todo tamaño; asistí a conciertos de ciegos; aprendí el sistema Braille y permanecí días interminables en la biblioteca.” (Informe, 363)

Terminado este segundo capítulo y llegados a este punto, podemos apreciar las patentes diferencias de las dos cegueras entronizadas y modeladas por los dos autores. Una, la del Ensayo, que redunda y redundará en el eco ensordecedor de su oquedad: ciegos que pugnan por sobrevivir en medio del mar de leche, que es un océano de vaciedades y rescoldos literarios. Hay, sin embargo, algo muy positivo en el haber de Saramago: el enceguecimiento del lector que, incapaz de ver nada distinto de la promesa de la fama, clama por la urgente disipación del mal blanco, que apenas comienza a reinar.

La ceguera a que alude el Informe es plural: aquella que existe como verdad universal (la llana falta de la luz física); la que padecen algunos seres desde su nacimiento; la que les toca a otros en suerte por alguna enfermedad o accidente (Celestino Iglesias queda ciego a causa de uno); la que sufren los ciegos de roma inteligencia (caso unívoco en el Ensayo), que no es igual a la ceguera de los altos jerarcas de la Secta, que son los Kierkegaards y los Prousts de la Organización. En suma, amén de entronizar la ceguera “o las cegueras” en la existencia de Vidal Olmos, Sábato entroniza el rigor de que se debe partir para crear.


[1] Hay un propósito evidente en conducir los primeros ciegos al manicomio: fundir ceguera y locura en una indisoluble amalgama. Gracias al Diccionario de símbolos de Chevalier (654), entendemos el fenómeno: “Una leyenda peúl dice que hay tres clases de locos: el que tenía todo y pierde todo bruscamente; el que no tenía nada y adquiere todo sin transición; el loco, enfermo mental.” Los ciegos de Saramago acaso lo tuvieron todo y lo han perdido de repente.
[2] “Blindness as abnormality and dehumanization” (la ceguera como desfiguración de la condición humana) es la séptima forma del símbolo que estudia Jernigan, que consiste en despojar al ser humano de algunos o todos sus atributos.
[3] A este respecto, Juan José de Narváez anota: “Con una estrechez condicionada por los rasgos moralistas de su propuesta, Saramago nos asesta una versión escatológica (en sus dos acepciones) de la ceguera.” (88)
[4] Según Jernigan (la ceguera como resarcimiento y poder milagroso), algunos escritores le otorgan al símbolo características sobrenaturales, como claramente se evidencia en el Informe.
[5] De lo cual se puede concluir que la ceguera para Sábato no representa exclusivamente la parábola o el símbolo de su creación literaria (“blindness as a symbol or parable”), sino también una realidad de personajes que nada tienen que ver con lo ficcional.
[6] La conversión de Celestino Iglesias que Fernando Vidal sigue con atención lo ha de llevar a encarnarse en uno de esos seres que habitan en las grutas y cavernas. Es decir que Iglesias transita hacia la séptima tipología de Jernigan: “blindness as abnormality and dehumanization” (la ceguera como desfiguración de la condición humana)

La ceguera como visión de mundo en Ensayo sobre la ceguera de José Saramago e Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato: Lo uno y lo diverso (IV)

3. ENDEMIA: DIÁSPORA E INMERSIÓN

“El ser humano es una cámara oscura y cerrada
que contempla al mundo a través de una celosía
desde la cual la persona interior ve sin ser vista.”
(Wainerman, 26)


Tras su manifiesta epifanía y su incruenta pero fatídica toma del poder, la ceguera lo cubre todo: una ciudad y una existencia. Incontenible y endémica, se desborda impelida por fuerzas exógenas o endógenas que todo lo arrasan a su paso.

Lo que hasta antes del incendio que desató la comprensible torpeza de los ciegos del Ensayo fuera imposible -ganar la calle-, ahora resulta imperioso. A falta de un lazarillo o un bastón, los más de ellos abandonan el reclusorio sin saber siquiera dónde se hallan, o a dónde ir. Su suerte es la misma (deduce el lector) que corren los miles de apestados que a la misma hora en que las llamas devoran el antiguo manicomio deben vagar, navegando en su mar de leche, por los laberintos de aquella ciudad sin nombre.

Y como el injusto dios de cualquier teogonía, Saramago escoge de entre sus criaturas a unas pocas (la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, el niño estrábico, la mujer del primer ciego, este y el médico), que habrán de dar cuenta de los estragos que la ceguera ha hecho. Pero estos seis ciegos por sí solos no podrán hacerlo. urge entonces la presencia de “la de los ojos que ven”, la esposa del médico: “...a man is nothing without a woman, The Woman. From this vantage point, it would appear, the male, left to himself, is the image of the most perfect innocence.”[1] (Saramago, 2006) Parodiando al autor, “the group is nothing without the woman”. Acierta Saramago: su pobre marido ciego naufragaría -como lo haría el grupo- sin ella.

Insensibles como su creador ante el azaroso destino de los ciegos sin guía, ellos siete echan a andar, desprovistos de compasión o solidaridad. Pero basta ya de recriminaciones. Dispongámonos a seguirlos de cerca.

Debido a la ceguera, así como a la imposibilidad cognoscitiva que se deriva del mal blanco (“toda manera de acercarnos hacia el conocimiento se da a través del acto de ver”[2]; Barragán, 9), la primitiva errancia de las hordas reaparece. Sin que sean necesarios parentescos de ninguna índole, racimos de ciegos se apilan aquí y allá, desindividualizándose. Sobrevivir es ahora la palabra que todo lo contiene y lo significa todo. Y en su condición de hordas, se convierten en nómades cuyas correrías principian cuando el hambre aprieta.

La calle adquiere la forma de un gran caserón, en el que todos zozobran sin llegar a hundirse por completo. E incapaces de ubicarse en sus engañosos vericuetos, lo caotizan con sus heces e inmundicias: “…arrimados a las paredes había hombres aliviando la urgencia matinal de la vejiga, las mujeres preferían el resguardo de los coches abandonados. Ablandados por la lluvia, los excrementos, aquí y allá, moteaban la calle.” (Ensayo, 299)

Estos ciegos, pobres seres, no atinan a orientarse: con los brazos tendidos hacia delante, tropiezan una y otra vez, para volver a tropezar más adelante.[3] Como perros hambrientos, olisquean en cada portal en busca de comida; nada más los ocupa. Tan sólo el instinto del animal que se resiste a morir de hambre se advierte en ellos: “Life is reduced to an animal-like struggle to survive.”[4] (Carreira, 2006) Su ínfimo lenguaje y su andar erguidos les confieren los únicos rezagos humanos. Pueden morir, como la famélica narración que Tomás Granados llama “hipérbole fantástica”[5] (56), si el paroxismo de su atípica “invidencia” se prolonga. Hagamos votos porque así no suceda.

Son innumerables los rostros del rocambolesco mundo del Ensayo sobre la ceguera, muchos de los cuales, como ya lo habrá podido comprobar el improbable lector de este balbuceo de literatura comparada, asoman sin pudor su fealdad. Pero veamos otros.

La pobre mujer del médico, abandonada en mitad del mar de leche e incomunicada como se halla, pues el mal blanco trajo consigo la incapacidad de pensar y condolerse (el que no ve la mierda no se da por enterado de su hedor), recibe un “merecido” premio a la proeza de ver (“in the context of the novel, seeing is a courageous act”[6]; Carreira, 2006), que no es otra cosa que la facultad de entender: El perro de las lágrimas.

Él, además de apiadarse de su dolor y, como muy seguramente lo haría su marido en otras circunstancias, enjugarle el llanto, observa con pétrea naturalidad a los ciegos: “…al perro de las lágrimas no le sorprendió ver a todas aquellas personas tendidas en el suelo, tan inmóviles que parecían muertos, estaba habituado,...” (Ensayo, 314) Lo dicho: los perros con que alguna vez la mujer del médico comparó a los ciegos los rebasan en caracterización humana.

Al invencible tedio de la tragedia no lo logran amilanar los gracejos que saltan de la boca del narrador a la de cualquier personaje. Los chascarrillos alusivos a la peste (“ojos que no ven corazón que no siente; los ciegos no van al oftalmólogo” [Ensayo, 24]) no consiguen atenuar, por parroquiales, la claustrofobia que sí crece a cada nueva página. La comicidad cáustica que abunda por otras latitudes, por aquí escasea. Como bien lo señala Juan José de Narváez: “...la frivolidad esteriliza la imaginación y trivializa los asuntos más serios.” (83)

La visión de una ciudad poblada de no videntes horroriza al que la imagina. Carros abandonados por todas partes, salas de cine que no proyectan filmes, bancos que no despachan... Todo envuelto en el más profundo caos en un comienzo, pero acaso con la esperanza de que, según pase el tiempo y el cuerpo se habitúe a su nuevo encierro, la inteligencia del “homo intelectualis”, que acaso no tenga nada que ver con el hecho de tener la mirada velada, se sobreponga y venza la adversidad. Lamentablemente, esta, que pudo ser un portento de novela, se queda a mitad de camino, y para que la vida vuelva por sus fueros, habrá de disiparse la neblina y secarse el mar de leche.

Entretanto, los seis ciegos, la mujer del médico, el perro de las lágrimas y el narrador, prosiguen su camino, en busca del abrigo de sus casas. A diferencia de los parias que discurren al garete por la ruinosa ciudad, estos gozan del favor del demiurgo.

Atiborrada de broza y verborrea, la descripción del untuoso narrador sobre la llegada a casa de la ex puta lúbrica y desvergonzada que ahora, por efecto de la ceguera, es la más virtuosa[7] y cándida[8] mujer, por fin termina. Ya está el grupo de los siete más el perro de las lágrimas cómodamente instalados, conforme a su dignidad, en un espacio que a los otros ciegos les está vedado: hogar y comida. Y pese a tales privilegios, la anfitriona, la conversa Magdalena, da en reflexionar que “estamos ciegos porque estamos muertos, o, si prefieres que te lo diga de otra manera, estamos muertos porque estamos ciegos...” (Ensayo, 336), hablando con la mujer del médico.

Tal vez haya sensatez en parangonar los ciegos saramaguianos con lo más próximo a la muerte. Sin embargo, habría que decir que incluso ella pierde toda su trascendencia, para convertirse, por la simple ausencia de la luz, en otra de las anodinas concepciones de la obra. Mientras los ciegos sabatianos legislan su cabal cumplimiento, los de Saramago sucumben a manos suyas.

El desconocimiento que, con todo el acierto, Juan José de Narváez le atribuye al escritor portugués sobre el motivo de que se valió para aleccionar a sus lectores, lo lleva a plantear una casuística exclusiva de los “sin luz” que, desde luego, no existe, pero que sí desnuda una manifiesta aunque injustificada ignorancia del novelista en relación con el alma humana; de sus meandros y sus remolinos, sin que importen apenas las ausencias de los sentidos o los yerros de fisonomía con que vienen algunos expósitos de Dios: “... ciegos de ojos, ciegos de sentimientos, porque los sentimientos con que hemos vivido y que nos hicieron vivir como éramos, nacieron de los ojos que teníamos, sin ojos serán diferentes los sentimientos, no sabemos cómo, no sabemos cuáles...” (Ensayo, 336) Y para acentuar el exabrupto, la mujer del médico reconoce que ama a su marido gracias a que ella no se ha quedado ciega, al tiempo que se pregunta, en un caso tal, “quién seré entonces para seguir amándolo, y con qué amor” (Ensayo, 337)

Ignora además el novelista uno de los mitos populares (de los que se atraganta hasta hartarse), según el cual los ciegos tienen la libido[9] más apremiante que cualquiera de sus congéneres, pues los que habitan estas páginas se convirtieron, a causa de la peste blanca, en “simples siluetas sin sexo”, en “sombras perdiéndose en la sombra”. “Ellos se diluyen en la luz que los rodea.” (Ensayo, 365, 366)

Pareciera que con la ceguera todo se ofusca: la razón y los sentidos. El lector -me lo imagino- hurta sus narices al escatológico párrafo en que los seis ciegos desnudan sus hedores en grupo sin apenas inmutarse. Ciegos sin olfato, ¡qué imprevisión! Ciegos hediondos que no son capaces ni siquiera de asquearse con su inmundicia, que quieren cubrir con ropas limpias. “mejor será tener ropa limpia en el cuerpo sucio que llevar ropa sucia en el cuerpo limpio” (Ensayo, 367), concede la mujer del médico, única capaz de razonar, si a una perogrullada tal así se la puede llamar.

El valiente y tozudo lector del Ensayo boga con renovadas fuerzas, para llegar cuanto antes al fin. Que no ceje en su empeño, pues falta poco para que se disipe la neblina.

Boguemos ahora, sin desfallecer, hacia la inmersión de Fernando en la Secta y la de la ceguera en su tanático destino.

Después de toda una vida cruzada por la obsesión y tres años de arduo y temerario trabajo de campo, de prolija investigación, Fernando se hallaba allí: al borde del abismo al que debía saltar en busca de la verdad. Y sabedor de que en la lobreguez del foso los ojos apenas si servían, prepara su conversión, que ya empezara con la consecución del blanco bastón de ciego.

En un primer acercamiento a la gruta que da acceso al mundo de los ciegos, Vidal, como ellos, se sirve del oído, del que dependerá en gran medida en lo sucesivo: “Permanecí cierto tiempo frente a aquella puerta cerrada, con los oídos atentos al menor rumor de pasos y con mis piernas listas para bajar. Arriesgando todo, coloqué mi oído contra la hendidura y traté de recoger cualquier indicio, pero nada oí.” (Informe, 368)

Oídos, oído, oír. Sábato sabe mejor que nadie de la importancia de ese sentido entre los de la Secta, y es por eso que lo repite con insistencia. Y tampoco ignora que su personaje habrá de aprender a aguzarlo en provecho de su indagación. Pero en tanto eso ocurre, veamos al advenedizo “...¡golpeando las paredes con mi bastón blanco, como un auténtico ciego!” (Informe, 372)

La metamorfosis de Iglesias que tanto lo impactara se repite, con algunas diferencias, claro está, ahora en él. Y esta no se sucede al margen de su conocimiento; antes bien, no necesita verla, la siente: “Sí: poco a poco yo había ido adquiriendo muchos de los defectos y virtudes de la raza maldita” (Informe, 372), un descubrimiento que podía entenderse, de forma mucho más sencilla, como la exploración de su propio y tenebroso mundo (Informe, 373), el mundo de quien mira hondo. Felizmente, no muchos gozan de tan buena vista.

Sabedor de la universal estrechez, Sábato, indolente, urde el plan macabro: hacerle creer al incauto que hay una Secta de Ciegos, omnipotentes, que amenaza sus destinos. Y el incauto, letrado o no, pica en el anzuelo.

¿Por qué apelar a la ceguera como símbolo de su universo novelesco? ¿Cabe pensar acaso que el escritor argentino abomina de los ciegos físicos? Sólo él lo sabe y, por tanto, las preguntas jamás hallarán respuestas. Además, sean cuales fueren sus razones, deben importarle poco al lector avisado. Este, igual de curioso pero más recursivo, depone la “insana” curiosidad de querer saber la versión que el escritor mal haría en darle de viva voz, y hurga entre los pliegues del discurso por ver qué encuentra. Y con lo que se topa en este caso es con una “verdad” poco tranquilizadora. Sábato se propone, no cabe la menor duda, “...despellejar al ser humano, agarrarlo de la nuca y meterle la nariz en sus propias vísceras para que se hunda en su miseria, su inmundicia y su horror.” (Wainerman, 28)

Digo mal: Secta y ciegos existen y reinan en el universo de Sobre héroes y tumbas. Habitan ahí, justo debajo del investigador suicida, que los supone a la espera.

Los ciegos de Sábato se mueven, allá abajo, con la seguridad del sonámbulo que, sin ver, marcha sin vacilar a su objetivo. Y así se conduce Vidal Olmos, como un sonámbulo, sin que la duda haga mella en su determinación. Y de esa resolución hará acopio cuando el descenso al inframundo[10] comience.

“¡La puerta estaba sin llave!” (Informe, 380), lo que confirmaba su sospecha. Quién sabe desde cuándo sabían que vendría. Está claro que para la inexpugnable Logia nada es un secreto. Y menos aún que un “vidente” se propone huronear en lo sagrado.[11]

Por fin había traspuesto el umbral de la Secta: “Una ciega me observaba. Era como una aparición infernal, pero proveniente de un infierno helado y negro.” (Informe, 381) Se diría que la divinidad lo había convocado allí, a una llamada que se remontaba a sus años de infancia, cuando en Capitán Olmos se regodeaba en pincharles los ojos a los pájaros[12] y en verlos, transidos de dolor y de espanto, precipitarse contra las paredes.

Ese mismo espanto que él ocasionaba lo invade ante la presencia de la ciega que lo petrifica con su gélida mirada. E incapaz de desasirse de su hechizo mefistofélico[13], sucumbe a su letargo y se desvanece. A partir de ahora, su conciencia les pertenece: “...y caí o, como ya dije, me derrumbé sin sentido en el suelo de aquella habitación” (Informe, 382) Un vahído febril que lo retrotrae precisamente a la época en que su obsesión primera y ulterior se incuba. Y, longevos de venganza[14] y paciente espera, los ve planear sobre la barca en que se conduce a un destino que sólo la Secta conoce y el lector intuye y adivina: la ceguera física: “Sentí que aquel pico entraba en mi ojo izquierdo, y por un instante percibí la resistencia elástica de mi pupila, y luego cómo el pico entraba áspera y dolorosamente, mientras sentía cómo empezaba a bajar el líquido por mi mejilla.” (Informe, 386)

Antes de que el enceguecimiento ocurra, el cazador cazado navega las cenagosas aguas infectas de un como lago, con la esperanza de llegar a la orilla opuesta y ganar la gruta que del otro lado se abre y por la que, introduciéndose, cree poder salvar el pellejo, que ya está jugado y condenado. Lo sabe desde cuando se pregunta al principio del informe “¿cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato?” (Informe, 289), porque el condenado a muerte alienta la muy remota ilusión de que su pena sea por lo menos conmutada. Pero la Secta tiene que ser irreductible en las sentencias que imparte en aras de la perpetuidad del supremo poder que detenta.

Lo que en sus comienzos fueran sólo ardides fraguados por el cazador, ahora es su realidad: Fernando está ciego. ¿Habían decidido arrancarle los ojos o él los desecha acaso por inútiles? “Vidal Olmos ha regresado o ha provocado en sí a su ciego interior: el caos primordial, amorfo, sin árbol, sin nada que se pueda imaginar.” (Wainerman, 128)

Recobrado el sentido, superado el trance de la pesadilla y por lo tanto instalado de nuevo en el caos de la luz, el cazador apresado se halla aún ante Ella. No sabe qué decir. Aunque sabe que cualquier cosa que diga caerá en el vacío. Engañar a las deidades no es posible.

Solo en ese diminuto cuarto tras la desaparición de la Ciega, Vidal emplea las largas horas de encierro en repasar algunas de sus pesquisas sobre los que allá fuera, le parece oírlos, deciden su destino.

Recordó el caso Castel, a quien la Secta había confinado al entierro en vida en un manicomio[15], y lamentó no haber podido conocer al pintor que, como él, experimentaba una atroz obsesión por los ciegos. Ante la imposibilidad de conocerlo físicamente, se conforma con leer lo que da en llamar su crónica. Un documento en que la víctima confiesa que siempre tuvo prevención por los ciegos; Un recelo que, al igual que el de Vidal Olmos, se fundaba en la convicción de que aquella “raza maldita” (Informe, 372) no ve sino que mira Allende: “...la otra cara de las cosas, el reverso que los videntes no ven porque tienen sólo un recorte, un escorzo de los objetos.” (Wainerman, 40) Los ciegos, en cambio, complementa este, “con su “omnisciencia sagrada”, lo ven todo, y, por otra parte, como notará Castel, miran en general”.

La común obsesión del pintor y el falsificador coincidía en mucho más: la piel fría de los ciegos, sus manos acuosas y la tendencia a vivir en cuevas o lugares oscuros. Y en esa como cueva en la que se halla Vidal, en espera de su sentencia -sentencia que “el crimen de Castel era el resultado inexorable de una venganza de la Secta” (Informe, 399)-, Baraja algunas de las posibles formas en que se pudo idear el castigo, aunque reconoce que desmontar sus mecanismos es una empresa onerosa.

Las deliberaciones de los ciegos se prolongan. Tiempo tiene para reconstruir las peripecias de su viaje al extranjero, hecho tres años antes, cuando lo del ciego de las ballenitas. Para otro cualquiera, ese desencuentro no habría pasado de ser un desagradable incidente, pero para él, que andaba de cacería, comportaba el riesgo inminente de echar por tierra el edificio de hipótesis y razonamientos que en todos esos años había logrado izar. Y, escurrir el bulto, al menos algunos meses, era a su entender la única manera de disuadir a la Secta. Pero no a su sino.

En París su destino lo conmina a retomar la senda de la investigación en el taller de pintor de su amigo Domínguez, quien por entonces tiene por modelo a una ciega que petrifica a Vidal a su llegada, la de ella, al lugar. El cazador espía a instancias de su amigo desde la atalaya prodigiosa de la cama de este, desde donde asiste a los torneos genitales del instinto mondo y lirondo de la ciega y el sadismo sin prejuicios del artista. Sin pensarlo, había podido oler la ceguera, rozarla con aquel olfato todavía imperfecto pero mejor que el de cualquier vidente, y oír otras tonalidades de su huidiza voz, que lo seduce peligrosamente. Sólo le resta tocarla.

“¿Qué mejor que hundirse en las atrocidades de la carne y del espíritu para estudiar los límites, los contornos, los alcances de esas fuerzas?” (Informe, 415), reflexiona Vidal y actúa en consecuencia. Sin saberlo a ciencia cierta pero presintiéndolo, conduce su investigación a su epílogo cuando decide zambullirse “en la fosa de la verdad”. En la fosa de Louise, “aquella hembra anónima, múltiple como un pulpo, lenta y minuciosa como una babosa, flexible y perversa como una gran víbora, eléctrica y delirante como una gata nocturna.” (Informe, 415)

La animosidad de su espíritu científico casi lo perdió. La aviesa maquinación de la Secta para enredarlo y su oportuno desenmarañamiento le permitieron ver con mayor nitidez la inmensa galería de atrocidades urdidas por la Organización, que son a su vez una prueba más de la ceguera como acerba iniquidad que refiere Jernigan: encierros definitivos en ascensores, ostracismos en manicomios, muertes provocadas por las hormigas carniceras del África o, como la suya, incineraciones.

Deja Francia para seguir huyendo de ese ciego que lo persigue. Pero en Bombay recala en un prostíbulo de ciegas, de donde escapa despavorido. También de este cuarto va a intentar huir al menos de la presencia de la Ciega, que de nuevo ante él, hierática, amenaza con someterlo por segunda vez y quizá de forma definitiva.

Tras apartarla con violencia, se arroja por una sucesión de cuartos cada vez más oscuros en los que, como uno de los pájaros a los que enceguecía, tropieza sin atinar a encontrar el camino. Pero por fin lo encuentra.

Continúa su descenso al inframundo de los sótanos y los pozos, de los túneles y las cuevas, de las cavernas y las cloacas, donde cohabitan “lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.” (Informe, 427) Oscuros seres de los que ya, lo sabe bien, hace parte.

Vidal, por mirar allende, como acierta a definirlo Wainerman (18), consigue descender a los sustratos más recónditos de la inmundicia humana y entronizarse allí, junto a los ciegos de su creador, para dar cuenta de lo que allá arriba se ignora porque no se puede ver ni con los múltiples ojos de los que caminan, sin otear las honduras del subsuelo, sobre el asfalto.

La endemia de la ceguera se visualiza -no hacen falta anteojos o lentes- en las dos obras. Hordas de ciegos sin brújula que, desvalidas como los pájaros víctimas de aquel niño de Capitán Olmos, asuelan la ciudad que ya no les es familiar. Recuerdos de toda una vida que se hunden, después de muchos años de insomne espera y sufrimiento, en la certidumbre de un determinismo inexplicable, en el que únicamente Ellos meten baza.

La endemia de la ceguera en el Ensayo se rige por fuerzas exógenas: los ciegos que purgaron su cuarentena en el manicomio escapan en diáspora, propulsados por el fuego. Endógenas son las que procuran la inmersión de Vidal en los pavorosos terrenos de la Secta.


[1] (Un hombre no vale nada sin una mujer, su mujer. Así pues, el “macho”, librado a su suerte, se convierte en la efigie de la más conmovedora impotencia)
[2] Distintos pensadores -Aristóteles por ejemplo- señalan que por encima de los demás sentidos, la vista constituye el vínculo directo entre el hombre y su aprendizaje.
[3] La torpeza y el desamparo de los ciegos de Saramago, también los referencia Jernigan en su tercer apartado “blindness as foolishness and helplessness” (la ceguera como estulticia e indefensión)
[4] (La vida se reduce a una lucha animal por sobrevivir)
[5] Granados define la novela de Saramago como una maravillosa creación novelesca, en la que predomina y se hiperboliza lo inverosímil, sin detrimento de su valor estético.
[6] (En el contexto de la novela, ver es un acto de valentía)
[7] Como consecuencia de su ceguera, la antigua mujer pública es metamorfoseada en ejemplo de virtud: “blindness as perfect virtue”. Según los estudios de Jernigan, algunos escritores funden virtud y ceguera porque creen o quieren hacer creer que el pecado lo precipitan los ojos.
[8] La candidez  a que es elevada la hetaira se debe a un acto depuratorio: su ceguera. Jernigan bautiza este avatar del símbolo como “blindness as purification”.
[9] Fernando Ponce de León París, haciendo acopio de esa creencia popular y gracias a su cercanía con el verdadero mundo de los ciegos, escribe Matías, una buena novela en la que las pulsiones de sus protagonistas, Matías y Tomás, dos niños ciegos, laten con inusitada fuerza.
[10] La crítica psicoanalista explica la inmersión de Vidal en las cloacas de Buenos Aires como el descenso al mismo centro del mal, al cual siempre se ha visto inclinado. A este respecto dice María Ema Llorente (73) que, según el Informe avanza, la razón se desvae en beneficio de la no-racionalidad y del mundo inconsciente.
[11] “Los dioses ciegan o enloquecen a quienes quieren perder, y a veces salvar” (Chevalier, 280): una sempiterna práctica que entraña una rara severidad indulgente. Los jerarcas de la Secta, en su calidad de dioses, “ciegan” y pierden a Vidal, pero le permiten conocer.
[12] De acuerdo con el psicoanálisis, el pájaro entraña un símbolo masculino y, en la novela, parece representar al padre, a quien se teme profundamente en razón al complejo de castración.
[13] “Blindness as unrelieved wickedness and evil” (la ceguera como acerba iniquidad), tiene que ver con la sevicia cruel de que está imbuido el símbolo en diferentes momentos de la literatura.
[14] En pago por el pecado de enceguecerlos durante su infancia, esos mismos pájaros determinan infligirle idéntico castigo: “blindness as punishment for sin”.
[15] Hay una cuarta clase de locura o de loco: “el que sacrifica todo, para adquirir la sabiduría, el iniciado ejemplar” (Chevalier, 654) Castel y Vidal forman parte de este reducido grupo.